EL MUNDO
Un descenso a los infiernos en las ruinas de las cárceles del régimen
Era una de las cárceles más infames de Saddam Hussein. Ahora queda muy poco de Al-Radawanir, pero familiares de detenidos afirman que hay celdas subterráneas y que los prisioneros siguen pudriéndose en ellas. Página/12 estuvo en el lugar y recogió testimonios escalofriantes.
Por Eduardo Febbro
Al-Radawanir es un lugar que ya no existe. Una planicie de tierra quemada por el sol, algunos campos sembrados y los restos de lo que fue una de las cárceles de Saddam Hussein componen un paisaje casi desolado. La cárcel propiamente dicha tampoco existe más. Sólo queda una hilera chamuscada de edificios bajos y un montón de gente que deambula por las celdas vacías.
El esqueleto de la cárcel de Al-Radawanir es un lugar lleno de fantasmas donde pululan las historias horrorosas y los gritos de los prisioneros que, según sus familiares, aún permanecen encerrados en una dependencia subterránea. En la superficie, las celdas son exiguas y sucias, sin luz. Un largo pasillo y un montón de puertas conducen a lo que alguna vez fue uno de los destinos más terribles que el régimen de Saddam Hussein reservó a sus opositores políticos. “Vivían cinco o seis presos en un espacio de tres metros cuadrados, sin baño y sin camas”, cuenta un hombre que, con una antorcha improvisada con un poco de papel, recorre las celdas como buscando signos de vida. En el suelo de las celdas del fondo, ubicadas en un extenso pabellón medio derruido, una tapa de cemento da hacia los pisos inferiores. El olor es irrespirable. No hay ni un hilo de luz.
Afuera el sol quema la piel. En medio de un terreno baldío, junto a un montón de edificios derrumbados y hierros retorcidos, un grupo de hombres y mujeres escarba la tierra con palos y con las manos. “Están aquí, hemos oído sus voces”, dice una mujer llorando. A su lado, un hombre centenario se oculta la cara llena de lágrimas. Está sentado sobre un montículo de tierra, con una barra de hierro sobre el hombro en cuya punta ató un pañuelo blanco. “Mi hermano está acá abajo”, dice al tiempo que se pone de pie y golpea con la barra de hierro. Los otros detienen su trabajo. Tienen las uñas negras y enormes callos en las manos. “Estamos buscando la puerta”, dice el más joven de ellos en un inglés aproximativo. Otro explica que en esa parte del terreno, debajo de la tierra, hay una cárcel escondida donde Saddam Hussein encerraba a los prisioneros políticos. El hombre recorre el terreno señalando la disposición de la presunta cárcel. Todos escucharon voces, gritos y golpes que venían de abajo. Todos oyeron un testimonio sobre la existencia de esa prisión subterránea cuyos accesos fueron tapados por las bombas. El grupo reunido en torno del montículo de tierra escarba con la esperanza de dar con la puerta. Muchas familias de Bagdad y de los alrededores vienen cada día a escuchar esas voces que sólo ellos oyen. Una mujer se arrodilla, pega el oído a la tierra y espera. “No hay nada. De pronto ya están todos muertos.”
“Faltan muchos prisioneros políticos que no fueron liberados. En algún lado tienen que estar. Un preso que salió con la amnistía de octubre me dijo que mi hermano estaba aquí, que lo había visto salir por una de las compuertas de la cárcel escondida”, cuenta la mujer. Luego se vuelve a arrodillar y hunde las manos en la tierra. Los demás la ayudan con los palos y terminan por sacar un montón de ladrillos. La gente que se encuentra alrededor exclama. “Están ahí.” Pero no es una puerta. Apenas cinco ladrillos debajo de los cuales hay piedras. El hallazgo renueva las energías y los hombres se ponen a golpear con desesperación. Una mujer vestida de negro cuenta que su hermano “está detenido acá desde 1988”; otro hombre joven asegura que en esa cárcel que nadie encuentra, además de iraquíes “hay kuwaitíes detenidos desde la primera Guerra del Golfo”.
Llega más gente, atraída por el mismo rumor. “Hace dos días escuchamos golpes y pedidos de auxilio que venían de debajo de la tierra”, explica un hombre a los recién llegados. Pero la puerta no aparece y nadie quierepedir ayuda a los norteamericanos. “Los van a matar”, anuncia el hombre centenario. Se vuelve a sentar en el suelo y se desgarra en un llanto incontenible.
Con el correr de los días Irak descubre el manto de terror con que el régimen envolvía a sus enemigos. En Bagdad, los locales de la cárcel de la policía secreta van a figurar en los anales de la más terrible violencia humana. Un túnel secreto conduce desde el edificio administrativo hacia una cárcel donde los cables eléctricos y las múltiples salas de torturas revelan las prácticas más espantosas. Sobre los muros de las celdas donde vivían hasta ocho prisioneros juntos hay un montón de inscripciones escritas en árabe, en chino y hasta en español. Colmo de la megalomanía, los muros de la gran mayoría de las células están cubiertos con retratos de Saddam Hussein. El túnel secreto y las salas no son más que una ínfima parte de la industria de la tortura y la represión que explotaban los servicios de seguridad de Saddam Hussein. Adba Alz, un miembro de las Fuerzas Iraquíes Libres, las FIL entrenadas en Hungría por los norteamericanos, enumera las prácticas de los policías: “Muchos prisioneros morían lentamente adentro de baños llenos de ácido, a otros se les arrancaban las uñas antes de colocarles cables eléctricos sobre la carne viva”.
Hoy, de todo eso no queda gran cosa. Los misiles norteamericanos destruyeron parte de las dependencias administrativas así como los lujosos edificios de los alrededores, donde residían los miembros de la policía secreta. Recorriendo los escombros se nota que el ataque los tomó por sorpresa. En algunos departamentos los platos de comida esperan servidos sobre la mesa. El teniente coronel Peter Owen, perteneciente al primer regimiento norteamericano de combate, explica que ese lugar “era un blanco privilegiado. Pese a todo, cuando nuestros soldados llegaron hasta aquí encontraron una resistencia inesperada”. Los combates duraron un día y medio, el tiempo suficiente para que los policías huyeran con vida destruyendo gran parte de los documentos.
Saddam Hussein trataba muy bien a esos agentes de las sombras. Los seis edificios que componen las residencias están ubicadas en un parque con el pasto bien cortado. Hay canchas de tenis, saunas, peluquerías, un hospital y un cine. El drama es que no sólo faltan los policías, sino también centenares de prisioneros. La gente cree que están bajo tierra, sea en AlRadawanir o en los túneles aún no encontrados de la policía secreta. “Es terrible –dice Adba Alz–. Las familias buscan a los suyos pero es muy posible que la verdad y su paradero nunca se conozcan.”