EL MUNDO › OPINION
Sharon, maestro de escuela
Por Claudio Uriarte
Por espacio ya de cuatro semanas, Ariel Sharon ha trocado su famosa imagen de halcón israelí y de líder de la línea dura por la de un paciente maestro de escuela, que se toma todo el tiempo del mundo para demostrar, a un alumno de entendimiento rebelde, de modo empírico, y por vía de ensayo y error, lo que está queriendo decir. Tiene un solo pupilo –el secretario de Estado norteamericano, Colin Powell– pero el destinatario último de su lección está más alto: es el presidente George W. Bush. Desde la extraordinaria cumbre de Aqaba, Jordania, el 4 de junio último –extraordinaria en el sentido de que dio inicio a un proceso que empezó a fracasar el mismo día siguiente–, en que Sharon compartió el podio a orillas del Mar Rojo con el presidente norteamericano y un primer ministro palestino cortado a la medida de la sastrería teatral del Departamento de Estado, el israelí ha estado cumpliendo a pies juntillas el plan de la Hoja de Ruta norteamericana hacia la paz en Medio Oriente, con el expreso objeto de mostrar que es el lado palestino el que lo incumple. El maestro de escuela se disfraza aquí como el mejor alumno. Blanco sobre negro: el 5 de junio, Yasser Arafat, el verdadero líder palestino, denunció el acuerdo firmado por el imperceptible Mahmud Abbas en la puesta en escena de Aqaba; tres días después lo hicieron cinco organizaciones palestinas –incluyendo las fundamentalistas de Hamas y Jihad Islámica pero también Al Fatah de Arafat– y un día después Hamas arrojaba cinco cadáveres israelíes en el umbral de la negociación de paz. Paralelamente, Sharon empezaba a desmontar los asentamientos salvajes en Cisjordania: los primeros, construcciones vacías; esta semana, una población que resistió, desatando una batalla campal. Los palestinos sostienen que fue Sharon quien incumplió la ruta al tratar de asesinar a Abdelaziz al Rantisi, líder político de Hamas, pero conviene recordar que este intento se produjo luego y no antes de que las organizaciones palestinas denunciaran la Hoja de Ruta, primero en las palabras y después en los hechos.
¿Hay algo más que gesticulación política en los gestos de Sharon? De hecho, sí, porque nada de lo suscripto ni de lo ejecutado por el primer ministro durante y después de la firma de la Hoja de Ruta es una verdadera novedad respecto de lo que él mismo venía anunciando, y de hecho a veces imponiendo, contra los partidos de la derecha religiosa, pero también sobre sus díscolas tropas del Likud, desde que asumió como primer ministro, en febrero de 2001. El Estado palestino, por ejemplo. Pese a que una torpe insurrección liderada por su rival de línea dura Benjamin Netanyahu vetó el Estado palestino en una convención del Likud en 2002, Sharon ha venido respaldando esa noción desde su misma campaña electoral. “¿Queremos gobernar indefinidamente sobre otro pueblo, hacernos cargo del orden, mantener sus servicios públicos?” Esta pregunta retórica no fue formulada en los días de la cumbre de Aqaba, ni bajo supuesta presión norteamericana, sino durante el primer año del gobierno de Sharon, y en respuesta a los reclamos irredentistas de la extrema derecha sobre “Judea y Samaria” (Cisjordania). Es que el escenario político israelí ha experimentado un doble corrimiento: si bien Sharon, tras el giro a la derecha del electorado precipitado por el fracaso de las negociaciones de Camp David y el lanzamiento de la segunda Intifada, ha pasado a representar algo así como el centro político (mientras la izquierda pacifista y laborista se empequeñecía o desaparecía en guarismos electorales insignificantes), nadie en su sano juicio en Israel (y tampoco Netanyahu, cuya jugada del año pasado fue un mero truco de oportunismo político, debidamente recompensado en su momento por Sharon con la responsabilidad de hacerle cargar la cruz política del Ministerio de Finanzas) cuestiona la necesidad de un Estado palestino como principio de la solución del conflicto. Es el principio de realidad: los palestinos son más y seguirán siéndolo en Cisjordania y Gaza; Israel no puede absorberlos. Pero eso no significa que ese Estado vaya a realizarse sin condicionamientos. Eso es lo que el maestro de escuela insiste de modo tesonero ante su voluntarista (pero involuntario) discípulo norteamericano.
Y golpea con un argumento fuerte, para un espectador especialmente sensible: el del terrorismo. En ese sentido, la política estadounidense hacia Medio Oriente tiene otro cuadrante después del 11 de septiembre. Y también en ese sentido, el triunfo de la invasión norteamericana a Irak no supone una alteración de las líneas de fuerza israelo-palestinas, que siguen idénticas: la violencia no cesará, y hasta puede aumentar en el nuevo “viejo” Medio Oriente.