EL MUNDO › MARTIN LUTHER KING, CUARENTA AÑOS MAS TARDE
El camino a la justicia
Hace exactamente cuatro décadas, el líder del movimiento de los derechos civiles negros norteamericano pronunció su célebre discurso donde anunciaba que “Yo tengo un sueño.” El escritor chileno Ariel Dorfman recuerda ese día y el del asesinato de King de 1968, y reflexiona sobre la absoluta actualidad de sus ideas, sobre las maneras de llegar a un mundo más justo, sobre la violencia y la resistencia moral pacífica, y sobre la historia de las caídas de Pinochet y otros varios dictadores.
Por Ariel Dorfman
Me encontraba lejos de Washington ese caluroso día de Agosto de 1963 en que Martin Luther King pronunció el más memorable de todos sus discursos, me encontraba muy lejos en Chile cuando Martin Luther King anunció que él tenía un sueño, I have a dream, él soñaba con un mundo de igualdad y justicia al que se podía llegar sin los arrebatos de la violencia. Tenía yo, a la sazón, apenas veintiún años de edad y, como muchos de mi generación latinoamericana, estaba tan obsesionado con la liberación de mi continente natal que no recuerdo siquiera haber registrado la existencia de esas palabras de King que iban a servirme, sin embargo, de inspiración tantas veces en el futuro. Lo que sí puedo revivir con feroz precisión es la fecha y el lugar y hasta la hora en que, años más tarde, tuve ocasión de escuchar por primera vez aquella voz de King anunciando ese sueño suyo, y es posible evocarlo con tanta certidumbre porque fue ni más ni menos que el día en que lo mataron, el 4 de abril de 1968.
Estaba sentado yo con mi mujer Angélica y nuestro hijo de un año Rodrigo en una casa muy arriba en las colinas de Berkeley, la ciudad universitaria de California adonde habíamos arribado desde Chile hacía una semana atrás. Nuestros anfitriones, una familia norteamericana que gentilmente se había ofrecido para alojarnos por unas noches mientras se preparaba nuestro departamento, encendieron esa noche el televisor para ver juntos el noticiero de las siete. Y ahí nos cayó encima el anuncio del asesinato de Martin Luther King en aquel hotel de Memphis y enseguida noticias de motines y asonadas en cada ciudad norteamericana y, por último, largos extractos de ese discurso tan célebre que yo nunca antes había podido escuchar.
Fue sólo en ese momento, oyendo la emoción con que su barítono profundo profetizaba una victoria para la humanidad, fue sólo entonces, justo cuando comenzaba él a convertirse en leyenda frente a mis ojos, que empecé a darme cuenta de lo que habíamos perdido con la partida de Martin Luther King de este mundo. En los años que sobrevendrían retornaría yo una y otra vez a ese discurso suyo, aunque siempre con la sensación de que su sueño de reconciliación se hallaba extrañamente unida a la muerte, la muerte suya y la muerte de tantos otros. Así resultó en esa primera oportunidad: el homicidio de ese hombre de paz tuvo como respuesta una serie de frenéticas insurrecciones de los negros norteamericanos, los pobres de los Estados Unidos vengando a su líder muerto, quemando los ghettos en que se sentían encarcelados, proclamando con ese fuego depurador la inutilidad de la no violencia deseada por King. Cada nuevo muerto, cada nuevo incendio, cada alzamiento en cada esquina manifestando que sólo las armas podían terminar con la desigualdad, que la única manera de hablarles a los poderosos era con el lenguaje del miedo.
Paradójicamente, por lo tanto, el asesinato de King volvía a colocar en el centro de la discusión política un dilema que rondaba a todo militante en esos tiempos: ¿cuál era el mejor método para lograr un cambio de fondo en la sociedad? ¿Podíamos todavía vislumbrar una rebelión a la usanza de Martin Luther King, sin beber de las aguas de la amargura y el odio, sin tratar a nuestros adversarios como ellos nos trataban a nosotros? ¿O el camino al “palacio de la justicia” y el “día luminoso de la hermandad” de que hablaba King requería ineludiblemente a la violencia como su compañera, la violencia como la partera inevitable de la revolución?
Eran preguntas que, ya de vuelta en Chile, tendría yo que responder, no ya en las nubes brumosas de la especulación teórica, sino que en el duro día a día de la dura historia, cuando Salvador Allende fue elegido Presidente de la República en 1970 y nos convertimos en el primer país que intentaba construir el socialismo con medios pacíficos. La visión que tenía Allende del cambio social, que fue elaborada por él y muchos compañeros suyos durante décadas de lucha y de reflexiones, era muyparecida a la de King, si bien ambos se habían nutrido en fuentes culturales y políticas muy diversas. Allende, por ejemplo, que nada tenía de religioso, no hubiera comulgado con la idea de Martin Luther King de que a la fuerza física hay que oponer la fuerza del alma; Allende hubiera invocado más bien la fuerza de la organización social. De todos modos, en una época en que muchos jóvenes de América Latina se sentían deslumbrados por la lucha armada propuesta por Fidel Castro y Che Guevara, le tocó a Allende formular otra posibilidad: las dos búsquedas fundamentales de nuestro tiempo, la búsqueda de más democracia y más derechos para la sociedad civil, y la búsqueda de justicia social y el control mayoritario de la economía, estaban inextricablemente, necesariamente, ligadas. Y ese sueño de Allende terminaría, como el de Martin Luther King, en la muerte, también Allende iba a elegir la muerte. Porque, en efecto, el once de septiembre de 1973, casi una década exacta después de que el Reverendo King pronunciara aquellas palabras suyas tan famosas en Washington, el Presidente Allende iba a despedirse con su propio discurso, prometiéndonos que “mucho más temprano que tarde se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.”
Y sólo entonces, cuando sufríamos las secuelas de esa agobiante derrota y los poderosos de Chile nos imponían un terror que nosotros no habíamos querido infligirles a ellos, solamente fue entonces, después del golpe militar de 1973, que entré en una verdadera comunión con el pensamiento de Martin Luther King. Camino a un exilio que duraría muchos años y enfrentado a un régimen que torturaba y desaparecía a sus opositores, eché mano como nunca antes a ese discurso que había pronunciado King bajo la sombra de Lincoln en Washington, su voz y su mensaje comenzaron a infiltrarse lentamente en mi vida.
¿Cómo no recurrir, en el caso de la junta en Chile, a la violencia? Pinochet y sus generales, después de todo, habían derrocado a un gobierno constitucional y perseguían y asesinaban a allendistas desarmados. ¿Qué más justificación se necesitaba? Y, sin embargo, con mucha sabiduría, y casi de una manera instintiva, la resistencia chilena se decidió por una ruta diferente: tomarse en forma gradual, resoluta y peligrosa la superficie del país; aislar a la dictadura; hacer ingobernable a Chile por medio de una masiva desobediencia civil. Una estrategia parecida a la que el movimiento por los derechos civiles había inaugurado en los Estados Unidos. Y, de hecho, nunca me sentí más cerca de Martin Luther King que durante los diecisiete años que nos tardó liberar a Chile de esa dictadura. Las palabras de King a los militantes que llenaron la gran explanada central de Washington en 1963, instándolos a que no perdieran la fe, resonaban en mí una década más tarde y me fueron ofreciendo una suerte de consuelo. Me hablaba a mí, nos hablaba a nosotros, cuando había dicho: “Entiendo que muchos de los que han arribado a esta reunión llegan desde grandes trabajos y tribulaciones y algunos, directamente desde cárceles estrechas.” Hablándonos a nosotros, el Dr. King, hablándome a mí, al pedirnos que no nos dejáramos ganar por la desesperación y la impaciencia: “Entre los que han venido hoy hasta acá algunos han sido golpeados por las tormentas de la persecución y muchos otros se han visto sacudidos por los vientos de la brutalidad policial. Eso son Ustedes: los veteranos de un sufrimiento creativo.”
El entendía que más difícil que concurrir a una primera protesta era despertarse al día siguiente, ir a una segunda y luego a otra protesta y a otra más, los pequeños y penosos actos de desafío cotidiano que pueden tener consecuencias tan inmensas y letales. Los perros y los sherrifs de Alabama y Mississippi resucitaban en las calles de Santiago y Valparaíso, pero también volvía a vivir el espíritu indomable que alentaba a hombres y mujeres y niños a que continuaran confrontando con sus cuerpos indefensos a quienes los golpeaban y mataban. Y tal como los negros de los EstadosUnidos, también en Chile cantamos en las calles de las ciudades que nos habían robado. No eran, por cierto, los “spirituals” norteamericanos, puesto que cada tierra encuentra sus propias canciones. En Chile se entonaba, una y otra vez, la Oda a la Alegría de la Sinfonía Coral de Beethoven, aquella esperanza de que un día sobrevendría cuando todos los hombres iban a ser hermanos.
¿Porqué cantábamos? Para darnos valor, claro que sí. Pero eso no basta como explicación. En Chile, nos pusimos a cantar y enfrentamos de pie los bastones y las mangueras y el gas lacrimógeno, porque sabíamos que en alguna parte alguien nos estaba mirando. En esto, también seguimos los pasos astutos y mediáticos de Martin Luther King: esa confrontación desigual entre un estado policial y el pueblo estaba siendo fotografiado y transmitido a otros ojos. En el caso del sur de los Estados Unidos, el público era la mayoría de la población norteamericana, mientras que en esa otra lucha en el sur más profundo de Chile, el espectáculo diario de hombres y mujeres pacíficos a los que reprimían agentes del terror tenía por objeto alcanzar a las fuerzas nacionales e internacionales cuyo apoyo era imprescindible para que Pinochet y su dictadura de tercera categoría pudiesen sobrevivir. La táctica iba a tener éxito porque entendíamos, como lo habían comprendido Martin Luther King y Gandhi antes que nosotros, que nuestros adversarios podían ser influenciados por la opinión pública, podían sentir un reflujo de vergüenza al ver lo que se hacía en su nombre, podían eventualmente ser compelidos a soltar el poder. Fue así cómo se derrotó a la segregación racial en los Estados Unidos, fue así cómo los habitantes de Chile vencieron a Pinochet en un plebiscito en 1988 que llevó a la democracia en 1990, y esa es también la historia de cómo cayeron las dictaduras en Irán y Polonia y las Filipinas. Aunque luchas paralelas de liberación, contra el régimen apartheid de Sudáfrica o contra la autocracia homicida de Somoza en Nicaragua o contra los genocidas del Khmer Rouge en Cambodia, probaban que las palabras premonitorias de King acerca de la primacía de la no violencia no eran mecánicamente aplicables a toda situación.
¿Y hoy? Cuando retorno a ese discurso que escuché hace treinticinco años atrás, el día en que King fue ultimado, ¿acaso hay algún mensaje nuevo para quienes seguimos luchando por la justicia, acaso hay algo que necesitamos escuchar una vez más como si atendiéramos esas palabras por primera vez?
¿Qué diría Martin Luther King si contemplara a su país hoy? ¿Si pudiera ver cómo el terror y la muerte que asolaron a Nueva York y Washington el once de Septiembre del 2001, transformaron a sus conciudadanos en un pueblo lleno de miedo, temerosos de soñar, dispuestos a limitar su propia libertad con tal de sentirse seguros? ¿Qué diría si pudiera observar cómo ese miedo ha sido manipulado para justificar la invasión de una tierra extranjera y ocuparla en contra de la voluntad y soberanía de su pueblo? ¿Y qué alternativa propondría King para deshacerse de un tirano como Saddam Hussein? ¿Y cómo reaccionaría frente a la doctrina Bush de que algunos seres humanos -.los norteamericanos, para ser preciso-. tienen más derechos que los demás habitantes de este planeta, qué diría al ver a sus compatriotas proclamando que su poderío económico y militar les permite hacer lo que les da la gana, burlarse de las leyes internacionales, retirarse de los tratados nucleares, mentirle al mundo, polucionar a su antojo? ¿Y qué les aconsejaría a quienes hoy, dentro de los Estados Unidos, se oponen a esa arrogancia? ¿No nos pediría acaso que perdiéramos el miedo, que marcháramos como él lo hizo ayer, que tuviéramos confianza en la bondad última de los hombres y mujeres de esta tierra?
Creo que Martin Luther King repetiría algunas de las palabras que lanzó al viento ese lejano día de Agosto de 1963, creo que volvería a declarar su fe en el país que le dio nacimiento y su certeza de que el sueño suyoestá muy arraigado en el sueño de los Estados Unidos mismo y que, a pesar de las contrariedades y fatigas del momento actual, el credo central de su nación sigue siendo el mismo: “Proclamamos esta verdad como indiscutible y evidente: todos los hombres fueron creados iguales.”
All men are created equal.
Esperemos que tenga razón. Esperemos que la confianza que Martin Luther King tuvo en su país no se vea defraudada y que cuarenta años más tarde sus compatriotas sean de veras capaces de escuchar de nuevo esa voz feroz y suave llamándolos más allá de la muerte y del dolor, llamándonos a todos para que hagamos plenamente nuestra su visión de un mundo sin terror.
* Ariel Dorfman es escritor chileno. Acaba de publicarse la edición de bolsillo de sus memorias, Rumbo al Sur, Deseando el Norte.