Miércoles, 10 de diciembre de 2014 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Eric Nepomuceno
Desde Río de Janeiro
El horario –nueve de la mañana de hoy, 10 de diciembre de 2014– es un tanto inhóspito, aun considerando las peculiaridades de los rituales del ceremonial palaciego. Pero será a esa hora del Día Mundial de los Derechos Humanos que la presidenta Dilma Rousseff recibirá el informe final de la Comisión Nacional de la Verdad.
Son alrededor de dos mil páginas, divididas en tres gruesos volúmenes. Resultado de dos años y siete meses de trabajo intenso, el informe contiene el resultado de lo que se logró investigar sobre las tenebrosas violaciones de derechos humanos entre 1964 y 1985, tiempo de duración de la más reciente (y ojalá última) dictadura militar que sofocó a Brasil en sangre, humillación, cobardía e ignominia.
Inicialmente, y por pura precaución, estaba prevista una ceremonia cerrada, reuniendo a los seis integrantes de la Comisión Nacional de la Verdad, a la presidenta y un escaso par de invitados, básicamente ministros. Había una razón –o, mejor dicho, varias razones– para que la entrega del informe fuese inversamente proporcional a la ceremonia de instauración de la Comisión Nacional de la Verdad, en mayo de 2012, luego de más de año y medio enfrentando la durísima resistencia de los militares, tanto los en funciones como los en situación de retiro.
En las últimas semanas, se intensificaron las muestras de profundo malestar de los sectores militares frente al cierre de los trabajos de la comisión. Pero a última hora, Dilma Rousseff, una ex integrante de la resistencia a la dictadura que padeció cárcel y tortura, decidió que no tenía sentido hacer una ceremonia casi clandestina. Optó por un punto intermedio: poco más de 50 invitados.
El informe, cuyos detalles serán conocidos a partir de ahora, rehace la contabilidad de los muertos durante la dictadura, pero no abarca a indígenas y campesinos que no pertenecían a ninguna organización de resistencia a la dictadura y fueron asesinados por las dudas. Por otro lado, avanza sobre un terreno especialmente peligroso: nombra a los responsables directos e indirectos, y esa lista supera la marca de los 400, de los cuales al menos un centenar están vivos. Generales-presidentes a los que nadie votó, o sea, dictadores, ministros, gobernadores nombrados, comandantes militares y responsables por cuarteles e instalaciones, todos son relacionados. Y también los que practicaron directamente tortura, vejaciones, asesinatos. Muchos de ellos siguen por ahí, vivos y contentos, y amenazan a quienes tratan de saber de su pasado. También se darán a conocer nombres de funcionarios civiles de las diferentes fuerzas policiales –los llamados “agentes del Estado”– y de políticos, empresarios y religiosos que, de una forma u otra, contribuyeron al horror. Ese trabajo es la continuación, pero ahora con más fuerza, espacio y detalles, de iniciativas anteriores.
Todas ellas, sin embargo, tropiezan en una barrera que nadie todavía logró superar: la autoamnistía impuesta por los militares en un simulacro de acuerdo con los parlamentarios de la época, y que cuenta, desde siempre, con el beneplácito de amplios sectores de la sociedad y la totalidad de los grandes medios de comunicación. Precisamente los sectores y los grupos hegemónicos a quienes no interesa, para nada, que se revuelva el pasado.
En el informe que se divulgará hoy, la Comisión Nacional de la Verdad recomienda que los responsables sean sometidos a la Justicia por sus crímenes. Eso más ofende que pone en riesgo a los nombrados: están todos por encima del bien y del mal, todos cuentan con el esdrújulo amparo de una Ley de Amnistía decretada en el ocaso de la dictadura militar, y reafirmada hace cuatro años por una cobarde Corte Suprema brasileña.
Así, la comisión rescata un tramo importante de la memoria, restablece parte esencial de la verdad. Pero se queda impotente a la hora de hacer justicia.
Una vez más, ganan los cobardes.
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