EL MUNDO › UN PASEO DURANTE DIEZ DIAS A TRAVES DEL TRAZADO DE LA CONTROVERTIDA PARED EN EL MEDIO ORIENTE
La angustiante vida del otro lado del muro que alza Israel
El gobierno israelí está construyendo una valla de separación con los territorios palestinos de Cisjordania para impedir el paso de comandos suicidas. Pero su efecto es ya trágico para dos millones de palestinos, según el relato de los propios damnificados.
Por Ferrán Sales*
Cada mañana, Noar se despierta angustiada al otro lado del muro. No se ha hecho aún de día, pero sabe que tiene el tiempo justo para preparar la comida, limpiar por encima la casa, tomar un café y estar en el portón del muro antes de que los soldados cierren el enrejado. Sólo así podrá llegar puntual a la escuela. Si se hubiera detenido por un instante, hubiera podido oír los suspiros entrecortados de sus seis hijos y los ronquidos de su esposo, aún en cama. Pero no puede detenerse. El muro le ha cambiado la vida justo cuando acaba de cumplir 38 años.
Noar camina de prisa, medio corriendo, por las calles desiertas de Kalkilia mientras se ajusta en la cabeza el velo blanco de su jiyab. Se mete como una exhalación en el interior de un taxi desvencijado de color amarillo en el que viajará en silencio con sus cinco compañeras, todas maestras de la escuela pública del pueblo cercano de Habla, donde, desde hace ocho años, Noar es profesora de inglés. El vehículo ha dejado las últimas casas de la ciudad y avanza ya por una pista de tierra, entre naranjales. Lentamente, el chofer ha empezado a disminuir la marcha para acabar pisando con enojo el pedal del freno y detener abruptamente el taxi en mitad del camino. No puede continuar. Una doble valla de alambre, coronada de pinchos, focos y cámaras de vigilancia, anuncia que el trayecto ha acabado. Entre las alambradas discurre limpia una carretera de asfalto por la que sólo pueden circular los blindados del ejército israelí. El camino de tierra que comunica Kalkilia con Habla continúa al otro lado de una cancela cerrada. Junto al portón hay un cartel en árabe, hebreo e inglés que prohíbe el paso. La verja está electrificada. Se ha hecho de día. Esto es el muro.
Noar y el grupo de maestras esperan pacientemente ante el portón número 30, denominado en los mapas militares como la Puerta del Sur de Kalkilia, para poder acceder luego a la puerta 38, que en jerga castrense se conoce como Puerta Norte de Habla. Oficialmente, los portones se abren tres veces al día durante un período máximo de una hora. Hoy los soldados se han vuelto a retrasar. Cuando finalmente aparecen, armados y en traje de combate, tratan de justificarse, bromeando, y aseguran que el encargado de los candados ha extraviado las llaves. La excusa no es nueva. Ayer repitieron la misma sórdida burla ante la puerta número 35, la de la aldea de Wadi Rasha (800 habitantes), mientras una veintena de escolares esperaban desde hacía tres horas la llegada de los soldados. Las rejas, en realidad, se abren y cierran de manera arbitraria, se diría que incluso caprichosa. Las normas que regulan la apertura de las mismas, dictadas por el mando militar, cambian día a día.
Forzados a emigrar
“Hoy podemos pasar. Pero llegaremos a la escuela demasiado tarde para poder cumplir los horarios. Otro día en blanco. Mañana volveremos a intentarlo”, exclama Noar mientras por fin cruza la verja y se dirige a la puerta del colegio. El recorrido de su casa al colegio, que meses atrás hacía en unos quince minutos, le supone ahora un viaje incierto de tres a cuatro horas. Paradójicamente, las reglas militares impuestas para hoy prohíben el paso por el portón a los menores de 28 años, lo que dejará a la mayoría de los alumnos, que viven en el otro lado del muro, en sus casas. Los guardianes controlan no sólo la vida escolar. Noar no piensa abandonar: cada mañana estará a la puerta de la muralla.
Kalkilia (85.000 habitantes) ha quedado atrás, encerrada en el interior de una gran bolsa de hierro y cemento a la que sólo se puede acceder por una única entrada, vigilada por los soldados. Los ingenieros han diseñado un trazado de la muralla largo y sinuoso para separar la ciudad de los asentamientos judíos cercanos. La valla rodea su casco urbano y la aparta de sus campos. Los 6300 granjeros que daban vida a la región no pueden acceder a sus tierras. Las huertas han quedado al otro lado del muro. En este punto, la construcción de la muralla ha servido de excusa a los israelíes para apropiarse de un tercio de los recursos hídricos de la ciudad y confiscar un 35 por ciento de las tierras cultivables. La situación ha empezado a provocar estragos: Kalkilia ha perdido ya más de 4000 vecinos, cerca de 600 tiendas han cerrado y el índice de paro se acerca al 70 por ciento. Si la presión continúa, Israel conseguirá hacer emigrar al resto de la población y apropiarse de las tierras.
“Quedarse en Kalkilia se ha convertido en un acto de resistencia. La actividad comercial ha quedado colapsada. La agricultura, uno de los sectores claves en nuestra economía, es ahora imposible. Una gran parte de la población vive gracias a la ayuda de las organizaciones humanitarias como la ONU o la Cruz Roja. Nuestra ciudad está muerta. Es como si nos hubieran colocado una soga al cuello y no hicieran más que apretar. Quieren que nos rindamos, que salgamos de nuestra tierra. Pero no lo conseguirán. Este es nuestro país”, asegura el alcalde, Maarouf Zahran, de 47 años, padre de cinco hijos, licenciado en Literatura por la Universidad de El Cairo y profesor de instituto. De momento, gran parte de la población ha optado también por quedarse en el pueblo.
Kalkilia no es un fenómeno aislado. El gobierno israelí ha hecho de su municipio un laboratorio donde ensaya fórmulas de clausura que después aplicará en otras localidades palestinas. Los arquitectos del Ministerio de Defensa han emprendido a marchas forzadas la construcción de un muro similar, con carácter envolvente, sobre otros importantes núcleos urbanos del norte de Cisjordania. Los 150.000 habitantes de Tulkarem, la segunda ciudad de la zona, serán los próximos en quedar encerrados. La primera parte del muro, que separa Tulkarem de Israel, ya está acabado. Ahora sólo falta la muralla por el este.
Los efectos de la clausura
Si las excavadoras continúan avanzando al ritmo actual, dentro de dos meses la ciudad quedará asfixiada en un montículo de cemento. Esta población aristocrática, donde se encuentran las plantas de producción de aceite más importantes de los territorios palestinos, ha empezado a sentir los efectos de la clausura. Para poder construir el muro, los soldados han arrancado ya de cuajo más de 50.000 olivos, la mayoría centenarios. Las industrias de la construcción y las canteras están poco a poco cerrando y despidiendo a trabajadores. El paro supera el 85 por ciento de la población.
“Sólo nos quedan dos meses de vida. Lo están destruyendo todo. Muchos pueblos de la zona, a duras penas tienen agua para beber. El expolio es permanente, imparable”, se lamenta el alcalde de Tulkarem, Mahmud Jallad, de 55 años, padre de cuatro hijos e ingeniero industrial. Desde la mesa de su despacho, junto a una gran fotografía de su amigo el presidente Yasser Arafat, esboza un panorama desolador. Opina que la construcción del muro tiene como objetivo anular, poner fin a la pujante economía de una de las ciudades más cercanas del territorio israelí, a poco menos de 17 kilómetros en línea recta con el mar. Desde lo alto de sus colinas se divisan las casas de Tel Aviv.
El muro avanza arrollador resolviendo de un tajo las ambiciones del gobierno israelí, como si tratara de hacer realidad el sueño de un Gran Israel que vaya desde el Mediterráneo hasta las orillas del río Jordán. La valla se prolonga desde el norte hacia el sur, pero se adentra también hacia el este, en territorio palestino, violando la línea verde que separa Israel de los territorios ocupados de 1967, futura frontera de los dos Estados. El trayecto del muro ha dejado a una veintena de pueblos y a sus17.000 habitantes atrapados entre la valla y la frontera. Una vez que se acabe de construir la muralla, 200.000 vecinos quedarán emparedados. Estarán recluidos en nueve enclaves, que sumarán en total unos mil kilómetros cuadrados. Sobre el mapa podría dar la sensación de que estos pueblos han quedado en tierra de nadie, pero en realidad pertenecen a Palestina.
El ejército israelí ha declarado estos enclaves “zonas cerradas” y ha empezado a arrogarse el control de la población, usurpando muchas de las funciones que desde los Acuerdos de Oslo venía desempeñando la Autoridad Nacional Palestina. Los militares han dictado en un tiempo record cuatro decretos marciales organizando la vida de los habitantes. A partir de ahora, éstos necesitarán permisos de residencia para poder continuar viviendo en sus casas. También salvoconductos del ejército para entrar y salir por determinados portones, siempre en dirección a los territorios palestinos. Hasta ahora se han diseñado 12 permisos especiales diferentes. Hay pases para médicos, maestros, estudiantes, trabajadores agrícolas; para jóvenes o jubilados, amas de casa, políticos o criminales. Pero nadie acepta la nueva situación.
Atrapados
Jubara, a unos cinco kilómetros al sur de Tulkarem, tiene 500 habitantes. Acaba de convertirse en una isla. Por un lado, el muro impide a sus habitantes llegar a Tulkarem, su mercado y zona de servicios; por el otro, los soldados les prohíben el acceso a Israel. Su supervivencia depende única y exclusivamente de la discrecionalidad de los soldados. Necesitan su permiso para ir a comprar, vender, trabajar, visitar al médico, asistir a los entierros o reunirse con amigos o familiares. La vida ha quedado reducida a unas pocas decenas de kilómetros cuadrados. El único consuelo es la mezquita; la sola diversión, la televisión. “Vivimos aislados del resto del mundo. Nos están haciendo la vida imposible para obligarnos a irnos. Pero hemos decidido quedarnos. Esta es nuestra tierra”, afirma Ahmed Massud, de 52 años, padre de siete hijos, ex maestro y ahora agricultor en paro. Sus campos han quedado, como los de todos, al otro lado del muro. La maleza ha empezado a invadir sus invernaderos. Este año nadie recogerá las aceitunas, ni tampoco las naranjas. Jubara agoniza.
Esta mañana, un grupo de niños del pueblo ha cruzado jugando las líneas militares israelíes y ha acabado atrapado por los soldados. Han metido a tres de ellos en un minúsculo cajón de cemento, al pie de la carretera, junto al puesto de control. Permanecen en cuclillas, con sus cuerpos apretados. Tienen los pantalones mojados de orines; los ojos, rojos de llorar. De vez en cuando, desde su encierro, lanzan gritos, piden volver a casa. Entonces, la bota del soldado se balancea por encima de sus cuerpos. La amenaza los hace callar. Cuando llegue la noche los dejarán en libertad. Hasta los más pequeños en Jubara están aprendiendo a vivir enclaustrados.
El muro ha destruido también Bartha, de 7500 habitantes, a mitad de camino entre Tulkarem y Jenín. La población quedó dividida con la partición de 1948, al proclamarse el Estado de Israel. Una parte de sus habitantes adquirió la nacionalidad israelí; la otra, palestina. Hoy, unos 4000 vecinos viven en el Bartha del este, donde ondea la bandera palestina; los otros 3500 lo hacen en el Bartha del oeste bajo bandera de Israel. Durante años allí nada ni nadie parecía separar las dos partes de la ciudad. Sobre el terreno no se veía frontera. Todos hablaban la misma lengua.
El muro ha hecho saltar por los aires el equilibrio de Bartha. La valla no coincide con la línea verde que pasaba por medio de la ciudad. La muralla ha sido construida a tres kilómetros del núcleo urbano y hacerrado a la comunidad palestina el camino hacia Jenín, su principal centro comercial y asistencial. Los residentes de Bartha del este se han quedado sin salidas: el muro les impide ir a Palestina y los soldados no les dejan ir a Israel. Están encerrados. En las últimas semanas, seis vecinos han sido encarcelados por intentar cruzar la calle que separa el este del oeste. “Bartha del este es hoy un gueto. Ahora vivimos en una prisión. Desde hace varias semanas, el camino hacia Jenín está cerrado. No puedo acudir a mi puesto de trabajo en la Delegación del Ministerio de Transporte de la Autoridad Nacional Palestina”, afirma Ghassan Qabha, de 39 años, ingeniero industrial, padre de cuatro hijos y alcalde de la zona este de la ciudad.
El muro ni siquiera se ha detenido en Belén, pero los tribunales lo han obligado a dar un rodeo. Suleiman Zewahra, de 48 años, padre de seis hijos, ha estado peleando durante cerca de un año ante los tribunales de Jerusalén hasta salvar su casa. Los jueces han ordenando a los militares respetar su vivienda. Sin embargo, los magistrados no han podido impedir que el muro, convertido aquí en una valla, invada su jardín y rodee la casa. La vivienda de la familia Zewahra está hoy metida en una jaula.
“Vinieron los soldados y me dijeron: es mejor que te vayas. Les contesté que ésta era mi casa. La construí hace cuatro años. Me he gastado en ella los ahorros de toda una vida. Les cerré la puerta y fui a buscar un abogado. He logrado salvarla, pero he perdido el resto; es decir, la mayor parte del jardín. Me han dejado lo imprescindible. Pero incluso me han intentado arrancar por la fuerza lo poco que me quedaba”, explica Suleiman Zewahra. Aunque dolorida, la casa de Suleiman Zewahra permanecerá para siempre, al otro lado del muro, erguida en lo alto de la colina de Al Diek, en el barrio cristiano de Beit Sahur, cerca de Belén. Desde su terraza se puede observar el recorrido de un muro que avanza demoledor, con la intención de acordonar toda la ciudad. Su trazado aún no está decidido totalmente, pero las excavadoras amenazan ya con aislar a la población (154.000 habitantes) y yugular el flujo de peregrinos y turistas. La construcción de la valla podría dinamitar de paso un grupo de siete edificios, con un total de 49 apartamentos, en el que viven 25 familias de la comunidad cristiana.
La resistencia
“Esta urbanización es un ambicioso proyecto con el que se intenta proteger a las comunidades cristianas en Tierra Santa, impidiendo su emigración. Es el más importante de Palestina. Trata de dar albergue a todos los cristianos por igual, aunque está construido en terrenos que nos ha alquilado por 99 años el Patriarcado Griego Ortodoxo. Ahora da cobijo a 25 familias. Si lo pudiéramos acabar vivirían 135 o más”, asegura su promotor, el médico microbiólogo Jader Kokaly, de 40 años. El doctor Kokaly ha empezado una batalla desigual con el ejército israelí. Su objetivo: desviar el trazado del muro y salvar el complejo de la demolición. La última propuesta del mando militar contempla dejar sus casas aisladas, entre el muro y la frontera, en esa aparente tierra de nadie, pero dotando a los vecinos de una puerta de acceso. Las llaves estarían en el bolsillo de los soldados. Los vecinos no aceptan y desconfían de que pueda alcanzarse una solución razonable. En el horizonte se dibuja de nuevo el espejismo de la emigración y el exilio. Por ahora, la consigna es clara: quedarse.
En Jerusalén este, tres comunidades religiosas cristianas –monjas combonianas, padres pasionistas e hijas de la caridad– han conseguido desde hace tres semanas detener la construcción del muro, que debe envolver los 31 barrios árabes de la Ciudad Santa para aislar a más de 200.000 ciudadanos. “Las excavadoras se han parado por ahora, pero se hanapropiado ya de una parte considerable de nuestra finca, donde se encuentra la casa madre de las hijas de la caridad y el orfanato donde viven más de cuarenta niños palestinos”, asegura la madre superiora, sor Josefina, de 80 años, oriunda de Turín (Italia), al tiempo que señala una franja limpia y desbrozada de más de cien metros de anchura que desciende de la montaña, invade su territorio y parece querer arrollar otros conventos cercanos.
“¿Sabe usted si podremos salvar nuestra casa?”, pregunta Osama Zahaikeh, de 40 años, constructor, padre de tres hijos y vecino de otro barrio árabe, el de Sawahre. Sin esperar una respuesta ha empezado a levantar una tienda de campaña en una explanada. Desde allí sigue las evoluciones de las excavadoras. Las patrullas del ejército se lo llevaron hace pocas noches, con otras 45 familias. Lo amenazaron para que abandonara su vivienda. “No conseguirán echarnos”, exclama Zahaikeh. Tras él permanece atenta una masa compacta de 30.000 vecinos. Las luces multicolores que festejan el Ramadán han empezado a encenderse en esta parte de Jerusalén, mientras el almuédano anuncia desde lo alto del alminar de la mezquita el final de un día de ayuno. Al otro lado del muro, los palestinos intentan sobrevivir.
* De El País de Madrid. Especial para Página/12.