EL MUNDO › BUSH PLANEO DESDE OCTUBRE SU VISITA SORPRESA A LAS TROPAS EN IRAK
Los secretos de la operación Pavo Caliente
La apuesta era lograr un triunfo de relaciones públicas, y el riesgo evitar que fuera una catástrofe. La diferencia la hacía la seguridad: si había cualquier ataque contra el presidente, sería un desastre. Los periodistas a bordo del avión presidencial se enteraron a dónde iban ya en el aire.
Por José Manuel Calvo *
Desde Washington
La audaz operación de treinta horas en la que el presidente de Estados Unidos George W. Bush salió secretamente de su rancho de Crawford, Texas, para ir a Bagdad a celebrar el Día de Acción de Gracias con 600 soldados y reunirse con sus generales y cuatro líderes iraquíes, empezó a prepararse a mediados de octubre, durante el viaje del presidente por Asia. Bush, que entendió desde el primer momento el potencial político y mediático del viaje, quedó obsesionado por el secreto y hasta poco antes de aterrizar en la capital iraquí exigió garantías de que no se había filtrado la misión. Ante la más mínima duda, hubiera ordenado dar media vuelta al Air Force One.
La preocupación del presidente tenía que ver, obviamente, con la seguridad. EE.UU. ha asumido ya –a golpes de soldados muertos– que la situación en Irak es peligrosa y que la posguerra no ha seguido los derroteros que soñaban las visiones más ingenuas antes del conflicto. La operación era muy arriesgada. Cualquier incidente o intento de ataque contra el avión presidencial o contra el aeropuerto de Bagdad hubiera convertido el impecable golpe mediático en una catástrofe política. “Si lo hubiéramos anunciado, yo me habría puesto en una situación de riesgo y hubiera arriesgado a otros, incluidos ustedes”, explicó Bush a los periodistas que lo acompañaron en el avión. En el secreto participó el piloto de un avión de la British Airways, que, en el curso del vuelo de diez horas entre Washington y Bagdad, se cruzó con el avión presidencial. El comandante se dirigió por radio al avión: “¿Acabo de ver el Air Force One?” El piloto del gigantesco e inconfundible 747 se limitó a responder con la identificación de un pequeño avión: “Gulfstream Five”. El británico, dándose cuenta de que la respuesta enmascaraba algo fuera de lo normal, se limitó a decir, en la mejor tradición anglosajona: “Oh”.
Cuando faltaban tres horas para aterrizar en Bagdad, el presidente de nuevo obligó al Servicio Secreto a repasar los detalles de seguridad y a garantizar que no había habido filtraciones de ningún tipo sobre el viaje. Solamente después de recibir las explicaciones se quedó tranquilo. Su director de comunicaciones, Dan Bartlett, les comunicó a los periodistas a dónde iban realmente ya en pleno vuelo. “Muy poca gente, fuera de la estructura de mando, está al tanto de la logística”, dijo Bartlett. “Si esto se sabe mientras estamos en el aire, daremos media vuelta.”
El viaje empezó a gestarse a mediados de octubre, durante la gira presidencial a Asia. Según Los Angeles Times, el presidente pidió a sus colaboradores que estudiaran la posibilidad. Según The New York Times, fue Andrew Card, jefe de gabinete de la Casa Blanca, el que le preguntó a Bush si estaría interesado en comer pavo en Bagdad. “Sí, me interesaría –contestó el presidente–, pero no a costa de que alguien corra peligro. Es esencial que yo tenga en claro todos los aspectos del viaje, empezando por si vamos a poder entrar y salir de forma segura.” En los preparativos que se pusieron en marcha tomó parte sólo un puñado de personas: el entorno más cercano al presidente –su jefe de gabinete; su consejero político, Karl Rove; Condoleezza Rice, la consejera de Seguridad, y algunos más– y los responsables civil y militar de EE.UU. en Irak.
Bush no les avisó a sus padres, que estaban invitados a cenar el jueves, contó a los periodistas. En cuanto a su mujer y a sus dos hijas, “les dije que no podría estar en la cena de Acción de Gracias. Les aseguré que no iría en caso de que las cosas no fueran como se habían planeado y les pedí que me guardaran las sobras de la cena”. Su salida del rancho de Crawford tuvo todas las características de una película de acción: el presidente se metió en una furgoneta con vidrios ahumados y una protección mínima, al revés de la habitual caravana de varios vehículos y medio centenar de personas. En el vehículo iba también Condoleezza Rice. Los dos llevaban gorras de béisbol caladas para que nadie los reconociera, incluido parte del Servicio Secreto. “Parecíamos una pareja”, dijo Bush después. Entre la normalidad de la operación estuvo la obligación de soportar los azares del tráfico en el recorrido de 45 minutos desde el rancho hasta el aeropuerto de Waco. “El presidente se encontró por primera vez en tres años con los problemas del tráfico, lo cual fue divertido para quienes lo acompañaban en el coche.”
A pesar de los antecedentes de otros viajes presidenciales mantenidos en secreto –el más parecido, el que hizo Lyndon B. Johnson en la Navidad de 1967 a Vietnam–, Bush reconoció que esperaba algunas críticas por el engaño a la mayor parte de la prensa, pero que confiaba en la comprensión de los estadounidenses ante los riesgos. “Creo que todo el mundo lo entenderá”, dijo Bush, consciente de que cualquier objeción palidece ante los enormes beneficios de la operación: “Al ver la reacción de los soldados se da uno cuenta de que era lo que había que hacer. Unos se lo contarán a otros y sus padres lo apreciarán y la gente que los quiere también; todos apreciarán el hecho de que el presidente fuera hasta allí para darles las gracias, y no sólo eso, sino para recordarles que su país está con ellos”.
* De El País de Madrid. Especial para Página/12.