EL MUNDO
Un viaje al horror en medio de la guerra que no se ve en Cisjordania
Un enviado de Página/12 recorrió con militares israelíes las rutas hoy desiertas de Cisjordania en medio del estruendo de tanques y ametralladoras. Esto es lo que vio.
Por Eduardo Febbro
El viaje comienza en el monte. El viento es suave y nadie adivinaría que en este paisaje de colinas suaves la muerte acecha en cada esquina. Desde la tumba del profeta Salomón pueden distinguirse a simple vista las hileras de humo y el movimiento de los tanques que recorren una de las entradas de la ciudad. El cañoneo retumba con un repiqueteo puntual seguido por disparos de ametralladoras. “El cuartel general de Arafat, la Mukata, está a la izquierda, detrás de aquella antena roja.” El soldado alcanza un potente largavistas en cuyo centro aparecen los tanques. A la izquierda, un edificio de ventanas rotas y paredes ennegrecidas por los cañonazos parece el triste sobreviviente de una hecatombe calculada. “Ahí adentro está el criminal”, asegura el soldado. Después deja la ametralladora en el piso y cambia la dirección.”Esa ruta que usted ve ahí conduce a Tel Aviv, la otra que nace en el cruce va hacia Ramalá. Durante años, en ese camino, decenas de civiles murieron bajo los disparos palestinos que venían de Ramalá y sus inmediaciones. Ahora todo está limpio.”
Nadie imaginaría nunca que entre esas casas blancas prendidas de las colinas que entre la vegetación generosa de las montañas, que en el fondo de un paisaje bucólico y pacífico, la guerra palpita a cada hora. Esos pueblitos de tarjeta postal son bombas de tiempo. El soldado da las gracias y el teniente anuncia “vamos, antes de que se haga demasiado tarde”. Sube al auto, baja, abre el baúl y regresa con una computadora portátil. La enciende y carga el diagrama de una asociación de defensa de la infancia palestina. Las imágenes que se suceden son terribles: niños con barras de dinamita pegadas al cuerpo, niños de 10 años sosteniendo ametralladoras en la mano, niños con pañuelos envolviéndoles la cara y un gran cartel que dice:”Muerte a los judíos”, niños entrenándose para manejar armas o tirar granadas. Las imágenes siguen, muestran escenas de horror, una multitud con pedazos de carne humana en la mano. El teniente da vuelta la cara y, mirando hacia afuera, dice:”Eso fue cuando lincharon a los dos reservistas israelíes (el año pasado). ¿A usted le parece que esto es una guerra? ¿Sabe...? Yo respeto más a un combatiente del Hezbolá que a uno de estos del Hamas palestino. Los combatientes de Hezbolá tiran morteros contra posiciones militares, se enfrentan a militares como ellos, no ponen bombas en los cafés, en los restaurantes, no matan a la población civil”.
Es imposible exigir justicia ante los ojos del dolor, pedir una contabilidad macabra de todos los muertos, de los niños que cayeron con piedras en las manos. Y acá, el dolor está en la mirada de todos. Israelíes, palestinos. Dolor. Odio. Resignación. El peso del martirio. El teniente arranca y al llegar a Jerusalén otro soldado dice, seguro: “Yo sé que nadie quiere ver a un niño morir bajo las balas. El problema es que detrás de cada niño hay un adulto que espera con un arma”.
El viaje sigue, ahora a través de Cisjordania. Entre Jerusalén y Nablus la ruta es un desierto. Son sesenta kilómetros que alguna vez estuvieron frecuentados, y mucho. Los únicos vehículos que se ven son los de los israelíes que van y vienen de Jerusalén hacia las colonias judías que están en el camino. Los puestos de control del ejército israelí no tardan en aparecer. Modales seguros, órdenes claras. “Hay un límite extremo que no se puede pasar.” El auto sigue. Quince minutos después, los helicópteros israelíes están surcando el cielo. La línea verde que separa Israel propiamente dicha de los territorios capturados en 1967, y que hasta este momento de nuestro viaje ha resultado mayormente impalpable y huidiza, se hace presente.
“Es absurdo, una película mal pensada, pero es real”, anuncia el conductor del auto antes de explicar: “Si yo le digo que hace un tiempolos autos palestinos y judíos se cruzaban sin problemas en esta ruta, usted no me va a creer, pero es así”. El hombre tiene razón. Ni un geógrafo podría decir con certeza dónde comienzan y acaban los dos territorios. Las colonias judías y los poblados palestinos se siguen, se imbrican entre sí sin que ninguna frontera marque los límites. “Antes era así –repite el chofer–: la llamada ruta de los colonos era la ruta de todos.”
No hace falta que diga que ya no es así. Llegando a Nablus, el paisaje muestra la herida de un éxodo repentino: las localidades palestinas están prácticamente vacías, los comercios tienen las cortinas cerradas, las calles están vacías y todo parece una población fantasma. No hay nadie. Un inmenso vacío. Un vacío sin violencia, como si aquí, a las puertas de Nablus, antes del ronroneo de los tanques y las barreras infranqueables, la tierra se hubiera tragado a los hombres.
Desde el monte del profeta Salomón se veían la vida y los retazos de la muerte. Acá se respira lo que fue. Ya no hay nadie para decir hacia dónde seguir en esta ruta. Un soldado lo hace, más tarde. “Ha llegado usted al punto de retorno”, dice.