EL MUNDO › UN TESTIMONIO DESDE LA CEREMONIA OFICIAL DE ESTADO EN EL CAIRO
“¡Es un funeral a la carta! ¡Aún le temen!”
Por Robert Fisk *
Desde El Cairo
En Heliópolis, la autopista al aeropuerto de El Cairo está cercada de árboles, casas de lujo y canteros rebosantes de flores. Ayer, estaba cercada por la casi totalidad de la fuerza policial egipcia, miles y miles de agentes en uniformes negros, de pie en un silencio total y absoluto.
Y fue en este escenario que llegó el sonido de las herraduras de los caballos. La mayoría de los periodistas estaba al final del camino, de frente a la Mezquita, pero una gran puerta de hierro se abrió súbitamente delante de mí y seis negros caballos árabes galoparon suavemente en la autopista. Todavía reinaba el silencio, salvo por ese “clip-clop” de la carroza y, cuando di vuelta la cabeza, vi detrás de los caballos un remolque con un ornamentado cañón de bronce en su parte trasera y, encima, una pequeña caja rectangular. Vi la bandera que llevaba la enseña verde, roja, blanca y negra de “Palestina”. Solamente entonces los pocos que estábamos en esa parte de la calle nos dimos cuenta de la realidad. El estaba adentro. Yasser Arafat –el “Sr. Palestina”– estaba dentro de esa caja diminuta.
El cortejo se detuvo en la calle y el silencio era completo otra vez, como un tren que hubiera arribado a una pequeña estación en el medio del campo sin que nadie se diera cuenta. Los caballos inmóviles miraban los árboles; los jinetes acariciaban sus crines y el diminuto ataúd se movía suavemente mientras los animales se mecían. En los cuatro ángulos del remolque, había obeliscos dorados inscriptos con jeroglíficos y, tres metros más atrás, dos soldados egipcios, cada uno sosteniendo una pesada bandeja de medallas. Nadie se atrevía a preguntar qué estado de Europa del Este extinguido hace tiempo había otorgado estas condecoraciones al hombre de la caja, pero su Premio Nobel a la paz fue recordado y la escena tenía dignidad. Se trataba, después de todo, del funeral que Yasser Arafat hubiera querido en Jerusalén, y que Ariel Sharon no le permitió.
Después de algunos minutos, sin embargo, los caballos comenzaron a patear el asfalto, impacientes, enojados. La burocracia egipcia es algo doloroso para experimentar, incluso para los animales. Pero los grandes y los buenos no habían terminado de rezar.
Las citas del Corán del jeque Tantawi envolvían los árboles –podíamos ver la carpa funeraria detrás del paredón del Club Gala– mientras francotiradores egipcios patrullaban desde los tejados. Yasser Arafat se enorgullecía de ser un hombre del pueblo, pero no había “pueblo” aquí, no había masas llorando, no había ni un solo civil de la nación que había sacrificado más vidas para “Palestina” que ningún otro estado árabe. El funeral del pueblo vendría después, en Ramalá, pero en El Cairo era como si Arafat fuera tan peligroso muerto como lo fue en vida, una carga, un germen que tuviera que ser sellado en esa pequeña caja y enviado en un avión lo más rápido posible al caos de Ramalá para evitar que contaminara el cuerpo político del mundo árabe.
Así, en este silencio de sepultura, la naturaleza siguió su curso. Dentro de la caja, indudablemente, con sus rasgos congelados y su barba desgreñada, Yasser Arafat tenía la vista fija en la tapa oscurecida del ataúd.
Afuera, cinco metros más adelante, el segundo caballo en la delantera derecha del cortejo tropezó y cayó pesadamente a la calle, gimiendo y rugiendo, y su jinete militar egipcio se extrajo bruscamente de la silla de montar. El animal intentó pararse de nuevo, pero sus herraduras resbalaban sobre el asfalto caliente mientras echaba baba sobre sus riendas. Otro caballo vomitó y dos más orinaron sobre el asfalto justo cuando se aproximaban los príncipes y presidentes del mundo árabe. El soldado se arrodilló sobre la autopista con un cepillo, barriendo desesperadamente los chorros de orina, no fuera cosa que mancharan las botas presidenciales.Un ejército de 200 hombres del servicio secreto egipcio en trajes grises, corbatas grises y zapatos grises marcharon por la autopista, pasaron por al lado de los oficiales navales, aéreos y paracaidistas y tomaron posición en otro portón cuando llegaron los dictadores árabes.
No digamos que tenían sangre en sus manos, no hablemos de los agentes secretos ni de las cámaras de tortura –entre otras cosas, porque Arafat mismo mantenía 11 equipos de seguridad–, ya que supuestamente son hombres honorables, entristecidos ante la muerte de un querido camarada revolucionario. No sorprende que haya habido 100 metros entre el cortejo y los deudos.
Estaba el presidente Hosni Mubarak de Egipto en primera fila, un poco inestable, escondido tras lentes oscuros. A su izquierda, el presidente Ben Ali de Túnez, ese modelo de democracia y valiente defensor de los derechos humanos, y Buteflika de Argelia, cuyo ejército todavía está protegido de las atrocidades en las cuales estuvo implicado contra los islamistas después de 1992.
El rey Abdulá de Jordania, el ejército de cuyo padre masacró tantos guerrilleros de Arafat en el Septiembre Negro, marchaba con su kefiya a cuadros rojos y blancos, a la derecha del príncipe regente Abdulá de Arabia Saudita, cuyo reino corta más cabezas por año que los secuestradores de Bagdad. Oh, cómo honraron a Yasser Arafat. Cómo deben haberlo admirado.
Un auto llegó entre la policía secreta, una Suha Arafat de velo negro y su pequeña hija de 10 años, Zahwa, quien lloró incontrolablemente durante todo el tórrido funeral. Estaban todos los sospechosos de siempre: ex primeros ministros del Líbano y el líder descolorido de Yemen y el ministro de Relaciones Exteriores de Francia y Jack Straw de Gran Bretaña. También estaba Walid Jumblatt, el cacique druso libanés y el nihilista más prominente de Medio Oriente que estuvo junto a Arafat en Beirut durante el sitio de 1982 por parte de Israel y que fue uno de los pocos que se negó a usar corbata negra. “¡Este es un funeral a la carta!” gritó. “¡Le tienen miedo a Arafat aun muerto! ¡Aun en El Cairo!”. Y, por supuesto, tenía razón.
Kamal Kharrazi, el ministro iraní de Relaciones Exteriores –sin corbata, obviamente– susurró: “Si hubiera habido un funeral ‘popular’ para Arafat, hubiera movilizado a los palestinos en pos de su causa”. Esto vendría después, en Ramalá.
Pero en Egipto ayer, la gente, esas inmortales masas árabes que votan a Mubarak y a Ben Ali con un entusiasmo del 97 por ciento, no tenían lugar aquí. Era una puesta en escena que hasta George Bush Jr. entendería. Cuando fue a Londres, Bush no vio manifestantes. Cuando lo trajeron muerto a Egipto, el cadáver de Arafat simplemente fue resguardado de la gente.
Hice dedo al aeropuerto con un chofer egipcio de funeraria –“Feluce, Feluce (dinero, dinero)”, pidió mientras me trepaba a bordo– y un viejo helicóptero de bandera egipcia y fuselaje sucio alborotaba arriba nuestro en el frío aire de noviembre.
El ataúd de Arafat estaba adentro. Al fin, los líderes árabes se habían librado de él. El Viejo estaba volviendo a casa, a “Palestina”. Y, dado su legado, mejor mantengamos las comillas en “Palestina”.
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
Traducción: Ximena Federman.