EL MUNDO
Khao Lak, la playa donde se acumulan mil cuerpos
Queda en Tailandia. Estaba llena de hoteles carísimos y resorts exclusivos. Ahora todo quedó arrasado. El mar devolvió mil cuerpos y se aguarda que arroje otros tantos. La historia de un hombre que volvió al lugar y no encontró nada: ni su casa, ni a su mujer, ni a sus dos hijos.
Por Kathy Marks *
Desde Khao Lak, Tailandia
Kham Promnich ha estado sonámbulo durante los últimos cuatro días. Ayer, en estado de trance, caminó una y otra vez por la superficie de tierra donde una vez estuvo su hogar, como si estuviera rastreando los perímetros de su destrozada vida. Promnich estaba visitando amigos cuando la ola de 10 metros golpeó la playa de Khao Lak en el sur de Tailandia y entró a la isla unos mil metros, dejando una estela de destrucción a su paso. Cuando regresó a su hogar, su casa había desaparecido, junto con su mujer, Janjira, y sus dos hijos pequeños. Hombre bajo, prolijo, de unos 30 años, Promnich luchaba para encontrar las palabras para describir la pesadilla dentro de su cabeza. “Todo ha desaparecido”, dijo, agachándose para levantar un fragmento de un juguete de niño, examinándolo cuidadosamente.
Khao Lak, situada en la zona continental de Tailandia, al norte de la isla veraniega de Phuket, es el punto más negro de un país de luto. Separado de los grupos de rescate durante dos días por las inundaciones y los caminos bloqueados, el daño total provocado por el asesino tsunami recién está saliendo a la luz. La playa de nueve kilómetros de largo, llena de hoteles de lujo, ayer ya se había llenado con más de 1000 cadáveres. Las autoridades locales esperan recuperar por lo menos otros 1000 de los escombros de los edificios. Muchos visitantes extranjeros murieron en Khao Lak, pero también lo hicieron innumerables tailandeses, atraídos al área por la nueva explosiva industria del turismo que ofrecía una alternativa más tranquila que la del frenético vecino Phuket.
Promnich se mudó ahí hace tres años desde una provincia cercana, para trabajar como camarero en un hotel. Su mujer era mucama. Se construyeron una casa a la sombra de una casuarina, en una pequeña comunidad, tierra adentro de la playa. Ese pueblo ahora es un basural, borrado por la ola. Un kilómetro y medio al norte, una escena aún más dantesca aparece a medida que uno desciende al centro de Khao Lak, donde el complejo de hoteles y los bungalows estaban todos juntos mirando el mar Andaman. La playa es un paisaje arrasado, silencioso, salvo por el sonido de las cavadoras mecánicas que buscan más cadáveres. Pilas de material de construcción ensucian la arena, tiradas aquí y allá. Entre ellas hay reliquias de vidas truncas: colchones, televisores, un jarro de café, un collar. Una escalera de concreto está parada aislada, subiendo hacia ninguna parte.
Hay cuerpos por todos lados, asomando de las grietas, en las paredes de los destruidos edificios, flotando, ennegrecidos e hinchados tras las aguas que se retiran. Aquellos ya rescatados yacen en pilas desprolijas en la arena. Otros, envueltos en sábanas manchadas, están alineados a lo largo del camino, esperando ser transportados. Los exhaustos trabajadores de rescate se sientan entre ellos, comiendo su almuerzo. El olor a muerte es sobrecogedor. Es difícil soportar este espectáculo.
Cuando una bomba explota, podemos volcar nuestra ira contra la gente que la puso, acusándola de cruel o loca. Pero fue la naturaleza la que destruyó al azar este lugar de Tailandia, junto con otros lugares en Asia. ¿Qué se puede decir o sentir frente a una tragedia humana a esta escala que no es culpa de nadie?
En Khao Lak, las dimensiones de la tragedia están claramente delineadas. La ola llegó hasta la principal ruta norte-sur, y más allá los edificios y la vegetación tropical están intactos. Frente a ellos aparece la devastación, pero solamente hasta la altura de dos pisos. Los terceros pisos de los hoteles están extrañamente intactos, con las cortinas prolijamente anudadas en las ventanas. Miles de tailandeses se encuentran sin hogar en Khao Lak, donde se han establecido varios centros de emergencia. Entregar agua pura es una prioridad para los funcionarios de sanidad, que temen un estallido de cólera. En el templo budista de Lumkaen, Nudang Srimatong, de 32 años, hace cola para obtener una botellade agua y un paquete de arroz. Su familia sobrevivió, pero están todos sin hogar. Por ahora duermen en el templo. “En el futuro, no sé”, dijo.
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
Traducción: Celita Doyhambéhère.