EL MUNDO
Cuando la homilía del ultraortodoxo Ratzinger es la guía del candidato
El cardenal alemán Joseph Ratzinger defendió la ortodoxia doctrinal antes del cónclave. El “papable” que fuera el hombre de confianza de Juan Pablo II pareció ofrecer el programa de su candidatura o una advertencia del “deber ser” de la institución más antigua de la historia.
Por Enric González *
Desde Roma
El cardenal Joseph Ratzinger presidió la misa “Pro eligendo Romano Pontifice”, previa al encierro en cónclave de los purpurados, y adoptó en la homilía el tono severo de sus días como Gran Inquisidor de Juan Pablo II para condenar “la dictadura del relativismo” y defender la ortodoxia doctrinal. Fue un sermón duro, interpretable como el programa de su propia candidatura a la cátedra de San Pedro o como una advertencia al resto de los cardenales en una “hora de gran responsabilidad para la Iglesia Católica”.
Ratzinger, cuyo anclaje teológico se remonta a Santo Tomás de Aquino y al Medioevo, hizo un homenaje al inmovilismo que Karol Wojtyla habría sin duda suscrito. Pero Wojtyla combinaba sus condenas a la modernidad con un calor humano que Ratzinger no es capaz de emitir, al menos en público. Quizás el cardenal alemán quemó sus naves y expresó con claridad ante sus colegas qué tipo de Papa tendrían si lo eligieran a él.
La homilía empezó con una referencia apenas velada a sus esfuerzos para mantener la ortodoxia durante sus 25 años como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, antigua Inquisición: “Cuántos vientos de doctrina hemos conocido en estas últimas décadas, cuántas corrientes ideológicas, cuántas modas de pensamiento”, dijo. “La pequeña barca del pensamiento de muchos cristianos ha sido agitada con frecuencia por esas ondas, llevada de un extremo a otro, del marxismo al liberalismo, hasta el libertinaje; del colectivismo al individualismo radical; del ateísmo a un vago misticismo religioso; del agnosticismo al sincretismo, etcétera. Cada día –siguió– nacen nuevas sectas y se cumple lo que dice San Pablo sobre el engaño de los seres humanos, sobre la astucia que tiende a llevar al error.”
Luego defendió sus propias posiciones: “Tener una fe clara, según el credo de la Iglesia, se etiqueta a menudo como fundamentalismo”. Y atacó de forma indirecta las posiciones de quienes propugnaban una adecuación doctrinal a la realidad social contemporánea: “Mientras el relativismo, es decir, el dejarse llevar aquí y allá por cualquier viento de doctrina, parece la única actitud en los tiempos que corren. Toma forma una dictadura del relativismo que no reconoce nada que sea definitivo y que deja como última medida sólo al propio yo y a sus deseos”.
La homilía de Ratzinger definió a la perfección las posiciones del grupo de los cardenales “dogmáticos” y debió decepcionar, por omisión, a los que desearían un mayor interés de la Iglesia hacia los problemas sociales o una reforma de las estructuras eclesiales. Juan Pablo II combinaba el dogma con lo social. Ratzinger, en cambio, no habló de la justicia, un tema del máximo interés para el Papa difunto.
La misa “Pro eligendo Romano Pontifice” fue abierta al público y la basílica de San Pedro se llenó hasta los topes. Junto a Ratzinger, que presidió la ceremonia (según el rito antiguo y en latín, como muchos “dogmáticos” desearían que fueran todas las misas), cooficiaron los otros 114 cardenales presentes con derecho a voto por tener menos de 80 años. Los demás cardenales se sentaron en primera fila, con arzobispos y otras autoridades eclesiales. Detrás, el cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede. Y el público, que aplaudió tras la homilía.
El ambiente entre los purpurados era tenso. No se vieron sonrisas ni gestos de complicidad, salvo alguna media sonrisa en el momento de darse la paz. El propio Joseph Ratzinger parecía cansado, con voz débil y anteojos calados, muy distinto al Ratzinger que pronunció la homilía en el funeral de Juan Pablo II. La ceremonia revistió la solemnidad y el colorido de las grandes ocasiones: en la inmensa basílica resplandecían el rojo cardenalicio, el morado de los obispos, el blanco y el negro de los clérigos y el azul de las monjas. Cuando los cardenales se levantaron y abandonaron el templo hacia el interior del Vaticano, el público los despidió con un fuerte aplauso.
* De El País de Madrid. Especial para Página/12.