EL MUNDO › OPINION

El estado de emergencia

Por Claudio Uriarte

Dentro de la lógica de la guerra, la paradoja reina suprema. Por ejemplo, es posible constatar que, mientras los atentados de Al Qaida han declinado en calidad de impacto desde su pico del 11 de septiembre, por otro lado parecen multiplicarse como hongos en todas partes (Londres I, Londres II y ahora Sharm el Sheij, lo que parece bastante peligrosamente cercano a convertirse en un Israel I). Y, mientras puede constatarse el éxito antiterrorista (también paradójico) de que su enemigo haya bajado de golpear grandes centros financieros, diplomáticos y militares para reducirse a causar el terror entre poblaciones civiles desarmadas y no demasiado protegidas, también, por la naturaleza ideológicamente irreductible del fundamentalismo islámico, se puede sospechar que la profecía atribuida en estos días al padre de Mohammad Atta, el jefe del comando que atacó la Torre Norte, en el sentido de que a Occidente le esperan “50 años de terrorismo”, no anda lejos de la verdad (aunque el número de años vaticinados sea una pura arbitrariedad hiperbólica).
En otras palabras, el terrorismo islámico está con nosotros para quedarse, y no será disuadido por la solución al problema israelo-palestino (al que quiere agravar, no ver pacificado) ni por la retirada angloamericana de Irak (que lo proyectaría como victorioso), ni por la solución del hambre en el mundo, ni por la realización del paraíso en la Tierra (a no ser que fuera su propio, dudoso paraíso). De esta decepcionante evidencia surge un primer corolario, también decepcionante, y es que el respeto a las libertades individuales y a los derechos civiles tenderá a disminuir, y no aumentar, por lo menos en el mundo desarrollado y todos los países que sean blanco de los atentados, en los años venideros. Eso no se va a arreglar con protestas o con recursos legales –por legítimos y necesarios que éstos sean– en la medida en que sociedades bajo ataque tienden a cerrarse sobre sí mismas en una actitud de tipo fortaleza, postergando la libertad en pos de la seguridad. Esta semana, Tony Blair presentó un nuevo paquete de medidas antiterroristas especiales que suponen una nueva vuelta de tuerca sobre las ya existentes, aprobadas tras el 11-S; la Cámara de Representantes de Estados Unidos puso cerca de la posición de convertirse en permanentes a 14 de los 16 apartados de la Ley Patriótica (Patriot Act), y el Consejo de Gobierno presidido por Silvio Berlusconi en Italia aprobó su propio, nuevo paquete antiterrorista de facto, por decreto y sin pasar por el Parlamento. Cada una de estas nuevas disposiciones aumenta el poder de los respectivos gobiernos para espiar sobre sus ciudadanos. De modo que un combate lanzado en pos de la libertad y de la democracia se interna en su cuarto año debilitando la vigencia de ambas.
El hecho no es nuevo ni inédito en la historia. Durante la Segunda Guerra Mundial, los aliados, y especialmente el británico Winston Churchill, no vieron nada reprochable en bombardear hasta los escombros a la ciudad de Dresden, en la fútil esperanza de que el sufrimiento de la población civil llevara al régimen nazi a negociar, o a las masas a rebelarse, o a los militares a dar un golpe de Estado. Esta es otra de las paradojas de la guerra: que el enemigo, y particularmente los métodos usados por el enemigo, envilecen; el defensor termina contagiándose de la desaprensión del atacante, o cediendo meramente al pánico y la histeria. Eso es lo que aparentemente ocurrió el viernes en Londres, cuando un joven brasileño inofensivo, residente legal de Gran Bretaña por varios años, con empleo legal y sin antecedentes penales ni actividades delincuenciales conocidas, fue perseguido, reducido y finalmente fusilado a sangre fría de cinco tiros a la cabeza por agentes de Scotland Yard, a los que nadie hubiera calificado antes como policías de gatillo fácil: no sólo los métodos del enemigo envilecen, sino también el pánico que crean. Este es un triunfo neto del terrorismo, cuya razón de ser en el mundo es, como su nombre lo indica, causar terror.
¿De modo que el mundo involuciona necesariamente hacia sociedades cerradas, presididas por el ojo omnipresente del Gran Hermano, con todos espiando sobre todos, Estados cada vez más policiales, fundamentalistas cristianos contra fundamentalistas islámicos? Esta es una exageración, porque la experiencia de la libertad y la democracia ya está implantada en el ADN de las sociedades en cuestión, y lo bueno que se ha ganado es difícil de ceder. Pero es indudable que el terrorismo ha puesto un signo de pregunta en estas cosas, y el mundo de sus blancos parece predeterminado a tener que acostumbrarse a una suerte de indefinido estado de emergencia.

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