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La guerra afgana terminó, las tensiones étnicas no

Mazar-i-Sharif fue la primera ciudad afgana importante en caer en manos de la Alianza del Norte respaldada desde el aire por Estados Unidos. En esta nota, testimonios de una tensión étnica que no baja.

Por Angeles Espinosa
Desde Mazar-i-Sharif

A las afueras de Mazar-i-Sharif, los restos humanos que testimonian los excesos de la última batalla se superponen a una fosa común anterior. Los más recientes pertenecen a talibanes víctimas de la Alianza del Norte; los anteriores, a hazaras víctimas de los talibanes. Su descubrimiento revela una de las heridas más profundas que han dejado dos décadas de guerra en Afganistán: la desconfianza entre los distintos grupos étnicos que conforman el país. Los señores de la guerra usaron esa carta para reclutar sus ejércitos particulares. El régimen talibán exacerbó las diferencias. Ahora, el nuevo gobierno de Kabul afronta al reto de la reconciliación nacional, pero su poder es tan frágil que el presidente Hamid Karzai ha anunciado que primero será la paz, y luego la justicia. “No estamos aquí por culpa de la sequía –aclara enseguida Mohamed Nur–, vinimos porque cuando se fueron los talibanes, los soldados de la Alianza del Norte robaron nuestras casas y violaron a nuestras mujeres.”
Nur es pastún. Regentaba un almacén en Genghori, cerca de Mazar-i-Sharif, al norte de Afganistán, en una región de mayoría uzbeca. “No tenía problemas económicos”, asegura. Tras caminar durante un mes cruzando todo el país, llegó al campo de refugiados de Al Akhtar, en Spin Boldak, al sureste, la zona pastún por excelencia. No le queda nada. A su lado, su segunda mujer. La primera, una tayika, fue secuestrada. Su hermano resultó muerto. No es un caso aislado. Los relatos de violencia contra pastunes en el norte de Afganistán son consistentes. Por eso, en un momento en que refugiados y desplazados internos vuelven a sus casas, muchos miembros de esa etnia hacen el camino inverso, como Nur, o simplemente esperan. A pesar de constituir el grupo mayoritario (entre el 38 y el 45 por ciento de la población afgana), suponen menos de un tercio de los 1,3 millones de refugiados que han regresado al país tras la salida de los talibanes. “Y sólo se están reasentando en las provincias de mayoría pastún”, apuntan fuentes humanitarias. “Los pastunes no tienen nada que temer porque son parte de Afganistán, son afganos –afirma con convicción Ahmad Suleiman, vicedirector de policía en Kabul–. Fueron los talibanes los que dividieron el país según las nacionalidades’, defiende este tayico que ha alcanzado su puesto por su pertenencia a la Alianza del Norte, la agrupación de milicias liderada por los tayicos de Jamiat Islami, que combatió a los talibanes hasta el final. Pero los hechos desmienten sus palabras.
Los pastunes alumbraron a los talibanes y el resto de los grupos étnicos y tribales los asocian ahora con ese régimen represivo. Sin embargo, debajo de ese pretexto inmediato subyacen también recelos históricos. Desde que en 1747 Ahmed Shah Durrani lograra gobernar gran parte de lo que hoy es Afganistán, pastunes de una u otra tribu han llevado las riendas políticas del país. Hasta la invasión soviética y el caos de la guerra civil. En el Norte se añaden, además, agravios económicos. A finales del siglo XIX, el emir Abdul Rahman trasladó allí algunas familias pastunes para evitar que contestaran su reinado, pero se aseguró de que quedaran bien instaladas. Todavía hoy tienen las mejores tierras de regadío de la zona. Los talibanes siguieron su ejemplo cuando lograron el poder.
A las afueras de Balkh, la ciudad donde nació Zoroastro, el río Mustak enlaza un rosario de aldeas uzbecas, tayikas, pastunes y árabes. El cauce es una muestra de la diversidad étnica que configura Afganistán y de la escasa interacción entre los diferentes grupos. Sólo se mezclan de verdad en las ciudades. “Vea cómo corre el agua; este año no nos ha faltado, antes los talibanes la desviaban para su gente”, asegura un campesino tayico en Isarak mientras señala una aldea pastún próxima. En la comarca de Balkh, una isla de mayoría pastún en un mar de uzbecos y tayicos, los casos de discriminación se mezclan con historias de horror sobre delaciones, rencillas vecinales y cuentas pendientes a lo largo de varias generaciones. Los pastunes, que prosperaron bajo los talibanes, se han convertido ahora en el objetivo. “No soy un simpatizante de los talibanes –se defiende Nur–, he tenido que abandonar mi casa dos veces, primero cuando llegaron los talibanes y ahora con los tayicos.” Nur no está satisfecho con el resultado de la Loya Jirga (Gran Asamblea) celebrada el pasado junio. “No es suficiente con tener a un pastún en un puesto simbólico como Karzai; mientras siga rodeado de gente de la Alianza del Norte continuarán los abusos contra nuestra gente”, manifiesta preocupado.
El de los talibanes era un régimen de extremistas condenado por su brutalidad. Ahora, las nuevas autoridades tienen el respaldo internacional y los excesos que se puedan cometer bajo su mandato salpican a sus mentores. “Ya no queda un solo pastún en el Norte. Todos han sido asesinados o han huido como nosotros”, denuncia un vecino de Nur que ha llegado al campamento hace seis días. El miedo lo hace exagerar.

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Un afgano sale de una caverna en Bamiyan.
Es en el complejo de los Budas destruidos por los talibanes.
 
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