Jueves, 4 de junio de 2009 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Mario Wainfeld
Veinte años no serán nada, cuarenta y siete son demasiados. La exclusión de Cuba como miembro de la Organización de Estados Americanos (OEA) pervivió más allá del contexto que originó una decisión injusta desde el vamos: la bipolaridad, la Guerra Fría, sólo para empezar.
En lo formal, Cuba no fue expulsada, sino suspendida, aunque por un plazo que rompió cualquier record del Guinness. La bandera cubana siempre flameó en la sede de Washington, agravando (si eso fuera posible) la sinrazón de la medida. Reverla por consenso unánime era un desafío de final incierto. Dos posturas extremas competían y dificultaban ese cometido. La primera, la de Estados Unidos y varios de sus satélites latinoamericanos, era levantar la barrera a condición de que Cuba cantara la palinodia, una suerte de aceptación retrospectiva del castigo que se le infligió. La segunda, la de algunos gobiernos centro y sudamericanos que exigían una retractación explícita de la OEA. La presencia de los presidentes Daniel Ortega y Fernando Lugo procuraba fortalecer y radicalizar esa postura. Rafael Correa, Hugo Chávez y Evo Morales, que piensan parecido, no comparecieron favoreciendo tácitamente la salida lograda en San Pedro Sula. Ninguna de esas dos vías podía lograr unanimidad, un objetivo deseable para Brasil y Argentina.
Tras una maratón de reuniones y borradores se llegó a un documento firmado por todos los países asistentes, que marca un hito histórico. Se removió una rémora, se abrió una puerta. La conducta futura de los países miembros, de Cuba y Estados Unidos en especial, dará la cabal dimensión del suceso. Hoy ya se puede coincidir con el canciller argentino Jorge Taiana, en que se puso “fin a un anacronismo”, “se pagó una larga deuda del organismo” y se dio un aventón a la multilateralidad. Al fin y al cabo, no fue un gesto principesco de la primera potencia del mundo sino la sutil presión de los países de la región lo que indujo a mover el escollo.
Para los regímenes sudamericanos “templados” de la región (Uruguay y Chile, para empezar) era sustancial no incordiar el incipiente nuevo escenario abierto desde la asunción del presidente Barack Obama. Itamaraty y el Palacio San Martín compartían el anhelo, pero con un relevante matiz de exigencia: consideraban insoportable no levantar la suspensión ya mismo. De cualquier modo, Taiana se cuidó de resaltar y agradecer la cooperación de “la nueva administración de Estados Unidos”.
Funcionarios argentinos de buen nivel, baqueanos en Washington, explican que, más allá del cambio que desea encarnar, Obama disponía de cierto margen en su política doméstica. Ocurre que el fanático lobby anticastrista, con epicentro en Miami, ha venido perdiendo potencia con el correr de las décadas. La historia y la biología han hecho su trabajo: los gusanos más enragés envejecieron y en unos cuantos casos tuvieron a bien morir. La victoria electoral de Obama en Florida catalizó esa tendencia.
Por otra parte, varios cuadros que rodean a Obama están lejos del rencor ideologizado que primó desde el ’62 y reverdeció de modo brutal bajo la égida de George W. Bush. No son emergentes de la Guerra Fría y han captado el fracaso político del bloqueo. Muchos de ellos, incluido el joven Dan Restrepo (un funcionario relativamente novel, con buena formación académica, principal asesor, senior adviser, del presidente en política latinoamericana), creen que la apertura y el intercambio comercial obrarán muchos más cambios en la isla que el encierro, que Cuba resistió con hidalguía y con creciente apoyo de los vecinos.
En lo textual, más vale, el acuerdo que anunció emocionada la canciller hondureña en su rol de anfitriona no tiene puntos suspensivos. En los hechos, en su traducción política sí los hay. El sentido de la medida se irá redondeando en meses o en años. Hasta acá, Raúl y Fidel Castro parecen haber desechado toda perspectiva de reingreso a la OEA, sus declaraciones en los últimos días sonaron flamígeras. Habrá que ver si sus gestos son definitivos, sobre todo porque es imaginable que el horizonte se construirá en concierto con países amigos de la región.
Mientras se va develando el escenario y se deja atrás una página vergonzosa, dos observaciones a cuenta. La primera es remarcar la necedad de políticos y analistas argentinos que “denunciaron” la presencia de Cristina Fernández de Kirchner en Cuba el día de la asunción de Obama. La tradujeron, uno de sus tópicos más banales, como “un alejamiento del mundo” y un ataque al flamante presidente de Estados Unidos. En pocos meses se corroboró una verdad recurrente: atrasan décadas, se quedaron en el ’62 y bregan por ser más obamistas que Obama.
La segunda es que el sugestivo proceso de unidad sudamericana, cimentado en gobiernos democráticos con un piso de sensibilidad similar, tuvo una ayuda invalorable. Fue (es) el relativo bajo interés de Estados Unidos en la región, máxime después del atentado a las Torres Gemelas. Ese paradigma no ha cesado, aunque tiene desde enero de 2009 otro sesgo. Pero las prioridades no cambian de la noche a la mañana. Por eso, Hillary Clinton no estuvo para la firma del documento, lugar que cedió a Tom Shannon: había partido hacia El Cairo. La gira de Obama por Medio Oriente es prioritaria respecto de la Asamblea de la OEA. Los cambios en la política internacional de la potencia son graduales, casi imperceptibles para otras lógicas. Entre otras recurrencias, Hugo Chávez sigue siendo el “ogro” latinoamericano más odiado y más celado desde Washington, otro dato que signará los años por venir.
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