EL MUNDO › OPINIóN

El costo de ser inmigrante

 Por Gerardo Halpern *

Pareciera que hasta el último de sus días y hasta en la más mínima práctica, el inmigrante deberá pagar una deuda que vaya uno a saber quién estableció que la tiene. En realidad, es posible determinar quién (o quiénes, en realidad) ha montado esta idea de deuda de la que el inmigrante es un portador que pareciera no poder saldarla nunca. Uno de los problemas está en que ese “quién” no es una persona –por más que haya personas que lo encarnen–, sino una multiplicidad de instituciones que atraviesan las formas en que se piensa o se administra a la inmigración. Y ojo, no se trata solamente de la mirada o la clasificación de un no migrante, sino también la mirada que se hace cuerpo en la visión de los mismos inmigrantes. Estos, al igual que lo piensa el poder, sienten que son portadores de una deuda. Y están convencidos de que la tienen que pagar. Pagar significa, en este plano, soportar un conjunto de situaciones que, en el caso de ocurrirle a cualquier hijo de vecino –no inmigrante, por cierto– indignaría a cualquiera. Pero como se trata de inmigrantes, pareciera que no está mal que así suceda.

El domingo último, los 89.953 bolivianos radicados en la Argentina que lograron sortear la enorme cantidad de obstáculos que les puso la Corte Nacional Electoral de Bolivia –contraria a Evo Morales, vale aclarar– (y que fueron denunciadas por diferentes organizaciones) tuvieron la posibilidad de ejercer, por primera vez en la historia de Bolivia, su derecho cívico en las elecciones nacionales del país que los vio nacer.

Se trata de un derecho que es motivo de discusiones en diversos lugares de América latina y que se ha constituido en motor de encuentros, polémicas, textos, libros, etc. alrededor, no sólo de esta región, sino también de otros tantos lugares del mundo donde el derecho al voto fuera del país de origen es parte de la agenda política. Agenda en la que los migrantes han irrumpido con la fuerza y convicción de que se trata de un derecho que expresa, entre tantas cuestiones, el reconocimiento por parte del país del cual han tenido que irse por múltiples causas.

Evidentemente, el reclamo de los mexicanos en Estados Unidos es el más influyente en esta materia, entre otras cosas, por la masividad y por el poder relativo de los migrantes mexicanos y sus organizaciones. Este derecho es un “parteaguas” entre politólogos mexicanos y ha merecido amplios debates que aún no logran completar o consensuar una decisión.

Mucho más acá, hace pocas semanas el electorado uruguayo votó en contra de que los que viven fuera de la República Oriental del Uruguay puedan ejercer su derecho al voto. Dicha decisión –sostenida a partir de un plebiscito– fue una derrota política y simbólica muy fuerte para las organizaciones de inmigrantes, quienes reclaman que se les reconozca una membresía plena a la nacionalidad y a la ciudadanía de origen más allá de estar viviendo fuera de las fronteras del Estado.

En el caso de los paraguayos, se trata de una demanda que lleva más de quince años y que surgió durante la reforma de la Constitución de 1992, tras la caída de Stroessner, y ante cuya negativa se han desarrollado decenas de reclamos, otros tantos encuentros, confrontaciones y movilizaciones. Y se trata, al entender de las organizaciones de inmigrantes, de institucionalizar un puente entre los emigrados y el país de origen que suele recibir sus remesas, sus visitas y sus diversas producciones culturales. De hecho, se trata de una reivindicación que trasciende el derecho al voto y se ubica en el terreno de las relaciones y las responsabilidades de los Estados de origen respecto de sus nacionales.

El caso de los chilenos, incluso, adquiere más complejidad, dado que allí se debate no sólo la extensión del derecho al voto, sino también la posibilidad de la elección de algún representante desde el exterior como escaño efectivo dentro del Poder Legislativo: la que le correspondería a la circunscripción “Región XIV” de los Chilenos en el Exterior. Algún representante, como existe en otros lugares del mundo, que lleve al Congreso nacional chileno las demandas y las necesidades de los emigrados. En Brasil, país históricamente receptor de migraciones y que en las últimas décadas se ha convertido en expulsor de población, este debate ha sido promovido, desde la década del ’80 por las organizaciones de brasileños en Portugal. Se trata, al igual que en el resto de los casos señalados, también de la búsqueda de una garantía para que el Estado genere prácticas de protección sobre esos emigrantes. Protección que se enfrente a los malos tratos que se suelen recibir en las oficinas de migraciones, en la policía de cada país y, no está de más subrayar, en las embajadas y consulados de los mismos países expulsores de población.

Los bolivianos en Argentina, España, Brasil y Estados Unidos, por ende, han logrado algo más que el derecho al voto. Se trata de un logro, dado que ese derecho es el producto de luchas históricas por ser reconocidos en términos de igualdad de derechos por parte de la República de Bolivia. Y ese “algo más” evidencia una pelea por reducir, de algún modo, parte de la “deuda” que se les ha impuesto en tanto emigrantes. Se ha logrado, al menos, que el país de origen no pueda de-sentenderse de parte de su población, como sí lo ha hecho durante tantas décadas.

Ahora bien, dicho logro choca, una vez más, con el maltrato que los bolivianos recibieron durante las diez horas en que estuvieron funcionando las mesas electorales en la ciudad de Buenos Aires. Una sola puerta en la entrada del estadio de San Lorenzo de Almagro para que pasaran por allí más de treinta mil bolivianos, para que luego se distribuyeran entre 155 mesas parece poco más que un desatino por parte de la Corte Nacional Electoral boliviana, dado que implicó que miles de personas aguarden varias horas para poder votar. Cientos de ellos, y no exagero, desistieron después de vivir una (des)organización que parecía montada para disuadir a la gente y que se fuera sin ejercer el ansiado derecho.

Una señora que llevaba horas esperando y que se corrió de la kilométrica fila porque las corridas eran peligrosas para ella, me decía que quería “que no ocurriera nada malo y que nadie hiciera lío para no dejar mal parados a los bolivianos”. Y es entendible. Aunque era muy difícil que, tras horas de espera y tras corridas y falta de información, “no ocurriera nada malo”.

Si bien se podría creer que por suerte nada malo ocurrió, sería un error sostenerlo cuando la vergonzosa (des)organización logró que muchos del limitado 6 por ciento de la migración boliviana –que se estableció como tope para la participación en estas elecciones– tuvieran que irse de los lugares dispuestos para votar sin poder concluir el proceso de lucha que iniciaron hace muchos años y que cristalizó en el contundente apoyo a Evo Morales.

De alguna manera, la Corte Nacional Electoral de Bolivia volvió a cobrarles a los inmigrantes el precio de estar viviendo fuera de Bolivia. Y que aparentemente nada malo ocurriera tuvo que ver también con la aceptación de una violencia injustificable por parte de una parte del Estado de origen que poco interés tenía en que los migrantes dieran por finalizada una (falsa) deuda de la que no son responsables.

* Investigador-docente de la Facultad de Ciencias Sociales, UBA

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