EL MUNDO › A ULTIMA HORA DEJARON PASAR A
MUCHOS CONNACIONALES DE KAROL WOJTYLA

La puerta volvió a abrirse para polacos

Por O. G.
Desde Ciudad del Vaticano

Los polacos lloran en Roma. Lloran porque llegaron tarde, porque las colas para ver al Papa estaban ya cerradas desde la noche anterior, porque el viaje ha sido en vano. Y son muchos: algunos hablan de un millón y medio; más cautos, en la embajada dicen que “al máximo llegaron 700.000”.
Salieron de prisa el sábado pasado, cuando vieron en la televisión que “su” Papa había muerto. Organizaron el viaje con rapidez. Alquilaron micros, saturaron las estaciones de ferrocarril, vaciaron las boleterías de los aeropuertos. Mucha gente llegó en autos privados. Las autoridades italianas hablan de un incremento del 30 por ciento del tráfico en las autopistas del norte que son utilizadas por los polacos para arribar a Italia.
Los que vienen por tierra han tardado entre 18 y 24 horas en llegar a Roma. Luego, a las puertas de la capital, los detiene la policía que los envía a las grandes playas de estacionamiento preparadas en las afueras para que no saturen los espacios disponibles en el centro. Y una vez allí “nos damos cuenta de que estamos a cuatro, cinco kilómetros. Falta todavía. Por Dios, nunca pensé que íbamos a tener que pasar un calvario semejante”, dice una mujer que no oculta su sonrisa ni su orgullo. Ella está ahí. Lo logró. Vino a decirle su último adiós a Karol Wojtyla.
Dziekuye, se lee en los cientos de carteles que traen consigo. “Gracias” en polaco; “gracias, Santo Padre, porque sin ti no hubiéramos podido hacer en nuestra tierra todo lo que hicimos durante los últimos años”, explica un hombre con una bandera roja y blanca a sus espaldas, que agradece a las fuerzas policiales romanas que se han compadecido de él y su familia dejándolos sumarse a la última fila que entró a San Pedro anoche.
Porque ayer fue el día de los polacos en Roma. No se sabe quién ni cuándo dio la orden de dejarlos pasar, pero a media mañana resultaba obvio que la fila se estaba llenando de banderas rojas y blancas, como no se habían visto durante los días anteriores, y que los encargados de vigilar que nadie se sumara a las filas ya cerradas hacían la vista gorda cuando sentían o veían llegar a los polacos.
“Gracias a él estamos hoy en la Unión Europea”, dice una mujer de mediana edad, con la cara transfigurada por el llanto y la emoción. “Nos dio dignidad, nos dio coraje, nos convenció de que nosotros también podíamos lograrlo. Hoy Polonia es diez veces más rica de lo que era en el ’78 cuando Juan Pablo II comenzó su Papado”, concluye, y se va rumbo a la Basílica junto a su gente que la abraza y la acompaña en el llanto.
Hay un grupo de mineros vestidos con trajes amarillos y cascos con luces en la frente. Llevan una bandera que lo dice todo: Solidarnosc. Pertenecen todos al sindicato católico fundado por Lech Walesa en los años de lucha contra el comunismo en decadencia. “No podíamos faltar”, explica uno de ellos, el único que sabe un poco de italiano, un poco de inglés. “Para nosotros ha sido algo más que un Papa. Yo soy ateo, así que... imagínese de qué le estoy hablando.”
Karolina es una bella mujer de pelo blanco y ojos claros. Lleva en brazos una niña de no más de dos años y va de la mano de su marido, él también con la bandera polaca en alto. Quiere hablar y no puede. “Menos mal que nos han dejado pasar, al principio no querían”, explica su marido en un italiano casi perfecto. Pero, ¿cuántos polacos saben hablar italiano?, nos preguntamos. “Muchos –dice Karolina–, se puso de moda desde que él asumió el Papado. Así podíamos comprenderle todos sus mensajes. Este hombre nos dio una fuerza...” y no puede concluir. La emoción no la deja hilvanar palabra.
“Cuando él no era Papa todavía, ayudó mucho a su gente, a nosotros, los cristianos, que éramos perseguidos por el régimen, a los hebreos, a todos”, cuenta un anciano desde una silla de ruedas, que se hace traducir por una nieta alegre de poder estar en Roma en un momento como éste. “No éramos nadie los polacos en Europa: nos despreciaban, nos consideraban poco menos que salvajes”, continúa. “Ahora ya no, ella (y señala a su nieta-traductora) es testigo. Está haciendo una beca Erasmus en Londres. Antes hubiera sido impensable para nosotros hacer algo así.”
Un grupo de italianos protesta cuando se da cuenta de que sólo los polacos pueden pasar la inflexible barrera humana montada por la policía y los voluntarios de la Protección Civil. Pero vienen silenciados a viva voz por una mujer romana que los defiende. “Me parece obvio que los dejen pasar —aclara–. Han hecho un largo viaje. Es ‘su’ Papa, ¿no cree? Se merecen saludarlo.”
“No sabemos dónde vamos a dormir, ni siquiera tenemos mucho dinero”, se explica un matrimonio cincuentón que trata de evaluar, en base a la larga cola, cuántas horas deberán esperar todavía para entrar a la Basílica. “Pero no nos importa. Teníamos que venir igual. Teníamos que decirle ‘gracias (dziekuye), Karol. No volveremos a tener a alguien como vos’.”

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