EL MUNDO › EL CALVARIO DE LAS OTRAS VICTIMAS DE NUEVA ORLEANS
La ciudad de las últimas cosas
Por Yolanda Monge *
Desde Nueva Orleans
El olor se hace insoportable mientras se avanza por el oscuro interior del Superdome. Apesta a orina, defecaciones y restos humanos pudriéndose. En una esquina, cubierto con una colcha de grandes flores, reposa el cadáver de alguien que no llegó a despertar de la pesadilla que supuso el día siguiente del Katrina. Montañas de basura, restos del naufragio, esparcidos por un estadio que era el orgullo de la ciudad. Hoy está arrasado. Vacío. Impregnado de un olor que puede que no se quite nunca.
Veinte mil personas compartieron durante cinco días la peste nauseabunda provocada por el hacinamiento y la desesperación por abandonar una ciudad que los estaba matando de hambre y sed. Cuenta un vagabundo que rebusca entre la basura con un pañuelo tapándole la boca que vio a más de una persona suicidarse. También dice que escuchó gritos de mujeres que fueron violadas en los baños. Otros murieron a tiros, asaltados por bandas que llenaron un vacío de poder que nadie ocupaba.
Nueva Orleans es hoy una ciudad militarizada en la que pronto sólo se podrá imponer el orden sobre los muertos. ¿Sobre cuántos? No se sabe. Se sabrá cuando desaparezca el agua y afloren los cadáveres. Quizá 10.000. Hombres engordados por el agua flotando boca abajo. Mujeres hinchadas pudriéndose de espaldas al sol. Casas sobre las que se marcó una cruz y el número de cuerpos que yacen dentro. Cuando baje el agua que ahora lo cubre todo habrá que tragar saliva y empezar a recuperar a los muertos.
Una semana después de que el nombre de Katrina cambiara el mapa de Louisiana, Nueva Orleans es una ciudad fantasma que apesta a muerte. Dentro del Superdome quedan colchones manchados, tal vez sacados de los lujosos hoteles de los alrededores para hacer más llevadera una semana en la que muchos rozaron la locura o fueron atrapados por ella. Prueba de ello son varias ancianas que esperan a las afueras del estadio.
Los últimos en abandonar el Superdome y el Centro de Convenciones se resistían ayer a subir a los autobuses. “No nos dicen adónde nos llevan”, se revolvía indignado Jerome LaGarde. “¿Dónde nos van a abandonar ahora?”, preguntaba a los guardias nacionales. “Parece que nos trasladan de un campo de concentración a otro”, se desgañitaba intentando obtener alguna respuesta. Juliett Sherman no aguanta más. “Creo que sólo hay un culpable y que tiene un nombre: el presidente de Estados Unidos y su guerra en Irak’. ‘¿Dónde estaba el Ejército la semana pasada? Nosotros somos americanos, pero nadie nos trajo agua, nadie nos defiende, prefieren defender países extranjeros que a su propia gente’.
Sobre un paisaje que nada tiene que ver con la Nueva Orleans llena de ritmo de otros tiempos, por Canal Street avanzan lentamente tanquetas blindadas de las que salen tiradores de élite para pacificar la ciudad del jazz pistola en mano. Hace sólo unos días, la anarquía y el caos imponían su ley en estas calles. Hoy están tomadas por el Ejército de Estados Unidos. Las calles más turísticas de Nueva Orleans parecen sacadas de una película de la guerra fría. Como si una bomba de neutrones hubiera acabado con cualquier forma de vida. En una esquina hay un perro muerto. No fue el agua, fue el Ejército, que lo sacrificó de un disparo.
* De El País de Madrid. Especial para Página/12.