Lunes, 14 de enero de 2008 | Hoy
EL MUNDO › OPINION
Por Atilio A. Boron *
Contrariamente a lo que plantean algunos análisis, la liberación de las dos rehenes en poder de las FARC tuvo su gran perdedor en la figura de Alvaro Uribe, empecinado en aplicar los métodos del ex alcalde de Nueva York Ralph Giuliani, para resolver los gravísimos desafíos que plantea la guerrilla en Colombia. Con su intemperancia abortó una operación que debería haber culminado sin sobresaltos. Tal como lo manifestaran Clara Rojas y Consuelo González en la zona escogida para la entrega de las prisioneras, las operaciones militares se intensificaron en lugar de cesar. Pese a ello la guerrilla dio muestras de una prudencia y una sensatez impropias de gentes calificadas sin más como “terroristas”, y postergó la liberación de las prisioneras hasta asegurar su entrega sanas y salvas, sorteando los intensos bombardeos a que fuera sometida por las fuerzas que representan el orden y la legalidad.
Envalentonado por sus mentores estadounidenses, Uribe montó un show mediático en donde, con desaforada verborragia, atacó sin ton ni son a los involucrados en la operación Emmanuel. Embriagado por su propia retórica, tuvo palabras hirientes para con los varios gobiernos de la región y sus representantes, quienes solidariamente acudieron en calidad de garantes para favorecer el buen éxito de una negociación que el propio Uribe, de haber obrado con inteligencia, tendría que haber sido el primero en facilitar. Sus idas y venidas con relación al tema de los rehenes corroboran una vez más que el principal obstáculo para el canje humanitario y la pacificación del país no es otro que el propio presidente. Por eso el exabrupto que Don Juan Carlos profiriera en contra de Chávez en Santiago se convierte en un sabio consejo: conviene que Uribe le haga caso al enfadado monarca y se calle por un tiempo, dejando que otros arreglen lo que él sólo consigue desarreglar.
Con un Uribe devenido en un anónimo televidente del proceso, se multiplicaron las dudas sobre el margen de soberanía que posee su gobierno para resolver la crisis política colombiana. Más allá de la opinión que se pueda tener acerca de las FARC, es preciso reconocer que una guerrilla que ha sobrevivido a medio siglo de conflicto armado y que controla porciones significativas (si bien cambiantes) del territorio nacional sólo puede hacerlo si cuenta con un importante respaldo en algún sector de la sociedad. De no ser así habría sido aniquilada hace rato. Además, hay que recordar, como lo hace Luis Bruschtein en su nota de ayer, que cuando a mediados de los ’80 la guerrilla aceptó trabajar en el marco legal y presentarse a elecciones, 5 mil de sus militantes y dirigentes, incluyendo el candidato presidencial, fueron aniquilados salvajemente sin que tales crímenes perturbaran al arcaico andamiaje institucional de Colombia, ni provocara la menor reacción de los autoproclamados custodios de la libertad y la democracia que anidan en torno de la Casa Blanca.
Lo anterior remite al delicado tema de la caracterización de las FARC. Calificarlas como “terroristas”, como prefieren los halcones norteamericanos, sólo alienta la ilusión de una “solución militar” a la crisis. Colombia ya ensayó esa estrategia y sólo logró empeorar las cosas. Como es sabido, los grupos insurgentes cuyo accionar favorece los intereses del imperio son siempre bendecidos por éste con un nombre que los enaltece: “combatientes de la libertad”. Los antagonistas, en cambio, son fulminados como “terroristas”, una caracterización parecida a la que aplicaba la Corona británica a las tropas que al mando de George Washington luchaban por la independencia de las trece colonias norteamericanas. Los mujaidines de Afganistán eran “combatientes de la libertad” cuando enfrentaban la invasión soviética, pero luego se convirtieron en “terroristas” en función de las necesidades coyunturales de la política exterior norteamericana.
Para solucionar esta crisis es imprescindible que el gobierno colombiano arroje por la borda esta caracterización, que de por sí cierra las puertas a cualquier negociación, y reconozca –como en su momento lo hicieron con provecho los irlandeses– que en su territorio se libra una cruenta guerra civil. Ese es el sentido profundo de la propuesta del presidente Chávez, que recoge el sentir de los numerosos rehenes aún en poder de las FARC.
Por su imprudencia e imprevisibilidad, amén de su servilismo ante las directivas de la Casa Blanca, Uribe no es la persona capaz de conducir una compleja negociación diplomática como la exigida. Por eso me permito disentir con el análisis de Gabriel Puricelli, que en este mismo diario concluía que quien había triunfado era el derecho humanitario y no un líder sobre otro. La política no funciona con esas abstracciones: en esta coyuntura las palmas se las llevaron el presidente Hugo Chávez y la senadora Piedad Córdoba, quienes emergen como los firmes y confiables negociadores que contra viento y marea –y contra la opinión de la autodenominada “prensa seria” internacional– persistieron en su propósito, mantuvieron la calma y lograron su objetivo. Uribe, en cambio, sólo puso en evidencia su irracional intransigencia, por eso es el gran perdedor.
Son muchos los editorialistas y analistas de la Argentina y toda América latina que a estas horas estarán lamentando haber escrito lo que escribieron, o dicho lo que dijeron, al aprovechar el fracaso de la operación Emmanuel para apostrofar irresponsablemente al presidente Chávez y a los garantes internacionales. Pero en menos de dos semanas el venezolano renació de sus cenizas y hoy su estrella brilla muy alto en la política mundial. Por último, otros ganadores son los vapuleados garantes internacionales que fueran enviados por los gobiernos de la Argentina, Bolivia, Brasil y Ecuador, y que, de continuar el proceso de canje, deberían proseguir en funciones. Es preciso, empero, no exagerar su papel: tanto el ex presidente Kirchner como el asesor presidencial de Lula, Marco Aurelio García, cumplieron dignamente su misión, ayer criticada con ferocidad por los voceros del imperio y hoy reivindicada con el inapelable lenguaje de los hechos. Pero no hay que engañarse: el Foro de San Pablo ya pasó a mejor vida, vaciado de contenidos por la capitulación ideológica y política del PT y del gobierno de Lula; y Kirchner nunca tuvo diálogo con las FARC. Esto quiere decir que sin Chávez y su notable habilidad negociadora, y sin la colaboración de Córdoba, ninguno de los garantes hubiera podido hacer absolutamente nada. Ahora podrán disfrutar el dulce sabor del éxito que un destemplado Uribe les frustró días atrás.
* Politólogo.
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