Sábado, 31 de mayo de 2008 | Hoy
EL PAíS › PANORAMA POLíTICO
Por J. M. Pasquini Durán
América latina está considerada en el mundo como la región más injusta, debido a la tremenda desigualdad en la distribución de las riquezas entre sus pobladores. Para encontrar las raíces de semejante diferencia habría que cavar hondo en su historia, pero lo cierto es que tanto la política como la cultura florecieron contenidas en la misma certeza. Y fue la organización económico-social del campo el nicho preferido de las mayores inequidades, pese a las enormes luchas de sus hombres y mujeres desde la Revolución Mexicana hasta el Grito de Alcorta, con remanentes semifeudales tanto en la propiedad de la tierra como en el conchabo del peón rural, sobre los que se montaron, en tiempos recientes, los emprendimientos capitalistas que hoy dominan posiciones preferentes en las cadenas de producción y comercialización. A raíz del auge de la cotización de los alimentos y el desarrollo de los biocombustibles en el mundo, fantásticas rentabilidades atrajeron al capital internacional como la mosca a la miel y, otra vez, el modelo agroexportador levantó cabeza con viejos aires oligárquicos, aunque los apellidos que sobresalen ya no sean nacidos en tiempos de la conquista española. En toda la región las luchas por los recursos naturales, la tierra y el agua entre los primeros, aparecen en las crónicas diarias como la cuna de enormes dificultades, hasta con intentos secesionistas en países como Bolivia, que atraviesan los caminos transitados por gobiernos nacidos de las urnas, por primera vez en más de un siglo contemporáneos de legítimo origen y propósitos fundacionales, cuya intención última, aunque por caminos diferentes, intenta superar aquella distinción de injusticia que señala a la América latina como la peor de todas las regiones del mundo.
La Argentina no escapó a esa actualidad. Por el contrario, desde hace 80 días la mayoría de su población asiste a un debate polarizado entre el Gobierno y cuatro entidades agropecuarias que comenzó con un pleito tributario (retenciones a la exportación de granos y oleaginosas) y derivó en una confrontación política de fondo, cuyos posibles desenlaces provocan incertidumbre y desazón en buena parte de la sociedad. Cuando se observa el conjunto del despliegue macroeconómico, la formidable demanda mundial de alimentos y la capacidad nacional para producirlos, comparadas con las múltiples necesidades de la población, aun para la mera subsistencia, el conflicto adquiere tales características irracionales que para el ciudadano común resulta inexplicable. Por lo pronto, quedó en claro que para las autoridades en general y para la sociedad, “el campo” era una presencia constante pero desconocida. Son muy pocas las voces que pueden hablar, con equidistancia y real conocimiento, de los complejos intereses que cruzan al labriego con el “pool” de siembra en una variedad complejísima de propiedad y arrendamiento de la tierra. Es inútil, por lo tanto, tratar de descifrar los aspectos técnicos de la puja tributaria inicial, puesto que cada parte exhibe una aritmética propia y las acusaciones cruzadas forman cataratas de argumentos cuya validez dura minutos, con el vértigo adicional de los tiempos televisivos.
Entre tanta polvareda y humo todavía se pueden distinguir algunos contornos esenciales del problema en cuestión. El Gobierno metió mano en la renta extraordinaria de las exportaciones de materias primas con un argumento válido: la redistribución de las riquezas a través de la gestión del Estado. En el intento cometió errores y estableció asimetrías injustificables, pero como todo gobierno, a éste también le cuesta volver sobre sus pasos para deshacer los entuertos. En nombre de esas equivocaciones, “el campo” quiso sacar provecho de la situación, exigiendo no sólo la corrección circunstanciada, sino una revisión global de las políticas públicas para el sector. Errores y aciertos de ambos lados fueron dejando poco espacio para la neutralidad o la razón. El carácter opositor del partido agrario, aunque no haya figurado en los movimientos iniciales de muchos productores, hoy es una realidad, mucho más sombría porque a su amparo renacieron los sectores de la derecha política que estaban en retiro desde el fracaso del programa neoliberal de fines del siglo pasado. La demanda de devolverle al mercado la capacidad de decisión que recuperó la política en los últimos cinco años es la “solución final” que aceptan los caciques rurales. Todo lo demás les resulta insuficiente.
Como lo han señalado diversos analistas, desde el punto de vista del progresismo democrático la liberalización de las exportaciones como quieren los ruralistas, instigados por los ideólogos del establishment, provocaría la suba del precio de los alimentos, con el consiguiente efecto sobre los salarios reales de los trabajadores, la capacidad de consumo de las clases medias y, en definitiva, sobre las condiciones de vida y de trabajo de las clases populares. Los sobresaltos inflacionarios de los últimos ochenta días, disparados a partir del lockout desabastecedor, son una muestra de lo que podría suceder si el mercado vuelve a apoderarse de las políticas públicas. La política tiene muchos defectos y sus practicantes dejan mucho que desear, pero aún así es el mejor método para vivir en democracia. La experiencia de los años ’90 demostró una ecuación terrible: mercado sin Estado es igual a mafia, aquí y donde suceda. El desenlace de esta puja, por lo tanto, no puede ser indiferente para nadie. A medida que ampliaban el repertorio de exigencias y “politizaban” su protesta, los ruralistas fueron modificando también sus métodos. Del corte de ruta prepotente del primer mes, ahora pretenden sumar a su causa a intendentes, gobernadores y legisladores. Han llamado a un paro general en el interior para el lunes y pretenden acampar frente a las gobernaciones en cada capital de provincia. Ayer, se registraron los primeros incidentes en una ruta bonaerense con un puñado de manifestantes y la gendarmería. Es hora de extremas prudencias, porque más de uno, con malicia o sin ella, puede ser protagonista de provocaciones, tan útiles como la chispa en la pradera.
A propósito del camping rural, Ctera dio a conocer una declaración puntualizando: “Los docentes argentinos escuchamos con estupor al señor Hugo Biolcatti, vicepresidente de la Sociedad Rural, representante de lo más rancio de la derecha política y económica de nuestro país, anunciar la instalación de campamentos ‘como la Carpa blanca de los docentes’. {...} Durante 1003 días, en una lucha profundamente pacífica y sin ejercer ningún tipo de extorsión, los docentes de todo el país, rodeados de la solidaridad popular de la que la Sociedad Rural no fue parte, exigimos que el Estado Nacional se responsabilizara en el sostenimiento de la educación pública, lo que significó claramente el reclamo de una justa distribución de la riqueza y de la mayor intervención estatal a favor de los sectores populares. {...} La Carpa Blanca significó un compromiso con la memoria y el ejemplo de vida de Isauro Arancibia, María Vilte, Eduardo Requena, Susana Pertierra y los 600 docentes desaparecidos y asesinados por la dictadura militar de la que la Sociedad Rural, no hay que olvidarlo, fue socia y sostén”. Los maestros, por supuesto, no adhieren al paro del lunes.
El Gobierno, por su parte, también fue haciendo correcciones de forma y de fondo a su propia responsabilidad en el conflicto. Por lo pronto, anunció la morigeración de las retenciones móviles y una batería de facilidades para los pequeños productores de todo el país, incluso para los monotributistas. Los que se quedan afuera son los que evaden obligaciones impositivas o mantienen al personal “en negro” (más del cincuenta por ciento de los trabajadores rurales está en esa condición). El presidente del PJ, Néstor Kirchner, replegado sobre sus obligaciones partidarias, abandonó la metodología de la determinación individual y convocó primero a vicepresidentes y secretarios del partido y luego a diputados y senadores del oficialismo, si bien todavía no abrió la discusión interna para mejorar la participación colectiva. Más aún: debería reunir al Consejo Nacional Agropecuario, como propuso el gobernador Hermes Binner, y facilitar el debate de políticas a futuro en el Congreso Nacional, para ampliar la base democrática del consenso nacional. No importa si alguien puede entender esas aperturas como síntomas de debilidad –en todo caso, revelarían su condición humana–, sino impedir que en la confusión torrencial más de uno equivoque los bandos en pugna. Así le pasó al obispo de Santa Fe que salió a pedir que la presidenta Cristina se ocupe en persona de los ruralistas porque “eso sería una gesto de estadista”. Nada les pide, en cambio, a la Sociedad Rural y sus tres aliadas. ¿Es que los dirigentes sociales y los ciudadanos tienen sólo derechos, sin obligaciones? Estos no son momentos para la demagogia, aunque sea tan espiritual como puede esperarse de un dignatario de la Iglesia Católica.
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