EL PAíS › OPINION
› Por José Natanson
La semana pasada el Congreso votó la eliminación de la tablita de Machinea y el blanqueo de capitales, al tiempo que se conocían los detalles de los planes para la compra de autos cero kilómetro, los créditos blandos para turismo y el programa para canjear heladeras. Ya más claramente delineado, parece evidente que el plan anticrisis apunta, por supuesto, al razonable objetivo económico de sostener el nivel de actividad y empleo actuando contracíclicamente en momentos de vacas flacas. Pero también encierra un objetivo político difuso –mantener el alto crecimiento como patrimonio K– y otro objetivo político más preciso y delicado: reconquistar los sectores medios o al menos una fracción de ellos. Si se mira con atención, con la sola y por otra parte muy valorable excepción de los 200 pesos de suma fija a los jubilados, prácticamente todas las medidas apuntan a la clase media, ese pescado resbaloso al que el Gobierno nunca logra pescar del todo.
Conviene comenzar por lo más fácil. Con su batería de medidas, el Gobierno intenta sostener los indicadores económicos frente a la esperable retracción de la actividad derivada de la crisis mundial. Para ello se han aprobado algunos proyectos muy razonables (créditos y moratoria para las pymes), otros reprochables y tal vez ineficaces (blanqueo de capitales) y otros discutibles: la tablita de Machinea, tan criticada en estos días, era un instrumento impositivo sin dudas enojoso, pero no necesariamente malo. De hecho, tenía un sentido progresivo aplaudible –aunque oscurecido por sus errores de implementación– que no debería pasarse por alto.
Con su eliminación, el Gobierno apuesta a que los 1420 millones de pesos que volverán a manos de los trabajadores o autónomos con sueldos superiores a los 7 mil pesos se vuelquen al consumo, algo posible pero no seguro: como se sabe, los sectores medios y altos son los únicos con capacidad de ahorro, por lo que se corre el riesgo de que al menos una parte de ese dinero no se destine a una quincena en Pinamar, un plasma de 32 pulgadas o una cena de pechuguitas grilladas a las finas hierbas con papas rústicas y vinagreta de rúcula en Palermo Hollywood, sino al colchón, la cuenta en Montevideo o el bono de la FED.
La tablita es sólo una parte del paquete. También se lanzaron planes para autos y turismo, bajo la noción de que se trata de sectores económicos estratégicos, que emplean mano de obra calificada y en blanco y, lo más importante de todo, generan un considerable efecto de derrame sobre el resto de la economía produciendo encadenamientos horizontales y verticales que favorecen el efecto multiplicador. Esa, al menos, es la idea.
Sostener los niveles de actividad y el boom de consumo implica resguardar dos de los ejes de la era K. Desde mayo del 2003 hasta ahora, la expansión económica y el pum para arriba de las ventas llegaron a prácticamente todos los grupos sociales, pero beneficiaron sobre todo a los ciudadanos ubicados entre los deciles 6 y 9, lo que habitualmente se conoce como clase media. Sin embargo, hay que tener cuidado al hablar de clase media, pues definirla de manera adecuada ayuda a entender las dificultades del Gobierno para acercarse a ella y la frustración que todo esto le genera. Socioeconómicamente, la clase media es un segmento social que –según la Asociación Argentina de Marketing, de donde salen las estratificaciones que se utilizan para las encuestas– representa aproximadamente al 35 por ciento del padrón electoral.
Pero tal vez no tenga tanto sentido definir a la clase media como una clase social, sino como universo complejo dentro del cual conviven diversos grupos. Durante los ’90, la clase media sufrió un proceso de heterogeneización que ha hecho que hoy coexistan allí sectores medios altos, nuevos ricos suburbanizados en countries e incluso sectores bajos estructurados (con sueldos bajos pero ingresos sistemáticos, por ejemplo personas semicalificadas como plomeros o dueños de pequeños negocios). Y también, claro, los nuevos pobres, que cayeron en la pobreza durante la crisis y que ahora se han recuperado pero de manera muy precaria. Como escribió Gabriel Kessler (“Empobrecimiento y fragmentación de la clase media argentina”, Revista Proposiciones, Vol. 34), los nuevos pobres se asemejan a la clase media en aspectos de largo plazo (educación, profesión, familias poco numerosas) y se parecen a los pobres en aspectos de corto plazo (acceso al consumo).
La clase media es entonces una suma de historias fragmentadas, y en ese sentido –sólo en ése– se parece más al complejo universo de los excluidos, también conformado por una multiplicidad de trayectorias bien disímiles, que al de los trabajadores formalizados, encuadrados gremialmente y vestidos de overol, más parecidos, ellos sí, a lo que los viejos libros marxistas definían como una clase social. En suma, la clase media no es un sector poblacional determinado ni un nivel de ingreso, sino más bien un ideal aspiracional: un hincha de fútbol diría que es un sentimiento. Para los no futboleros, un estado del alma.
Y no hay confundirla con la población urbana. En las elecciones pasadas, muchos analistas simples pusieron de moda la idea de que los Kirchner generaban un fuerte rechazo en los “centros urbanos”, equiparando ciudad con clase media. En realidad, en Argentina casi toda la población es urbana. Ni Buenos Aires termina en Rivadavia ni Rosario se limita a los barrios cercanos al río: ¿o acaso los muy peronistas habitantes de La Matanza, Lugano o el Gran Tucumán viven en el campo?
En un principio, el kirchnerismo se perfiló como un fenómeno amigable a la clase media: el recambio de la Corte Suprema, la novedad de la política de derechos humanos y los flirteos iniciales con la transversalidad contribuyeron a acercar al flamante presidente –en ese momento todavía antipejotista– a los sectores medios. Con el tiempo, sin embargo, las cosas fueron cambiando: empujado por las necesidades electorales, Kirchner se reconcilió con los intendentes del conurbano, trabó una sólida alianza con los gremios y se refugió en el PJ tradicional. Sin expulsar a los funcionarios no peronistas que aún lo acompañan y que en buena medida expresan su voluntad de articular su proyecto con la clase media, hoy Kirchner luce desilusionado, como golpeado por la tradición de un sector social que nunca se le entregó del todo.
La sensación es que el Gobierno, desamorado, ha abandonado la lucha. Y si por un lado hay que darle la razón, pues el crecimiento económico de los últimos cinco años benefició sobre todo a los sectores medios, por otro hay que decir que la economía nunca lo es todo. De hecho, existen otros recursos de poder que Kirchner ha explotado menos y que tal vez podrían haberlo ayudado a seducir a la clase media.
La mejor metáfora es estadounidense. El politólogo Joseph Nye, de la Universidad de Harvard, creó una distinción ya clásica entre el “poder duro” –aquel que se vale de la fuerza o la presión económica– y el “poder blando” –que descansa en la persuasión cultural o ideológica–. Aunque Nye pensaba en las relaciones entre Estados, la idea resulta útil para la Argentina del 2008: Kirchner ha utilizado el poder duro para beneficiar económicamente a la clase media, estrategia confirmada por las medidas incluidas en el paquete anticrisis. Sin embargo, luego de un primer período audaz ha avanzado muy poco en las áreas más blandas de gestión.
Algunos ejemplos sencillos: el Gobierno encuentra enormes dificultades para mostrar una gestión cultural definida, no ha dado un solo paso en la reforma política, gran tema de la crisis del 2001 y carece de una política universitaria mínimamente interesante más allá del aumento de salarios (durante el menemismo, en cambio, se abrieron varias universidades en el conurbano, que ayudaron a acercar la educación superior a las barriadas pobres del Gran Buenos Aires). Los derrapes sucesivos de la estrategia mediática K, dramáticamente expuestos por la hiperexposición de Luis D’Elía durante el conflicto del campo, son el ejemplo más claro de las limitaciones oficiales para mostrar resultados concretos en áreas sensibles.
La distancia entre el Gobierno y la clase media es una situación común a varios países de la región. Los presidentes de izquierda de América latina no son revolucionarios, aun cuando el sustantivo –acompañado por adjetivos como “bolivariana” en Venezuela, “ciudadana” en Ecuador o “indígena” en Bolivia– figure al tope de sus discursos. Se trata, en realidad, de procesos de reforma y cambio más o menos radicales, más o menos institucionales, en todos los casos democráticos, y que en un principio contaron con el apoyo de los sectores medios, como demuestran los enormes consensos conseguidos al comienzo de sus mandatos por líderes como Evo Morales (que en su primera elección obtuvo la votación más alta de la historia reciente de su país) o incluso Hugo Chávez (92 por ciento del apoyo al Sí en el primer referéndum constitucional). En ambos casos, sin embargo, la clase media se ha ido alejando progresivamente de ellos.
Pero el caso más interesante es el de Brasil. En las elecciones presidenciales del 2002, Lula se impuso homogéneamente en todo el país, con buenos resultados en San Pablo y Río. En el 2006, con su gobierno todavía sacudido por una serie de escándalos de corrupción, obtuvo un porcentaje de votos similar pero distribuido de manera muy diferente: arrasó en los estados pobres del norte y el nordeste –el PT logró el pequeño milagro de derrotar a Antonio Carlos Magalhaes, el señor feudal de Bahía– pero perdió en siete del centro y sur. En los barrios de clase media de San Pablo y Río, la oposición alcanzó el 75 por ciento de los votos. Lo notable es que últimamente parece haber recuperado parte del apoyo de los sectores medios, como demuestra su 75 por ciento de imagen positiva.
La reconciliación del presidente brasileño con al menos una parte de la clase media de su país demuestra que es posible encender el fuego de las ceniza, y que tiene sentido trabajar para hacerlo. Chacho Alvarez lo dijo en mayo, con esa capacidad tan suya para sintetizar el análisis político más penetrante en una frase simple y cargada de sentido. Para ello apeló al escritor favorito de los columnistas. “Otra vez sacamos el librito de Jauretche para enseñarle a la clase media cómo es un verdadero proyecto popular y vamos a terminar entregando la clase media a algún proyecto conservador”, dijo Chacho. Y quiso decir: es posible liderar un proceso de cambio sin el aval mayoritario de la clase media, pero nunca contra ella.
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