Lunes, 2 de marzo de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Eduardo Aliverti
La gente de derecha sufrió cierto golpe emocional, rápidamente superado. Y la de izquierda, a juzgar por su mutismo, quedó algo desorientada.
Tomar un banco es más bien cosa de nunca, así sea en un pueblito del interior de existencia anoticiada a raíz del episodio. Un banco es icono insuperable de la actividad capitalista. Es la esencia misma del sistema en que vivimos. Y resulta que, al mando de una patrulla de pares, aparece el arrendatario entrerriano Alfredo De Angeli, simbolizado por la mayoría de la prensa y de los sectores concentrados de la economía como el reflejo dinámico de chacareros con la soga al cuello, y toma un banco. Hasta semejante episodio, De Angeli era –y no sólo para los actores más fuertes del lobbie agropecuario, sino también para el conjunto de los agentes de poder enfrentados con el Gobierno– el mandamás o el más apto de una fuerza de choque capaz de sensibilizar a las conciencias urbanas de medio pelo, acerca de la tiranía oficial contra los nobles productores del campo. Todo le estaba permitido: cortar rutas, promover piquetes, despedirse de cada acto entronizando “minga” como grito de guerra. Todo. Era el gaucho mediático, simplón, herido, harto, del que el cogotudismo de las clases acomodadas y la tilinguería de una parte de la media prefirió ver su cero de boludo antes que ese mucho de bruto que tanto desprecian. Y al que los medios comenzaron a llamar, simplemente, “Alfredo”. Hasta que, ay, el otro día tomó un banco, apenas unas horas antes de que se reabriera el diálogo con el Gobierno. El cero de boludo que (bien) tenía adjudicado no dejaba espacio posible para suponer que no se trataba de una provocación. Y entonces el título ya no fue que “Alfredo” tomó un banco. Pasó a ser que lo tomó “De Angeli”. Sin embargo, la sacudida que el hecho significó para los varios establishment que conforman el ídem, en tanto la fuerza de choque había atravesado cierto límite de sus intereses de clase pero siendo que continúan necesitando su existencia, no les hizo perder de vista que lo central es esto último. Con excepción de Ambito Financiero, que se animó a titular directamente “Volcó De Angeli”, el resto de los medios del poder no cruzó la raya y consideró la toma como una actitud destemplada que de cualquier forma, señalaron todos, expresa el acogotamiento ya insostenible que sufren los productores por vía, entre otras cosas, de las tasas usurarias de los bancos. No dijeron “usurarias”, por supuesto, y casi no llegaron a hablar de “tasas”. Todo lo muestran como una entelequia de la que sólo puede descifrarse como culpable a un grupo reducido de maniáticos interesados en joderles la vida. Ni siquiera tienen la hidalguía ideológica, o al menos política, de tomarse a pecho que el terremoto mundial del capitalismo los cuenta como protagonistas, al cabo de más de una década de cantos de sirena liberales, de destrucción del Estado como no fuere para dejarlo al servicio de sus apetitos, de un laissez faire sobre el que nunca ninguno de ellos dijo una palabra mientras lo consumaban. No. Nada de eso. Bastante peor, en realidad: insisten con que la solución pasa por dejarlos hacer; por que la copa derramará hacia los pobres una vez más llena de lo que está. Como mucho, en consecuencia, la toma del banco convirtió a “Alfredo” en “De Angeli” pero nunca en el enemigo. A lo sumo expresa antagonismos interburgueses que no habrán de implicar, jamás, confundir contra quién hay que unirse.
Hacia la izquierda, el asalto político al banco provocó un silencio generalizado que, al fin y al cabo, revela hibridez. La tentación, como cuando los cortes de ruta de los campestres avalados por la mayoría del periodismo era, y es, decir que no se mide con la misma vara. Ya sabemos. Un grupo de marginados cortando una calle porteña es un conjunto de negros de mierda que no dejan trabajar, a la búsqueda de proseguir sin trabajo gracias a unos pesos miserables con forma de plan de ayuda. Y otros cuantos grupos que interrumpen el tránsito por las rutas, que ahogan al suelo con millones de litros de leche, que generan desabastecimiento alimentario o que se sacan la foto con la oposición sin que nadie los acuse de perseguir objetivos electorales, son campesinos desesperados que no tienen otra chance para llamar la atención. Como lo dijeron De Angeli y sus muchachos tras la toma del banco: ¿qué quieren que hagamos, si de otra forma nos ningunean? A su modo, tienen razón. Los bancos están esquilmándolos, aunque claro que no aprovecharon la oportunidad para cuestionar la orientación del sistema financiero en su conjunto. Y se frenaron en la parte que les toca. La exacción de que son objeto es un tanto más plácida, empero, que la sufrida por una inmensa mayoría de la sociedad cuyo acceso al crédito no existe, virtualmente, como no sea para la compra o renovación de un electrodoméstico. Acá estamos hablando de números demasiado grandes, tanto que se refiera a las tasas que les cobran como a los volúmenes de que pudieron disponer. Pero está bien: son sus intereses y pelean por ellos con cuanto recurso tengan a mano, de la misma manera en que otros tiempos los vieron reprimir a los movimientos populares y saludar a cuanta dictadura arribara para rescatarlos de amenazas rojas o rosaditas, vestidos de gaucho o desde el palco de Rural o desde los medios que siempre les serán afines. Hay que aprender de esa vocación de unidad que los nuclea y, desde cualquier rincón del pensamiento progresista, saludar a las patrullas de De Angeli, y a sus superiores, por ser perfectamente eficaces en la ejecución de su amalgama de sector (como volvieron a demostrarlo, con sus imponentes solicitadas y sus recorridos por la cadena mediática, ante el primer esbozo de recrear un organismo estatal que intervenga en el mercado granario). Más quisiera o debería el progresismo sortear sus contradicciones secundarias como saben hacerlo estos tipos, hasta el punto de que toman un banco y el único pelo que se le mueve al sistema consiste en preguntar si acaso no se les fue un poco la mano. Es real que cuentan con una correlación de fuerzas notablemente favorable, gracias a la acción mediática que completó en lo cultural su victoria política. Pero eso no quita que con el viento a favor supieron, saben, ser coherentes y eficientes.
De todas maneras, aclaremos que todos estos razonamientos, se los comparta o no, son solamente un ejercicio de frivolidad al que se entregó el periodista a falta de mejor tema. O en todo caso, por su segura incapacidad para advertir que lo único trascendente de estos días fue la ausencia de los granaderos en el acto sanmartiniano de Yapeyú. Que el Gobierno haya cometido la inconcebible chiquilinada de privar a los correntinos de tan egregia presencia, por el solo hecho de que asistiría el vice Cobos; y que los medios elevaran el asunto a la categoría de cuestión de Estado, debe ser, sin duda alguna, lo más importante que en los últimos días ocurrió en este país.
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