EL PAíS › EN MORENO QUEMARON UN AGUANTADERO PROTEGIDO POR LA POLICIA
La hoguera de la impunidad
Fue la consecuencia más oscura de un Estado ausente. Hartos de que la policía no actuara tras sus denuncias, unos 300 vecinos se organizaron para incendiar y destruir una propiedad que ocupaba una familia a la que acusan de los robos en el barrio.
Hubo una última advertencia.
–Si nos tocan a un solo vecino más, les quemamos el rancho.
Los hombres y las mujeres, los niños, las niñas, los ancianos y las ancianas del barrio Las Catonas, en el extremo sur de Moreno, se hartaron. Durante largos meses habían soportado que una banda de ladrones y desarmadores de autos los sometiera al miedo, amparados, según denunciaron ante Página/12, por efectivos de la Bonaerense. La policía de la zona, dicen, visitaba con frecuencia la casa ahora derrumbada y por lo tanto nunca respondió a tiempo a los insistentes llamados de auxilio. Ante la retirada total del Estado, ante el vacío, los vecinos, reunidos en asambleas que se hicieron manzana por manzana, se organizaron y dieron el paso anunciado. “Decidimos no tocarles un pelo, simplemente expulsarlos”, acuerdan en una larga visita a las ruinas del aguantadero que incendiaron y luego voltearon ladrillo por ladrillo con mazas, picos y troncos de palmas como arietes medievales; aunque juran que no están orgullosos de esos fuegos.
El barrio, como la mayoría de los barrios del conurbano, hubo un tiempo en que fue más próspero, menos violento. Hoy, al entrar por la calle 2 de Abril, rodeada de árboles, se ven caballos pastando a los costados y a perros escuálidos y despellejados por la sarna buscando en la basura. El remisero les teme a la caída de la tarde y a los badenes gigantescos que hacen crujir el chasis de su auto, por la oportunidad que significan a cualquier chorro. Pero Las Catonas aparece como un barrio de clase mediabaja a unos dos mil metros de pobreza continua: es la conjunción del viejo barrio Pfitzer, de casas bajas y calles de tierra cuidada, y el “3 de Diciembre”. Cerca corre un arroyo. El arroyo es adonde va a parar lo que ya no sirve. Por eso hace un año, después de un robo en el que el ladrón consiguió escaparse, dos policías les recomendaron como santo remedio: “Mátenlo y tírenlo al arroyo”.
Perdón, Señor
Cuando Página/12 llegó al lugar esta semana, más de 30 vecinos esperaban para contar lo ocurrido. Caminaron desde la Casita de Sebastián –el jardín de infantes creado por los padres de Sebastián Bordón– hacia la esquina de Belgrano y Admunsen, con la tranquilidad que volvieron a disfrutar tras la expulsión de los ladrones y la recorrida inesperada pero ahora sí permanente de los patrulleros de la 2ª. En el lugar, el fotógrafo de este diario y el remisero miran buscando el rancho quemado, sin encontrarlo. Cuesta en el primer vistazo tomar dimensión de que fue una turba de 300 personas llenas de bronca y no una topadora gigantesca la que derribó todos esos bloques de cemento. “Lo hicimos uno por uno”, dice una mujer de cadena religiosa al cuello. “Yo nunca me voy a olvidar al papá de un chico al que le robaron el auto. El hombre es evangélico: ‘Perdón, Señor’, decía y le daba con la maza a la pared, ‘Perdón, Señor’, y seguía dándole.”
Pero ¿de qué densidad fue lo que los vecinos atravesaron hasta llegar a ese momento en el que no sólo quemaron sino que además destruyeron hasta el último ladrillo la sede del enemigo? En abril de 2000, llegaron los Vargas. Habían ocupado primero una casa en un barrio cercano y se rumoreó que los habían desplazado desde Villa Tessei por haber roto los códigos de los ladrones del lugar sobre no robar en el propio territorio. En la esquina de Belgrano y Roald Amundsen, un matrimonio mayor cansado de los robos había vendido una amplia casa de material. Antes de que el nuevo dueño alcanzara a habitarla fue ocupada por los Vargas. Eran Roque Vargas, su mujer, conocida como “Bety La Chorra”, y sus cinco hijos, el mayor de 15 años. Al poco tiempo también tomaron una casilla de madera lindera. Y comenzaron con el desarme de autos en el espacio libre entre las dos fincas. Jorge, barba y jeans, de la mano de su hijo, cuenta que “nunca dejamos de ver cómo entraban los autos y no volvían a salir. Los cortaban ahí mismo. Después, la policía, en un allanamiento, se llevó varias partes pero no supimos qué pasó con eso porque los patrulleros venían muy seguido, por lo menos una vez por semana. Directamente entraban y dejaban el auto en el patio”. El manejo es similar al que se da en cada porción del conurbano en el que los desarmaderos son una enorme fuente de financiamiento de la corporación policial. Página/12 publicó hace una semana los testimonios de los desarmadores de General Pacheco que acusaron a los recaudadores de la comisaría local y la DDI de Tigre. En la zona, la relación entre azules y ladrones no es desconocida: hace dos meses, la fiscal de Mercedes Miriam Rodríguez envió a la cárcel a ocho policías acusados de proteger desarmaderos. Dos de ellos eran de la comisaría de Las Catonas, los restantes de la DDI de General Rodríguez. Rodríguez le confirmó a Página/12 que los policías eran parte de una banda mixta y fueron procesados por asociación ilícita y encubrimiento.
Fue un segundo
A medida que los vecinos, parados ante las ruinas, reconstruyen los hechos anteriores al 27 de octubre, sienten la necesidad de explicar que nunca pensaron en llegar a la violencia de la muerte. En las reuniones que habían tenido después de los últimos tiroteos casi no hubo diferencia de opiniones: una más y les prenderían fuego el rancho.
La mañana del 27, Rubén Ramírez, desmalezador de gruesos brazos, padre de seis hijos y beneficiario del Plan Jefas y Jefes de Hogar, tuvo ganas de salir con el machete a hacerle frente a Vargas. Uno de sus nenes había ido a comprar el pan y uno de los chicos de Vargas, de 9, le había robado, según dice, el peso con el que pensaba pagar. Rubén Ramírez, a puro puño, sin armas ni machete, le fue a reclamar a Roque Vargas.
–Ahora voy a tu casa a hablar –le dijo el otro.
Pero cuando entró a su patio, Vargas “enseguida tiró a pegar”, cuenta. “Nos empezamos a pelear y llegó D., su hijo de 15, con Mónica, la mujer, los dos armados. El pibe me tiró como tres o cuatro veces.” Ramírez agarró una piedra y con ella intentó defenderse. Sus hijos gritaban y lloraban. Salió a la calle a perseguirlos. Los Vargas recularon unos pasos. Marcial, mameluco de laburante, vecino de la esquina, se asomó y vio a los Vargas con armas en las manos, mientras que Ramírez tenía en las suyas solo una piedra y un palo. “Fue un segundo de pensar: ¿Me meto o no me meto? Agarré la escopeta para moderar la situación. Vargas se quedó parado con el arma hacia adelante. Cuando me vio a mí, la escondió. Y empezó el griterío.”
–¡Andate! ¡Andate! –profería la muchedumbre, creciendo con los minutos, yendo de los grupitos dispersos a la gruesa columna.
El Vargas de 15 corrió al auto en la vereda y lo puso en marcha. Su padre se escabulló con él. Y Bety La Chorra, con su celular, alcanzó a llamar a la policía, cuentan sus detractores.
–Si me quieren sacar, ésa no es la forma. Hagan la denuncia –les advirtió.
Pero la gente siguió juntándose. Si se le pregunta a uno por uno cuántos eran, como la mayoría estuvo allí martillo en mano, no logran recontarlo. “Debemos haber sido unos 300 o más, toda la calle llena”, le explicó Elisa a este cronista diez días más tarde. Lo que sí recuerda la mujer es que primero empujaron y voltearon el alambrado. Luego, la peor escena, apenas comenzó el fuego: “La mujer se fue a refugiar a la casa de al lado con los tres hijos más chicos”. Aunque la multitud también había comenzado un foco de incendio allí, como una fiera, Bety parecía dispuesta a cualquier cosa para no dejar de marcar, aunque ya inútilmente, su territorio. “Los vamos a matar. Esto no termina acá”, les gritaba. Tres mujeres se pusieron de acuerdo para entrar al rancho a sacar a los chicos. Ella se aferraba al rancho y a sus hijos. Los niños lloraban desesperados; y tosían, los rostros tiznados por el humo. “Una de las cuestiones que más tuvimos en cuenta fue que en la casa había chicos”, cuenta una vecina.
–¡Sacalos, no seas hija de puta! ¡Sacalos! –le gritaban las mujeres desde la vereda, desesperadas porque creían que Bety se inmolaría junto a sus hijos si seguía allí adentro. “Cuando entramos a sacar a los nenes, los cables de luz chisporroteaban. No me olvido más.”
Los arrastraron hasta dejarlos lejos de las llamas. La policía esta vez no tardó en llegar: estuvo a los 20 minutos. “Fue la única vez que actuó rápido. Cuando llegaron, como se dieron cuenta de que nosotros no íbamos a parar, dijeron que estaba bien lo que hacíamos”, cuenta Irma. Uno de los hombres con los que habló Página/12 repitió su respuesta: “No, no hicimos bien. Está mal. Y está mal como consecuencia de que ustedes son cómplices, de que ustedes dejaron que esto pasara”. Entonces llegaron los bomberos, quienes tuvieron intenciones de meterse en la esquina incendiada. “¡No, ahí no!”, escucharon. Los habían llamado los vecinos vengadores, pero sólo para que mojaran al ranchito del otro lado del cerco de los Vargas.
“Avisá a la central que se prendió todo”, le dijo el jefe de bomberos a su gente y presenció junto a la pueblada y la policía cómo ardía la casa, el desarmadero, el auto estacionado. Les llevó toda la mañana y parte de la siesta terminar con el derrumbe. Finalmente, usaron los troncos de palmera de la zona como arietes para avanzar todos abrazados a él contra la amenaza expulsada, en la soledad del Gran Buenos Aires a fuego lento.