Lunes, 14 de diciembre de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Eduardo Grüner *
A los jóvenes, es sabido, los estupidizan el rock, los aritos y los preservativos (aunque cuando uno era joven, llevar este último adminículo en el bolsillo era un signo, más bien, de “viveza”, de estar “siempre listo” para una eventualidad). No, digamos, Tinelli. Esta sutil hipótesis sociológica nada dice, sin embargo, sobre qué estupidiza a los adultos. O a los ancianos que ya llegan muy alelados a provecta edad, aunque se hayan pasado la vida escuchando a Mozart y no a Mick Jagger. Y es lógico que de eso no se diga nada: hay que hacerle creer al que escucha que la decrepitud es señal de tener una posición ¡firrr-me! frente al mundo. Y de que –viniendo los consejos de un respetable intelectual de la nación que de pronto adquirió cartera– sus discursos tienen alguna posibilidad de ser, como se dice, pasados al acto. Pero esa pretensión es insultar la inteligencia hasta de los votantes que, indirectamente, le entregaron la cartera. Quiero decir: son palabras que no tienen la más mínima posibilidad de eficacia, más allá de la de ser citadas por algún acusado de genocidio –con la cual, como es obvio, el efecto es boomerang–. Como diría algún lingüista, el performativo –ese enunciado que por su propia enunciación es un acto con consecuencias materiales en la realidad– requiere de una serie de condiciones institucionales y sociales para poder afectar algo. Pero no hay tal cosa. Desde ya: éste es un país que conserva nichos ecológicos trogloditas, como cualquiera. Y ésta es una ciudad llena de reaccionarios, como todas. Y tenemos una clase media con una historia complicada, etcétera. Pero hoy –en el futuro nunca se sabe, pero el hombre habla hoy– hay un umbral que ya se cruzó, un piso mínimo del cual la buena sociedad, como tal, no se va a bajar, por más mano dura que reclame para los delincuentes juveniles. Para los descastados y lúmpenes, entendámonos. Pero ¿para los rockeros con arito que van a las buenas escuelas porteñas, públicas o privadas? Hay que estar muy despistado para creer que incluso las mamás de algún colegio inglés de Barrio Norte van a tolerar el arrasamiento del inveterado sarmientismo de la middle-class metropolitana. No, con la educación de los pibes no se juega, che. Y entonces ¿el pobre tipo qué va a hacer? Supongamos –podría suceder– que en reacción a sus palabras las maestras declaran una huelga. ¿Va a mandar reprimir violentamente –como tendría que hacerlo, si es consecuente con su performance verbal– a las proverbiales segundas madres? Puede ser, el primer día. Y hasta el segundo. El tercero se tiene que ir, en helicóptero, en bicicleta –por las nuevas bicisendas que hizo su jefe–, o en cuatro patas para pasar lo más inadvertido posible. ¿Entonces por qué no ahorramos tiempo, Mauri? Pero, uno sabe por qué: porque, mientras tanto, hay que darles aire a los grandes media para ver si con toda la manija que le están dando al asunto logran que alguien se crea que la cosa va en serio. Que la “corrección política” (auténtica o cínica, lo mismo da) de la porteñidad –esa corrección política que es la razón por la cual votaron en pro de un jefe que llamaba a la concordia– va a ser despachada rápidamente para que con las palabras se puedan hacer cosas. O sea: la inflación de sandeces huecas de un plumífero es un tiro por elevación que pretende fungir de amenaza de que algún día lo que se dice se haga. En todo caso habrá que ocuparse de esas operaciones, pero no de las palabras mismas. Y, seguramente, habrá que ocuparse de ver qué está pasando con la educación en la bendita CABA. Finalmente, como decía Freud, educar es una tarea imposible, igual que gobernar: entre otras cosas, porque son tareas que tienen que suponer sujetos libres y autónomos en una sociedad que no lo es; entonces ¿por qué no nos ocupamos de eso? Y dicho sea de paso: tampoco habría que considerar apocalíptico que un escribiente inverosímil esté al frente de esa magna cartera, o suponer que el próximo 24 de marzo no se va a poder decirles a los educandos lo que corresponda. Eso sería menospreciar el hecho de que es en el duro trabajo cotidiano en la jungla de pizarra donde se juega lo que importa verdaderamente, y no en los micrófonos de una ceremonia de asunción que prontamente puede ser de deposición. Y ahí, donde importa, los pibes, en general, están en buenas manos. Y, bueno, ya que tanto hemos hablado de palabras (huequísimas), nos permitiremos terminar con una erudita disquisición filológica. Cualquiera que –como el que esto escribe– sea un fanático de los westerns clásicos de Hollywood, sabe cuál es la palabra con que se designa a esas patrullas improvisadas de ciudadanos ávidos de sangre que el sheriff recluta para salir a linchar al malviviente: esa palabra, en inglés, es posse. Pero el plumífero de marras no da la estatura del más bien lacónico John Wayne. Y no se ve (por ahora, todo es por ahora) que haya muchos energúmenos dispuestos a montar.
* Sociólogo, profesor de Teoría política y de Sociología del arte (UBA).
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