Miércoles, 17 de febrero de 2010 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Mario Wainfeld
La presidenta Cristina Fernández y Néstor Kirchner son “malvineros”, desde mucho antes de morar en Olivos. Como tantos ciudadanos patagónicos vivieron la guerra, vieron partir y sobrevolar aviones que, en muchos casos, no volvieron. A diferencia de la mayoría de los argentinos de otros parajes que la “vieron por tevé”, los “pingüinos” palparon la contienda de cerca, lo que dejó huellas en su sensibilidad. En el caso de los Kirchner, también en su visión política.
El canciller Jorge Taiana incluye a Malvinas en su agenda, como un ítem sustancial. Amén de su sensibilidad particular, prima el ansia profesional de recuperar terreno en una reivindicación que el delirio dictatorial dañó gravemente. Los Kirchner (en cuanto políticos) y el ministro (un diplomático versado) saben que la búsqueda pacífica de la recuperación de soberanía es un camino cuesta arriba, que insumirá décadas. A casi treinta años de la guerra, tan absurda como popular en su momento, revalidar títulos históricos es un cometido titánico. Una construcción laboriosa, pacífica, antagónica en todo a la aventura militar. Sin vociferarlo, el Gobierno entiende que movidas como las de ayer y la semana pasada no son golpes idóneos para noquear a la contraparte o para producir un giro sideral en la trama diplomática. Se trata, ni más ni menos, de probar voluntad firme ante los avances del Reino Unido. Hay también un objetivo pragmático: entorpecer y encarecer (dos sinónimos al fin) por vía de reglamentaciones toda potencial actividad exploratoria de los británicos. Empiojar el tránsito, en un país de tradición piquetera, es un recurso para incitar a la negociación.
Ni en la Casa Rosada ni en el Palacio San Martín se reconocerá que las quejas argentinas tendrían más sabor si el país estuviera más comprometido en la exploración offshore en la zona aledaña al conflicto. Pero lo tendrían, a no dudarlo.
Brasil descubrió una riqueza petrolera estimable en su plataforma marítima; los ingleses seguramente piensan seguir su camino. La Argentina está muy rezagada en esa tarea, que podría reparar parcialmente otro dislate histórico, cometido en plena democracia: la entrega de la riqueza petrolera y de la empresa nacional YPF a manos privadas.
Más allá del cipayismo y la ligereza privatista de los noventa, toda recidiva de Malvinas es una lección. La barbarie de la dictadura condiciona (tira para atrás) la virtualidad de los reclamos argentinos. El terrorismo de Estado no agota la nómina de las herencias nefastas que se siguen pagando con usura.
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Pasaje a Lima: Perú fue uno de los países que más decididamente apoyó al nuestro durante el conflicto de Malvinas. Pésima retribución fue la venta ilegal de armas a Ecuador, consumada bajo la presidencia de Carlos Menem, cuando ese país y Perú sostenían una guerra desdichada. Esa enormidad seguramente será evocada y cuestionada por Cristina Fernández cuando viaje a Lima, a fin de marzo (en fecha a precisar), para encontrarse con su par peruano, Alan García. El alcance del reproche presidencial a esa tropelía del pasado no se difunde, en un gobierno muy dado al sigilo. Pero oscilará entre el reconocimiento de un grave error y el pedido público de disculpas.
Será la primera visita de la mandataria al Perú, habrá acuerdos económicos de variado tipo. También existe un objetivo político, que es reanudar lazos con una nación muy afín, muchos de cuyos ciudadanos emigraron recientemente para Argentina, integrando una de las colectividades hermanas más nutridas.
El kirchnerismo, a diferencia de lo que fue moda en el peronismo ochentista, no se hace ilusiones ideológicas con Alan García. Pero advierte que, ante los cambios políticos que se producen en la región (en especial la derrota electoral de la Concertación chilena) es necesario remozar y ampliar el arco de relaciones.
La convivencia e integración argentino-chilena viene prosperando desde la reinstalación democrática. Alcanzó sus picos más altos en los últimos años, acelerando la continuidad. Los kirchneristas, en especial, se sienten muy ligados a la dirigencia de la Concertación. En Cancillería y en la Casa Rosada se define a Michelle Bachelet como la mayor abanderada de esa relación. “La vamos a extrañar”, auguran en los pisos altos del Palacio San Martín.
En Buenos Aires no se teme un viraje brutal en un proceso que tiene raíces firmes políticas, económicas y culturales. La conveniencia recíproca es un pilar que sería suicida sacudir. El partido de Piñera, evocan funcionarios avezados, facilitó la aprobación parlamentaria del Tratado de Maipú que firmaron Bachelet y Fernández de Kirchner antes de su viaje común a la Santa Sede, a fin del año pasado. Y, cuentan en Palacio, “Cristina recibió a Piñera cuando era candidato. Fue un buen encuentro, superados recelos iniciales. Tanto que, al rato de entrar, el ahora presidente llamó a su esposa para que se sumara a la tertulia”. El confidente autocelebra: “Fue correcto dialogar con los candidatos opositores y no sólo con Eduardo Frei”.
Ni lo construido por sucesivos gobiernos en ambas laderas del Ande ni lo cortés quitan lo valiente. Piñera será menos afín al vecindario, seguramente no repetirá la defensa encendida de la democracia y la paz en la región que hizo Bachelet. En términos estratégicos e ideológicos se orientará más al Norte y al Pacífico. El colombiano Alvaro Uribe, el cuadro más consistente de la derecha latinoamericana, será un aliado de cajón. Con el PAN mexicano se tirarán buena onda, aunque el presidente Felipe Calderón tiene toda la pinta de perder las próximas elecciones. Perú es un tercer régimen de centroderecha apetecible para una virtual coalición. No será sencillo porque el pasado delimita el futuro: las relaciones entre Chile y Perú siempre fueron tensas, connotadas por guerras territoriales, los irresueltos conflictos fronterizos y una mala onda más que secular. Durante los mandatos de los presidentes Bachelet y García los enconos crecieron, no será sencillo disiparlos.
Demostrar que Argentina tiende renovados puentes con el Perú aspira a ser un modo pragmático y a la vez sutil de incidir en ese nuevo escenario. Una movida no confrontativa, eficaz para limitar a un eje de centroderecha, de diferente sesgo político al que primó en este Sur en lo que va del siglo.
Cristina Fernández anunció ayer que llevará la denuncia contra los británicos al Grupo Río, que se congrega la semana próxima. De modo implícito levanta la autolimitación para salir del país que se impuso cuando debía viajar hacia China. Se apeó, se recuerda, por la creciente desconfianza hacia el vicepresidente Julio Cobos, a lo que podía hacer sentado en el sillón de Rivadavia. Se podrá alegar que esos dos viajes (y otros que advendrán) son más cortos que el de China. En todo caso, se revisará un gesto, imposible de sostener en un mundo cada vez más globalizado en el que la “diplomacia presidencial” y las tratativas cara a cara son ineludibles.
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