Domingo, 14 de marzo de 2010 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Un magistrado que reniega de la cosa juzgada, silencios en el Foro. La cautelar fácil, una costumbre remanida. Las razones del oficialismo, mejores que sus argumentos. Un paso en falso de la Corte Suprema. Laderos que se las traen. Apuntes sobre el Consejo de la Magistratura y una vieja desobediencia a la Constitución.
Por Mario Wainfeld
“El ciudadano se ve, a veces, tentado de buscar en un juicio los resultados que ha desesperado de obtener en una elección: a falta de ejercicio responsable de la responsabilidad política, se busca determinar penalmente un responsable. Es así como la impotencia que se siente respecto de lo político (...) ha llevado a desplazar el lugar de rendición de cuentas de los gobernantes.”
Pierre Rosanvallon:
“La contrademocracia”.
La jueza Elena Liberatori autorizó el casamiento de una pareja gay en el Registro Civil porteño. El Jefe de Gobierno Mauricio Macri decidió consentir la decisión. Dejando a un lado la máxima sobre lo que es del César y lo que es de Dios, el cardenal Jorge Bergoglio lo instó a que apelara, fue desoído por el mandatario terrenal. El matrimonio se celebró, los flamantes cónyuges se llevaron la típica libreta. En paralelo, el abogado Ernesto Ricardo Lamuedra promovió otro reclamo, ante otro juzgado, el del juez nacional en lo Civil Federico Gustavo de Igárzabal. Lamuedra es una suerte de hipocondríaco jurídico, experto en promover reclamos sobre temas en los que no tiene interés personal legítimo. El cardenal había requerido la apelación, la vía correcta ante una sentencia que se cree injusta. Un vistazo distraído concluiría que Lamuedra fue más bergoglista que Bergoglio. En verdad, era la continuidad del bergoglismo por otros medios, patentemente antijurídicos. De Igárzabal, el informado lector de este diario lo sabe, acogió su reclamo, declaró nulo el matrimonio, diz que intimó a la pareja a devolver la libreta. De Igárzabal no es competente en razón de la materia y pasó por encima de la cosa juzgada. Su fallo es una vergüenza, una violación de todas las reglas, un atropello. El cronista considera, además, que la resolución de Liberatori fue justa pero eso no es el núcleo del escándalo jurídico. Sí lo es que un juez haya usado con fines higiénicos una sentencia. He ahí un avasallamiento al Poder Judicial, consumado desde adentro.
Ninguna Asociación de Magistrados dijo “esta boca es mía”. Ni pío dijo el vocal de la Corte Carlos Fayt, que días atrás había presionado a jueces que estaban por dictar sentencias señalándoles lo que debían hacer.
La pasional defensa de las instituciones cede ante la lógica corporativa, ésa es una conclusión inevitable. Si el Poder Ejecutivo hubiera hecho algo similar, los togados hubieran clamado al cielo.
La segunda conclusión, igualmente ineludible, es que no todos los jueces son lo mismo. Liberatori, como antes su par Elena Seijas (que también fue sujeto pasivo de una embestida similar) había producido una decisión valiente y seria. Pero en caso de conflicto entre magistrados sus gremiales claudican, favoreciendo con su pasividad a los poderes fácticos.
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La cautelar fácil: El control de legalidad en el sistema argentino es ejercitado por los magistrados en forma “promiscua”: cualquier juez de primera instancia está habilitado para declarar inconstitucional una norma. Es un esquema de difícil comprensión para los profanos y tiene varias contraindicaciones, pero es el vigente. Si no se reforma, la Carta Magna seguirá rigiendo. Que un juez poco informado, dedicado a cuestiones menudas, dirima complejas cuestiones de Estado es un riesgo grande. Lo agravan algunas otras características de la estructura de tribunales: los jueces son vitalicios, mientras dure su buena conducta. No están sujetos a reválidas de sus títulos ni forzados a mantener actualizada su capacitación ni supeditados a ninguna intervención del voto popular.
Dura lex sed lex, nadie puede objetar que analicen pedidos de inconstitucionalidad pero sí es exigible que sopesen la gravedad de sus actos y la limitación de sus saberes.
En el cotidiano, máxime en los últimos años, los magistrados manejan con ligereza las inconstitucionalidades, algo muy celebrado por el establishment económico y mediático y también por muchos integrantes de la familia judicial. Piensan que así se demuestra independencia.
El intríngulis se agrava porque los reclamos de inconstitucionalidad suelen ser precedidos por pedidos de medidas cautelares, en especial la de “no innovar”. Un proceso de inconstitucionalidad se basa en el principio de contradicción: hay dos partes que (en paridad, al menos teórica) confrontan intereses y razonamientos. A menudo se puede producir prueba, las decisiones son recurribles ante instancias superiores.
En cambio, las medidas cautelares se pueden decretar “inaudita parte”, sin escuchar al otro. Su justificación general es evitar que el derecho de fondo se desbarate por el paso del tiempo. La inconstitucionalidad se resuelve después de la controversia y con alguna meditación, la cautelar se dirime de volea. El problema es que, en el interesante terreno de los hechos, muchas cautelares obran los mismos efectos que la sentencia, que está en discusión. Pasa algo parecido con las prisiones preventivas aplicadas desaprensivamente: el acusado comienza a purgar su delito sin que éste haya sido establecido por sentencia firme.
Por si todo lo antedicho fuera poco, las medidas cautelares suelen otorgarse sin exigir fianza a quien las reclama. Si el lector (es un giro didáctico, no una sugerencia) iniciara un pleito contra este cronista y exigiera un embargo alegando un derecho verosímil y riesgo en la dilación, en la mayoría de los casos en que se admitiera se le exigiría una “contracautela”. Así se designa en jerga a las fianzas para responder por eventuales daños causados por la impertinencia del reclamo. Si el lector litigara contra el Fondo del Bicentenario o el de Desendeudamiento en pos de una medida que paralizara miles de millones de dólares, la praxis cotidiana es no pedirle nada. Nula fianza, ni siquiera la personal o “juratoria”, el compromiso firmado de hacerse cargo de los daños causados si el planteo resulta injusto y dañoso.
La ligereza de los magistrados se redondea con la irresponsabilidad de los demandantes. Muchos dirigentes políticos atizan la disfunción, judicializando a mansalva. La oposición lo hace con frecuencia, el oficialismo se queja en consecuencia. En la semana que pasó (así como ocurrió con el rebusque de retacear quórum) los roles se invirtieron: legisladores del Frente para la Victoria presentaron un pedido de “medida cautelar autónoma” contra el reparto de puestos en una comisión del Congreso. Debe sustanciarlo Ernesto Marinelli, un juez fustigado por la presidenta Cristina Fernández de Kirchner.
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Razones y argumentos: En opinión del cronista es un clásico: las razones del oficialismo habitualmente son mejores que los argumentos de los que se vale para justificarlas. La sobreexposición de la Presidenta acentúa el abismo: sus palabras tienen un peso peculiar. Los cuestionamientos a la ligereza de muchos magistrados son atendibles, no así algunas acusaciones que las acompañaron y, aún, eclipsaron. En primer término, la Presidenta abusó de la generalidad, abroquelando a jueces eficientes y serios con otros que no lo son. En segundo lugar, hizo alusión indebida a la vida privada de dos magistrados (Marinelli es uno de ellos). En tercer lugar cayó en consideraciones afines al discurso manodurista de los medios: la protesta por las excarcelaciones (cuando el mayor problema son los presos sin condena) y por la sentencia del accidente del avión de LAPA (un juicio que trata sobre un mecanismo complejo de responsabilidad, con escasos precedentes domésticos, de difícil resolución). También hizo denuncias de corrupción sin señalar responsables.
Las alusiones al “Partido Judicial” –otra vez poco precisas– también pusieron en guardia a los magistrados, de por sí bastante corporativos.
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Malas compañías: Fayt fulminó como “tonterías” las palabras de la Presidenta. Flagrante derrape para una Corte que exige “mesura” a los demás. Los Supremos, sin dar cuenta de la bravata de uno de ellos, emitieron trascartón un comunicado pidiendo “mesura”. No lograron unanimidad.
El cronista entiende que es muy positivo que los jueces hablen más allá de sus sentencias, lo contrario sería agravar la oscuridad propia de los Tribunales. He ahí una de tantas virtudes de la nueva integración del Tribunal. Claro que quien expone queda sometido a la crítica de los demás. El comunicado de Sus Señorías fue un paso en falso mucho más obvio, menos democrático y menos sugestivo que la mayoría de sus sentencias. En tropel, se le plegaron (llenándola de alabanzas) dos actores extrademocráticos, asiduamente antidemocráticos. La Asociación Empresaria Argentina (AEA) y la Conferencia Episcopal sumaron sus plácemes y atendieron su propio juego. Se formó un trípode indeseable: un poder del Estado democrático con organizaciones no gubernamentales, muy flojitas de papeles en su compromiso con las instituciones.
La coyuntura política es muy delicada. Si Sus Señorías no quieren ser usadas por los poderes fáctico deberán extremar su cautela y afinar su pluma. Jamás callar ni declinar competencias, sí hacerse cargo de las consecuencias de lo que dicen o escriben.
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División de poderes: La modificación del Consejo de la Magistratura (mal concebido, mal reformado, mal gestionado hasta hoy) se inscribe en el contexto de politización y simplificación extremas. Se impulsan correcciones simplotas y disfuncionales. Uno o varios consejeros más o menos no modificará la esencia de una institución enclenque. Los vaivenes de la moda impulsan a una indeseable primacía de las corporaciones de letrados y judicial. Es exótico, la división de poderes (tan ensalzada en la retórica) supone que la posibilidad de elegir y destituir jueces no sea dominada por magistrados y abogados, astillas de un mismo palo. Es, con toda lógica, una incumbencia política que debe recaer, preponderantemente, en los otros estamentos del Estado.
Nada es sencillo de sustanciar en la cultura política doméstica, de por sí binaria y simplificadora. En el camino, corresponde respetar las reglas existentes, aunque debe asumirse su disfuncionalidad, de cara a reformas que las mejoran.
Claro que, si de honrar la Constitución se trata, vale refrescar un mandato vigente desde 1853, desacatado continuamente. Se trata del juicio por jurados, institución polémica (como tantas) pero impuesta por la Carta Magna, sin dudas. La posibilidad de participación ciudadana en el más aristocrático de los poderes del Estado sigue en veremos. La participación popular está extrañada del Poder Judicial. Esa señal, que viene del fondo de la historia, interpela a protagonistas actuales y pasados de los tres poderes públicos. Al modesto ver del cronista ilumina bastante acerca de todos los, episódicos o lacerantes, temas de coyuntura que recorrió esta nota.
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