Domingo, 14 de noviembre de 2010 | Hoy
EL PAíS › DANIEL FREIDEMBERG
Todo está abierto en Argentina a partir de la muerte de Néstor Kirchner, pero hay diferentes modos en los que un “todo” puede quedar abierto. No es a la gozosamente preocupada manera en que lo anuncian los consabidos editorialistas y opineitors del sentido común interesado, que asistimos a la inesperada apertura de un nuevo horizonte argentino: está abierto a la manera de Néstor Kirchner. Hay un enigma bullente, palpitante, ruidoso, una emergencia imposible de encuadrar, y ese enigma convoca, aunque no se sepa bien qué es, y entre otras cosas convoca porque no se sabe, porque lo que se puede saber tiene el resplandor del preanuncio de un “mucho más” por lograr, y porque también entre lo que se sabe está la evidencia, poderosa, de una pasión que empuja hacia la acción que haga de su propio despliegue la respuesta, inédita seguramente. Si es cierto que, como se ha dicho, a la muerte del hombre sucedió el nacimiento del mito, la figura que sostiene ese mito habla ante todo de desafío, es un llamado a pensar lo impensado, o ir haciéndolo. Lo impensable, incluso, según los modos asentados del pensar.
Aunque “futuro” era una palabra que no estuvo mucho en su vocabulario, Kirchner fue un provocador de futuro, o de la pregunta por el futuro. Provocaba futuro sin presagiar mucho (“tenemos que salir del infierno”, apenas, o “un país normal”) porque lo que solía hacer no entraba en las previsiones ni se amoldaba a lo que había existido hasta ahí. Produjo realidades, situaciones, que no en todos los casos tienen plenamente nombre y siguen abiertas. La última la produjo con su última gran jugada política, imprevista hasta para él mismo: su muerte. Hablo de lo que hemos vivido, de lo que se lanzó a vivir y se mostró viviente, entre el 27 y el 29 de octubre.
De los poetas, o de algunos de los mejores poetas, suele decirse que “no saben lo que dicen”, o que “no tienen nada que decir”. Lo ya dicho, lo que ya tiene significado y entra completo en la comprensión, para quienes ingresan a ciertas zonas del trabajo poético, no alcanza, es un estorbo, una estridente mudez obnubiladora y paralizadora: tarea de poeta es ver cómo dar palabra a aquello que no la tiene, ver modos de decir lo que no tiene cómo ser dicho y lo reclama, encontrar las palabras o los silencios o los reveses de las palabras o sus fisuras que rompan la insignificancia del “todo está claro: hasta acá llegamos, para qué más”. Se parecía un poco a esos poetas Néstor Kirchner cuando se lanzaba, con insuficientes palabras, a hurgar posibilidades donde no estaban claras las cosas o no parecían estarlo, a avanzar en la tiniebla de lo imprevisible o inadmisible, sin cinturones protectores ni barandas ni garantía de triunfo, no sin torpezas o riesgo de caer en el ridículo, pero de algún modo sabiendo –como suelen intuirlo los mejores poetas– que eso, al parecer insensato, es lo que corresponde hacer, que no hacerlo es seguir girando en torno de “lo que ya se sabe” y que cuando el sentido de una política, como el de las palabras, está completo, esa política ya tiene poco que decir.
Como el 17 de octubre del ’45, cuya dimensión pudo admitirse bastante después, y más a través de lo que suscitó que de las explicaciones, o como diciembre de 2001, cuyo sentido no alcanzamos todavía a asir, no era previsible ni entraba en los cálculos de nadie la realidad que fundaron, en Plaza de Mayo, en las calles o en el Salón de los Patriotas, las multitudes arrojadas, a la manera de Néstor Kirchner, a proponer con la puesta del cuerpo un destino. Fuera de cualquier plan, hay en esa irrupción un plan tácito, necesario, colectivo, cuya lectura nadie tiene derecho a agotar. Sea lo que fuere, es en gran medida algo que no existía, o existía como potencia oscuramente a la espera de concreción, y es una novedad jubilosa.
Estamos viviendo una Argentina muy distinta de la de unas horas antes del atardecer del 27 de octubre, así como el 25 de mayo de 2003 la Argentina empezó, inusitadamente, a ser muy otra. No es pura teoría ni es pintar la realidad con los colores del deseo propio: la hemos visto, la vemos, pero nadie podría decir cómo es. No es con las palabras que sirvieron en otras ocasiones que lo podremos decir (al menos no con todas ni preservando intacto su aquerenciado sentido), ni lo podremos decir solamente con palabras. Un poco a tientas y buscando modos de hacer pie firme en el barro, como siempre ha ocurrido con los grandes movimientos populares, se irá diciendo a sí misma, para abrir entonces otros, inconcebibles, rumbos de avance: el enigma, ante nuestros ojos, convoca, concreto, vivo y material, y a lo que ante todo convoca es a ningún desentendimiento, ninguna facilidad intelectual o ética, ninguna quietud.
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