Martes, 8 de febrero de 2011 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Mario de Casas *
En la medida en que se acerca octubre, reaparecen voceros de viejas confusiones, algunas reveladoras de lo que se pone en juego en las próximas elecciones. Candidatos, opinadores y comentaristas de la prensa opositora, que suelen presentarse como promotores de la “modernidad” o exponentes del progresismo vernáculo, proponen desde sus pertenencias partidarias o exaltan desde su “objetividad” periodística una “socialdemocracia” que nos rescataría del “populismo” que gobierna. Lo que obliga a prestarles atención es que no sólo insisten después de fracasos propios sino que repiten la antigua e inconducente manía de traer recetas de otras latitudes y aplicarlas acríticamente como respuesta a lo que supuestamente necesitamos; en este caso hay que agregar como agravante que la socialdemocracia realmente existente rompió el pacto de la última posguerra entre capital y trabajo, y se convirtió en ejecutora de las políticas neoliberales que han deteriorado y siguen deteriorando las condiciones de vida de los sectores populares más vulnerables en distintos países de Europa occidental.
Pero hay que remontarse al tramo final de la última dictadura para encontrar las raíces ideológicas de aquellas formulaciones en estos pagos. Si bien el pensamiento socialdemócrata no era en esa época homogéneo, el grupo predominante, que después dio elementos clave del discurso a distintos partidos, incluyendo a los sectores más dinámicos del peronismo y el radicalismo –ávidos de “letra” luego del obligado ostracismo–, ya había sido colonizado por influencias que resultarían funcionales al nuevo orden. Para dar una pista: el objeto de estudio había dejado de ser la totalidad social; el “nuevo paradigma” imponía abordar la realidad en fragmentos que aparentemente nada tenían que ver entre sí.
Este fue el comienzo de un proceso discursivo que culminaría justificando –voluntariamente o no– a la democracia como mecanismo de legitimación de un poder que se había consolidado a sangre y fuego, como el control social indispensable para enfrentar la agudización de la crisis provocada por la agobiante deuda externa y los sucesivos programas de ajuste estructural: había aparecido la tesis de la democracia como forma pura, sin contenidos, que los “cientistas” sociales de la época convirtieron en blasón y que teóricamente suponía la existencia de una esfera estrictamente política desligada de la economía, la sociedad y la historia.
Tal viraje en la sociología y otras disciplinas implicó, por ejemplo, que de la problemática de los patrones de acumulación capitalista se pasara al análisis del sistema político; de aportes insoslayables del método de Marx para explicar la dinámica social, a la sociología de Alain Touraine, Agnès Heller o Ludolfo Paramio, todos teóricos del reflujo de la izquierda europea, pasando por la recuperación de autores como Hannah Arendt. Se había decretado algo así como la extinción teórica del capital y del Estado, reemplazando la contradicción entre clases sociales por una curiosa oposición entre Estado y “sociedad civil”.
A estos efectos fue fundamental una lectura sui generis del gran pensador y político italiano Antonio Gramsci, basada en una tergiversación de sus conceptos de sociedad civil y hegemonía.
Así, la consolidación de la sociedad civil que en Gramsci corresponde a una instancia más desarrollada del dominio de la burguesía –y, por lo tanto, del Estado que le responde, aquella que se basa no en la coerción sino en la hegemonía devino increíblemente en su antítesis, el fortalecimiento de la sociedad frente al Estado –reducido a la esfera del sistema político–; es decir, una especie de anarco-capitalismo: más sociedad y menos Estado.
Al escamoteo del Estado correspondió el del capital. El discurso excluyó los términos –en principio semánticamente inocuos– capital y capitalismo como parte del esfuerzo ideológico por hacer invisible el capital. La identificación de sociedad civil con la sociedad en general fue la estratagema teórica para disolver las relaciones de dominación y (re)formular la sociedad como el escenario de la igualdad jurídica, el lugar de la competencia entre individuos y grupos portadores de intereses privados. Con su “sociedad civil”, la versión socialdemócrata de Gramsci había hecho desaparecer las categorías capital, poder y clase social (esta última, lo mismo que los movimientos nacional-populares, volatilizados en eso que dio en llamarse “movimientos sociales”).
Fue el sociólogo ecuatoriano Agustín Cueva uno de los críticos del desvío que, en cuanto al concepto de hegemonía, adoptó el gramscismo autóctono. Cueva reconoce este aporte gramsciano para diferenciar las formas de gobierno de la burguesía en los distintos países de la cadena imperialista –el “centro” y la “periferia”–; pero cuestiona las imprecisiones y omisiones en su formulación que dieron lugar a por lo menos dos errores en la interpretación y uso del concepto: separar el momento de la hegemonía como proceso cultural del proceso estructurado de reproducción social (reproducción de determinado modo de producción), tomando como absoluta una autonomía de la política que es apenas relativa, e ignorar el carácter imperialista de Occidente.
Por un lado se sostenía que era posible lograr una nueva “hegemonía” (en esta nueva acepción del término) sólo con el combate ideológico, sin alterar la estructura de poder. Por otro, se desconocía que la hegemonía no es una cuestión de escala nacional, tiene su soporte en –y forma parte de– una estructura internacional; no hay en esto exageración, uno de los espejismos que produce el sistema imperialista es su falta de articulación: da la sensación de que la situación de sus eslabones más “avanzados” poco o nada tienen que ver con sus enclaves más “atrasados”, ni en el plano económico ni en el político, anverso y reverso de una misma moneda.
El concepto de hegemonía tampoco entra en la escala partidaria, como cacarean los custodios del “pluralismo”: en las denominadas democracias burguesas, los partidos serían –en el mejor de los casos– algo así como distintas expresiones de una misma hegemonía.
Lo importante es que con estas maniobras ideológicas se ocultaba nuestro problema estructural, que seguía siendo la condición de país subdesarrollado y dependiente; y si se lo llegaba a considerar, era como un problema “técnico” de competencia de los economistas, quienes para peor cultivaban en su mayoría la ortodoxia marginalista y ubicaban sus faros académicos (Chicago) otra vez muy lejos de nuestra realidad.
Cumplido su cometido, Gramsci empezó a ser olvidado y el pensamiento democrático buscó otros fundamentos en Tocqueville, Weber o Giddens, cada uno en su nivel, hasta que comenzó la sustitución por un nuevo discurso que gobernaría las ciencias sociales y aledaños en los ’90: el de la “gobernabilidad”; asimismo había llegado el momento de retomar los cuestionamientos al populismo. Mientras tanto, la derecha, desentendiéndose también de la configuración de la economía, atribuía todos los (sus) problemas a la falta de “seguridad jurídica” y de “calidad institucional”.
No es necesario destacar que buena parte de las falacias señaladas fueron cimentando gradualmente la catástrofe de diciembre de 2001.
En estos días, lo que en realidad cuestionan al gobierno los sectores dominantes, camuflados con el discurso antipopulista, es que haya roto una pretensión no escrita pero vigente durante muchos años: pedir a los trabajadores que en lo económico (es decir en cuanto a sus reivindicaciones salariales) se comporten como integrantes de los sectores subalternos de un país subdesarrollado, pero que en lo político actúen como auténticos ciudadanos escandinavos. Es que el proyecto político en ejecución, lejos de la ficción de suponer la política aislada de estructura económica y de la historia, ha ido modificando el patrón de acumulación por el camino de la reindustrialización, y promueve un pacto social entre capitalistas y trabajadores, pero observando no sólo la razonabilidad de la recuperación salarial sino también la de la tasa de ganancia del capital.
Finalmente, afectados de un ideologismo agudo y aparentemente incurable, confunden como “aislamiento internacional” lo que no es otra cosa que la realización de una política exterior que prioriza los intereses nacionales y regionales con un importante nivel de autonomía, que permite mantener relaciones de conveniencia recíproca con todo el mundo.
Sería lamentable que confusiones de esta especie volvieran a orientar la marcha del Estado; en ese caso se convertirían en altamente peligrosas.
* Presidente del ENRE.
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