Domingo, 30 de octubre de 2011 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Ana María Careaga *
La desaparición. Ese mal indecible que nos asoló pretendiendo dejarnos inermes, atrapados por el abismo de lo insondable para siempre. Sin tumba para siempre. Sin nombre, sin edad, sin paradero, sin historia, para siempre. ¿Qué se podía hacer frente a una perversidad atroz que hacía de la incertidumbre lo único pasible de hallar en los años de la oscuridad más cerrada que vivió nuestro país?
Nadie sabía. No había respuestas. ¿Qué hacer frente a tamaña ignominia, frente a aquello que de tan siniestro no tenía ni nombre?
Ellas hicieron. Salieron a buscar. Primero a sus hijos, vivos. Los querían con vida. “Hasta que aparezcan todos.” Si la esperanza es un propósito activo, dice el poeta “el mejor modo de esperar es ir al encuentro”. Y ellas no esperaron, salieron a buscar. No esperaron ni aquellas que desaparecieron buscando a sus hijos, “las de la Santa Cruz”; ni las otras, sus compañeras de camino que hoy todavía giran en torno de una Pirámide que las transportó en su búsqueda más allá de cualquier frontera. Que hizo de esa búsqueda un hallazgo.
Luego la conciencia de la tragedia empezó a embargar esos miles de hogares. La posibilidad de esa realidad negada, de la última, de la que uno nada quería saber, empezó a vislumbrarse como el lugar de la desaparición. Como un destino ineluctable. Pero nunca cejaron. Fue un movimiento que las tuvo y las tiene como símbolos pero que encarnó muchas luchas, otras, innumerables luchas que a veces debieron invisibilizarse, pero que sobrevivieron a la desaparición.
Y cada uno de los logros en esa misión de una posición ética a toda prueba fue derribando trabas, corriendo columnas, atravesando sinsabores y deshaciendo obstáculos. Memoria, verdad y justicia. Justicia pedían. Pero dicen “nunca creímos que iba a llegar...”, y “seguimos porque falta mucho, pero mucho también hemos logrado”.
Decía en un escrito en abril de 2005, dando cuenta de esa búsqueda que genera la desaparición, sobre aquellas diferentes instancias adonde se vuelve recurrentemente para encontrar a los desaparecidos: “Te buscamos, como había que buscar entonces, como se buscaba en esa época funesta de nuestra historia, como ustedes nos buscaban a nosotros. Golpeando puertas, recorriendo, denunciando. Todo era inútil. Fueron cartas, presentaciones, viajes, hábeas corpus. Un gran interrogante sin respuestas. Todo era inútil. Eso era la desaparición. Parecía como si se los hubiese tragado la tierra. Pero no era así. Eran las Fuerzas de Seguridad las que secuestraban, torturaban y asesinaban. Por eso ustedes pasaron a ser, también ustedes, detenidas-desaparecidas, como los hijos que buscaban. Las madres buscaban a sus hijos y los hijos buscaban a sus madres, en el país de lo indecible. Después buscamos la justicia. Tampoco llegó. También estaba desaparecida.
Buscamos como había que buscar, y buscamos también de otras maneras: ¿Cómo? ¿Dónde? (...) En las miradas de otras madres, en sus abrazos.
(...) Te buscamos en una plaza con tu nombre, en un árbol plantado en la avenida San Juan. Te buscamos en el río cuando, en un acto simbólico –la pucha, tan bien intencionado– esparcimos las cenizas de papá, para juntarte, simbólicamente, con él. Y vos ya no estabas. Desencuentro trágico que da cuenta, una vez más, de la desaparición. Un equívoco permanente, un no lugar. El problema no es si la cita es en una plaza, en un árbol, en el río, el problema es cuando uno de los dos no puede asistir a esa cita. El problema no es si la tumba o el epitafio.
El problema es la tumba sin epitafio o el epitafio sin tumba.
Y así estuviste vos recluida en los confines de lo siniestro, de lo innombrable durante 28 años, mientras nosotros te buscábamos a ciegas.
Y así tuvimos que aprender, duramente, muy duramente, a encontrarte.
En abrazos ajenos. En las miradas de nuestros hijos. En sus sonrisas. En las imágenes en las que los hijos que ustedes buscaban, madres de todos, las abrazan con sus miradas eternas”.
Con la esperanza intacta y la voluntad irrompible. La desaparición podía ser una madre, un hijo, un hermano, un sobrino, un tío, un primo, un abuelo, un esposo, una esposa, un amigo. Alguien cuya ausencia se tornaba insoportable, alguien a quien urgía encontrar.
Y se fueron construyendo lugares donde encontrarlos. Espacios tangibles e intangibles en donde pudiera aliviarse el alma.
El 26 de octubre de 2011 tuvo lugar un hecho histórico. Fueron condenados un grupo de integrantes del GT332 que funcionó en la Escuela de Mecánica de la Armada en esa larga noche de tinieblas.
En una audiencia colmada de presencias, miles de ausencias se encontraron en la búsqueda de cada uno de los presentes. Y entonces los encontramos. Sí, de nuevo los encontramos. En los aplausos, en las fotos enarboladas como escudos que defienden del olvido y de la desmemoria, en las voces pronunciadas entre todos, en sus ojos que miran desde los nuestros.
Y se convirtió, entonces, ese recinto que a esa sociedad le queda chico, en otro lugar, en un nuevo lugar donde encontrarlos. No hace falta que la sociedad asista a las audiencias para hacerse cargo de un hecho que, a todas luces, la involucra, la atraviesa de punta a punta, la invade por todos los poros.
Allí en ese recinto, con el eco de sus nombres, con la verdad que fue eclipsando sin vuelta atrás la impunidad, la Justicia se convirtió, también ella, en un lugar donde encontrarlos.
* Directora del Instituto Espacio para la Memoria. Sobreviviente del CCD El Atlético. Hija de Esther Ballestrino de Careaga, Madre de Plaza de Mayo secuestrada en la Iglesia de la Santa Cruz el 8 de diciembre de 1977.
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