Miércoles, 14 de diciembre de 2011 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Daniel Goldman *
Como nunca, había experimentado en esa oportunidad la fugacidad en el paso del tiempo y, a su vez, de un modo casi surrealista, percibí que podía ser el mismo tiempo el que se hacía presente. Lo recuerdo como si fuese hoy. Fue en mi oficina, cuando una tal Elvira, de unos cuarenta y tantos años, me relata el drama del secuestro de su marido desaparecido durante la dictadura. Acto seguido rescata de su cartera una foto y me la ofrece. Era la de un chico jovencito, pelilargo y sonriente. La luz del día era testigo de que ella seguía indagando en un amor que se habría congelado y que a esta altura, acorde con ese registro fotográfico, el destinatario parecía más bien un hijo y no un marido. Algo muy parecido me ocurrió hace pocas semanas, tarde de un viernes de cielo plomizo, cuando Dany Tarnopolsky nos convocó en la Costanera al Parque de la Memoria, para recordar y homenajear a su entera familia desaparecida. Era ese gris el que enmarcaba otro rostro, el de un Dany quien a esta altura resultaba ser unos años mayor que su padre. Y era en el mismo contexto, que la edad de su hijo Antoine ya se aproximaba a la de la rebeldía de su hermano al momento del secuestro. Dany y Elvira quedarían enlazados eternamente en el registro de la saga de las confusiones homologadas que se juegan en la explanada de la memoria. Juego y ecuación irresoluble de los perplejos dramas que penetran por las rendijas del alma, de modo tal y como en esta historia, un padre joven sigue representando un mandato que se afinca en alguna comarca del inconsciente, aconsejando a un hijo que hoy lo supera en edad. Un hijo que termina siendo un padre y un hermano que finaliza siendo otro hijo. Seremos padres de nuestros propios padres, e hijos de nuestros propios hijos, seguramente dirá el Talmud en algún docto lugar.
Por eso son historias surrealistas, donde la psique supera la razón. Maldito mandato de la memoria, que no deja en paz a los vivos. Bendito mandato de la memoria, que constituye estructuralmente lo poco humano que sigue existiendo en el ser. Son estas experiencias las que me enseñan que algo puede ser maldito y bendito a la vez. Porque es en la trama de la contradicción que se administran ciertas situaciones de la existencia. Y hay que ser claro: se administran y no se solucionan. Administrar significa que van con uno, y que ellas acompañan a ese uno toda la vida. Solucionar sería olvidarlas. Pero olvidar es incurrir en la traición. Y el costo en la traición del olvido implica deshumanizarse.
Aunque suene cursi, cuando escuchás estas historias con el corazón, ya sos parte de ellas. Es cuando el uno se diluye en el colectivo, en el nosotros. Y es justamente en esa trama de la contradicción que quedás entramado. Qué parecidos que suenan trama y drama. Al entramarte en el drama, te entramás en los exilios, en los lenguajes extraños, en los aprendizajes, en los hábitos, en los nuevos vínculos, en las Madres, en los proyectos truncados, en los que se abren, en los que se cierran, en los organismos, en los 24 de marzo, en las Abuelas, en los juicios. Y cuando te diste cuenta, de repente descubriste que tu propia vida adquiere otro sentido y otro rumbo. O mejor dicho un sentido. Sentido en el uno. El de intentar dejar otro mundo a los que sigan, en el que no se repitan atrocidades y desapariciones, holocaustos y genocidios. No siempre nos sale bien, pero vale la pena el intento. Al final, me parece que justamente sólo el intento significa dejar otro mundo. Este intento atraviesa a Elvira, y a Dany. Y esto también a mí me atraviesa. Tramadramatraviesa. El Uno, dice la mística de manera misteriosa y juguetona, es el nombre de Dios. El Uno del cual emanan la Bendición y la Maldición.
Parafraseando al profeta Jeremías, conocía a Dany antes de conocerlo. Algunos amigos en común me habían contado su historia y, cuando nos vimos por primera vez, me confesó que la música lo habría rescatado. En compañía de esa frase encantadoramente presuntuosa, Dany es cantor litúrgico de mi sinagoga. Le canta al Uno. En términos religiosos, cantarle al Uno es recordarnos en el presente nuestra propia finitud, colocando límites a la omnipotencia. La omnipotencia representa a un otro. Y la plegaria es la lucha del Uno frente al otro. De eso se trata la plegaria. Por eso la categoría del rezo es una reivindicación de la memoria.
Conscientes de que toda memoria se construye desde un presente hacia un futuro, ella representa un deber militante que nos interpela. La memoria me interpela, me inquiere, me demanda. La tradición judía me enseña que cantarle al Uno es una necesidad que me debe incomodar. La memoria hecha plegaria me pregunta qué hago con mi vida y con qué valores me comprometo, qué es lo que me resulta trascendente, qué es lo importante y qué debo dejar de lado. La memoria frena la muerte y afirma la vida. La memoria nos compromete con la existencia, detiene cualquier abuso de poder, otorga espíritu de resistencia y dignifica. En definitiva, la memoria nos rescata de la humillación. Era lo que Dany me dijo: la canción lo rescató de la humillación.
Su saga es parte de una cadena de melodías que se conjugan en el misterioso pentagrama del alma.
¡Maldita y Bendita la memoria! Amén
* Rabino. Este texto forma parte del prólogo a Betina sin aparecer.
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