Lunes, 30 de enero de 2012 | Hoy
EL PAíS › DOS OPINIONES SOBRE EL DEBATE ENTRE GRUPOS DE INTELECTUALES
Por Pablo Castillo *
Los debates sobre cómo definir los sentidos, alcances y límites que tienen las intervenciones y las prácticas de los llamados “intelectuales” en la construcción de nuestra trama política, cultural, social y comunicacional como Nación, han adquirido en estas últimas semanas una exposición mediática mucho más significativa que en otras oportunidades. Aportes, reflexiones e intercambios de distinto tenor –entre actores diversos y heterogéneos– ocuparon generosas columnas de opinión en diarios, revistas de actualidad, portales de Internet y blogs. Las causas de esta visibilidad inesperada pueden remitir a orígenes diferentes. Lo cierto es que con mayor frecuencia de la habitual fueron tomando forma distintas líneas discursivas y narraciones que –en términos de Mario Benedetti– “iban cayendo como los viejos quepis del Parque Japonés, superponiéndose unos sobre otros”.
Como brillantemente sostuvo en un programa televisivo el secretario de Medio Ambiente del gobierno nacional, estas disputas entre tribus intelectuales están alejadas del interés del gran público, pero a pesar de ello debería reconocérseles que, al menos esta vez, estuvieron muy por encima de los forcejeos y reyertas que nos tenían acostumbrados los círculos más cerrados y autorreferenciales de la academia.
Si se entiende que el minuto de gloria también a ellos les ha llegado, lo primero que se debería intentar es, ante todo, no desaprovecharlo. Las coordenadas que se plantean en estos distintos conjuntos en pugna (Carta Abierta, Plataforma 2012 y Argumentos) tienen puntos de partida, miradas y bagajes teóricos diferentes; pero no sería justo que esas oposiciones sean totalmente encuadradas a través de los distintos formatos desde los cuales hoy nos hablan y son hablados.
Por ejemplo, la Maristella Svampa de La plaza vacía, la que conceptualizaba la noción de pueblo desde la lógica peronista, tanto como dimensión política, como social de la representación más genuina de la experiencia popular en la Argentina, puede tranquilamente dialogar con el Horacio González de La Nación subrepticia, sólo para mencionar uno de sus textos menos conocidos y que a mí particularmente más me conmueve. La Beatriz Sarlo que define a Borges como el escritor de “las orillas”, un marginal en el centro, un cosmopolita en los márgenes, también nos habla de la sensibilidad de una autora para recorrer personajes desde otro lugar del acostumbrado; la misma que podía reflexionar sobre el papel de la CGT de los Argentinos, como intento de articular aquello que el peronismo original no pudo (o no supo) hacer. Esa Sarlo debería poder confrontar con el Alejandro Grimson de Fronteras, estados e identificaciones en el Cono Sur. La ciénaga, de Lucrecia Martel (para citar la película que a mí más me gustó de ella), está ahí, para ser disfrutada sin esquemas que se adecuen a un orden preestablecido de gestos artísticos y valores.
Estas tramas cruzadas, lejos de entendérselas como obstáculos deberían poder ser leídas como una oportunidad para problematizar la Argentina y la América latina actual, con sus claros y oscuros. Después de todo, una de las cosas que esperamos de estos pensadores es precisamente eso, que nos ayuden a pensar, a reflexionar, a actuar. En ese sentido, a veces las distancias que muchos de ellos mantienen con las prácticas específicas y la gestión les permiten construir miradas más abarcadoras de los fenómenos políticos, sociales y comunicacionales, y ese es un registro a considerar; pero también teniendo en cuenta que otras, esa ausencia de territorialidad y actores de carne y hueso, les quita densidad y complejidad a sus conceptualizaciones.
Y en eso deberemos ser cuidadosos y estar atentos, más allá de acuerdos o desacuerdos con las posturas ideológicas de unos y otros. En una sucesión de libros publicados desde 1978, Edward Said demostró, de manera decisiva, los supuestos etnocéntricos subyacentes en gran parte del conocimiento político y cultural europeo y sus consiguientes efectos sobre las prácticas y los programas históricos y contemporáneos. Muchos de los integrantes que conforman estos colectivos fueron formados en esas categorías. Por eso, toda posición crítica es valiosa y necesaria. El límite no se establece en el empecinamiento por demarcar topográficamente una mayor cercanía o distancia con respecto al Gobierno, sino cuando empiecen a sentir que se están volviendo inmunes a lo que está sucediendo en las calles. Tal vez, la reacción de Theodor Adorno, que en medio del Mayo Francés de 1968 llamó a la policía cuando los estudiantes tomaron la facultad en la que estaba enseñando, nada más ni nada menos que su teoría marxista, les permita –como intelectuales– preguntarse también ¿qué hacer? cuando la realidad como construcción colectiva y como dato se les meta de prepo con sus bibliotecas, interpele sus miradas y haga sentido en sus lucubraciones.
* Docente universitario, psicólogo, magister en Planificación y Gestión de Procesos Comunicacionales.
Por Daniel Mundo *
La paradoja con la que Zenón demostraba que la liebre nunca alcanzaría a la tortuga vendría bien para visualizar lo que está ocurriendo en nuestro campo intelectual. Las políticas kirchneristas lo astillan, y fragmento a fragmento parece evaporarse el meollo de lo que se critica. Las razones son varias.
El primer cisma en el campo se produjo con la irrupción de Carta Abierta, que desde hace años defiende con párrafos barrocos las políticas oficiales; otra serie de intelectuales se ubicaron pronto del lado de la oposición, mediática y política. Ahora apareció el grupo Plataforma, cuya intrusión provocará más subdivisiones –en el medio, errantes, seguirán emergiendo estrellas que con tal de diferenciarse y no perder brillo sostendrán pavadas trascendentales–. Cada subgrupo invoca los abracadabras de siempre para imaginarse como el más crítico e imparcial. Cada uno cree portar una verdad. Quizá sea así.
El valor específico del “trabajo” intelectual lo constituye la capacidad crítica, que en su época de oro develaba desde una verdad asumida la “falsa conciencia” y las engañifas del poder. Al intelectual le atrae el poder: le aconseja, lo rechaza, quiere neutralizarlo. Habría que hacer una genealogía de la relación entre intelectual y poder en la época Moderna, teniendo como un escalón revolucionario el paso de la cultura popular a la sociedad de masas y el rol de los medios de comunicación. La sociedad del espectáculo –la confeccionada por los medios de comunicación clásicos– consumó la ambivalencia metafísica tradicional: lo que aparecía en ella generaba sospechas. La imagen como sinónimo de copia y falsedad, la representación como un doble degradado de la presencia. ¿El resultado? Un universo paranoico que confiaba que lo real se hallaba debajo de lo irreal, la verdad detrás de la mentira. El intelectual asumía allí la tarea de descorrer el velo y proporcionarles sentido a prácticas que aparentemente no lo tenían, o tenían otro, falso y alienante.
La década del ’90 significó para nuestra intelectualidad una época envenenada. Era tan fácil ser oposición que terminó por convertirse en hábito, y la tarea crítica se exacerbó hasta el punto de consolidarse como carnet de presentación. Nadie “disfrutó” nada de lo que el menemismo derrochaba: globalización integrada, renovación tecnológica, espectacularización de la política y el “todo por dos pesos”. En la sociedad mediática, los medios y los intelectuales compartían entre otras cosas el poder de hacer público lo que se escondía. Cada uno a su manera, y por lo general en una relación de enfrentamiento: el intelectual reponía lo que faltaba en el medio (la manera en que engañaba y disfrazaba sus intereses en la construcción de los imaginarios), y el medio creaba valiéndose de los hechos una realidad a debatir públicamente. Mientras consolidaba su poder, el medio imponía su lógica de funcionamiento como la auténtica realidad. El intelectual se empeñaba en develar esa lógica. Pero fue la acción política, no la investigación crítica, la que liquidó ese orden visual impuesto como destino, junto con el poder mediático que lo acompañaba (con tres tapas de un diario se voltea un gobierno), los lugares comunes (la única realidad es la que acontece en el medio) y los mitos teóricos y cotidianos (la sociedad transparente y conectada).
El consenso impuesto alrededor de las ideas de tolerancia y relativismo dificultó aun más la tarea. Se arruinó el trabajo que supone descubrir una verdad. El enemigo era tan claro que se lo terminó tolerando y relativizando –el conocimiento que tenemos hoy de los “viejos medios” prolifera pero innova poco; lo que sabemos de los “nuevos medios” proviene de la publicidad y la difusión periodística, o de la sospecha y el rechazo intelectual–. El medio no es el mensaje, pero como decía Spinoza: “No le vamos a pedir a una mesa que coma pasto”; al medio no le es dable la reflexión ni la autocrítica. Sueña con ser una cosa sin consistencia. Quizá no haya crítica dentro del galimatías intelectual, pero seguro no la habrá si no se rompe con las seguridades redundantes de los discursos mediáticos.
El “mundo del espectáculo” estalló con el “Que se vayan todos”. Los medios alentaban las políticas despolitizadoras de un bando u otro, pues lo importante era la tentación de cambiar estratégicamente la manera de pensar y de desear y de comunicarse. El proyecto, por ahora, fracasó. El descalabro parió un mundo en el que las certezas clásicas dejaron de funcionar. Del universo de la paranoia pasamos al del fraude. Fraude es sinónimo de engaño y falsificación, pero ese significado se fundaba en un mundo que creía en las dicotomías: original o copia, verdadero o falso, gusto o disgusto. Hoy el original es la primera copia de una serie en la que se vuelve imposible distinguir la segunda de la tercera. El fraude como condición misma de la existencia: cada uno goza como algo único lo que se produce de manera masiva. No hay retorno. Le corresponde a la política la tarea de orientar en este universo en el que individuo y masa, consumo y placer, deseo y publicidad, asumen significación cuando encarnan en una situación y en un proyecto.
Si no se percibe esta carnadura –hecha de ambigüedades y matices–, se solaparán las taras con principios universales insignificantes. El intelectual sabe que la realidad se esconde en los detalles. Y se culpa al kirchnerismo de sacrificar a éstos en pos de polarizar las acciones. Esto es así para una percepción mediatizada. Lo cierto es que con cada subdivisión del campo, con cada iniciativa política, los matices se multiplican. Muchos de los detalles de la realidad kirchnerista develarían no un sentido ocultado, la falta o la desviación, sino la escasez de argumentos para construir un proyecto más sustentable y popular. Como una de las hadas de La flauta mágica, en el medio el intelectual niega lo que se dice para repetir lo mismo con otras palabras.
Las decisiones políticas en la sociedad posmediática exigen una dirección intelectual más plástica que la que existía cuando la disputa moral y política se resolvía entre extremos inconciliables. La proliferación de subgrupos daría cuenta de esta plasticidad, que significaría tanto vitalidad y renovación como esfuerzo por mantener la hegemonía del antiguo régimen.
Lógicamente, la liebre no alcanzará a la tortuga; políticamente tampoco si con cada nuevo matiz descubierto se ahueca la mitad de la mitad del proyecto a defender.
* Docente de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).
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