Lunes, 30 de enero de 2012 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Lucas Arrimada *
Alberdi siempre dejaba en claro que para Argentina lo mejor era un Poder Ejecutivo que sea “un Rey sin corona”, “un monarca electo”. Ya en 2012, no hay que olvidar que ese proyecto sigue incrustado en la cultura política e institucional de Argentina a todo nivel en la estructura del Sistema Federal. Desde los pequeños municipios hasta las gobernaciones de las provincias están estructurados desde la figura ejecutiva como centro de acción política, dificultando la política democrática y la posible deliberación colectiva institucionalizada en las Legislaturas y otros espacios institucionales. En el caso de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, a pesar de tener una de las constituciones más modernas y actualizadas, las prácticas siguen el mismo patrón de preeminencia de la figura ejecutiva. Las casi cien leyes vetadas son la más evidente muestra.
Los artículos 87 y 88 de la Constitución de la Ciudad regulan la atribución del Poder Ejecutivo de vetar las leyes de la Legislatura porteña. Sin duda, el veto es una medida excepcional, no un recurso normal en la vida institucional. Por ejemplo, y más allá de la abismal diferencia, es muy fuerte el contraste con Obama, que en tres años de gestión realizó solamente dos vetos. Un uso sistemático del veto implica una capacidad de “neutralizar” las políticas de la Legislatura, un órgano que debería ser el más democrático, inclusivo y plural de la ciudad.
La Constitución exige que si hay un veto total el Poder Ejecutivo exprese los fundamentos. Esos fundamentos pueden ser revisados tanto por la Legislatura como por el Poder Judicial, ejerciendo un contrapeso institucional y control judicial ante el “no” ejecutivo. Sin un fundamento legal y político razonable, esa respuesta puede ser declarada arbitraria por el Poder Judicial o revisada por la Legislatura. Sin embargo, tanto los jueces como la Legislatura suelen actuar estratégicamente dependiendo de la situación política y las mayorías legislativas –en este caso, las mayorías oficialistas—, lo que hace que el Poder Ejecutivo tenga un más que considerable espacio de autonomía para su acción. En este caso, para su acción negativa, impeditiva.
El Poder Ejecutivo, en principio, no puede vetar un mismo proyecto dos veces. Sólo hay una posibilidad de vetar. Lamentablemente, la regla práctica muestra que un veto es más que suficiente. La acción colectiva de la Legislatura tiene mayor dificultad de rearmarse e insistir en su proyecto frente a la acción individual y directa del veto ejecutivo.
Hay diversas formas en las que se puede, directa o indirectamente, vetar o “neutralizar” una ley del Poder Legislativo. Proyectemos en la discusión –al menos– cuatro vías:
1) Veto silencioso. Una primera situación implica que la ley se sancione con normalidad, el Ejecutivo no la vete, pero nunca sea reglamentada. No se le asignará recurso o infraestructura alguna quedando en un limbo legal. Así, la ley no estructura una política pública ni se incluye en la gestión. Esto genera una ley válida pero que no se aplica, no se implementa y en la práctica no está vigente. No la veta, pero tampoco la reglamenta. Sólo está vigente en las páginas del Boletín Oficial.
2) Veto total disfrazado. Un veto parcial en uno o más artículos claves de un proyecto legislativo puede transformar la parte no vetada en letra muerta o en una legislación sin estructura, alterando su autonomía legislativa. En estos casos, solemos observar que la debilidad judicial y legislativa termina de dar al veto ejecutivo un poder letal. Un veto parcial con efectos de veto total.
3) Veto reformador (o legislador en las sombras). Esta vía consiste en reglamentar una ley de tal forma que se desnaturalice su finalidad. En la mismísima reglamentación, el Poder Ejecutivo, en lugar de “ejecutar la ley”, de transformarla en actos de la administración pública y llevarla a la acción, con presupuesto y fuerza política, al reglamentarla la reinterpreta y así se constituye en un segundo legislador. Es más, tantas veces pasa a ser el nuevo autor de la norma que se transforma en una nueva norma, reformando y pudiendo contradecir directamente la ley. Reglamenta la ley pero, al reglamentarla, la reforma.
4) Veto operativo. Otra forma de “vetar” una ley y así cualquier programa o política pública contenida en la misma, sobre todo cuando no es deseada por el Ejecutivo, es asignarle un equipo de trabajo nulo y bajos recursos. Otra versión de la misma situación: asignarle una carga de trabajo muy alta a un equipo que, incluso técnicamente capacitado, sea desbordado de trabajo, con bajos salarios y con los precarios regímenes de contratación pública en rubros (medicina, ciencia y técnica, etc.) con grandes incentivos para emigrar al sector privado o estímulos distorsivos para estar –problemáticamente– en ambos sectores. El resultado puede ser una ley muy buena, e incluso de avanzada, con una deficiente y dificultada implementación. Res non verba.
Sin duda, el veto así usado parece ser uno de los resabios antidemocráticos en los sistemas constitucionales. Sobre todo si observamos que, en el proceso del veto, los Ejecutivos suelen tener una suprema capacidad de imponer su freno y las Legislaturas se caracterizan por tener una extrema dificultad para reforzar su decisión inicial y contrapesar al Ejecutivo. Un fuerte freno ejecutivo y un débil contrapeso legislativo.
Podemos afirmar que es el más antidemocrático de los procesos institucionales, porque una persona, el PE, puede “frenar”, muchas veces sin razón alguna, una ley producto de un inclusivo, deliberativo, transversal y multipartidario proceso legislativo. En cambio, por ejemplo, la Corte Suprema Nacional con sus siete miembros no electos suele esforzarse –desparejamente– para dar argumentos a la hora de declarar la inconstitucionalidad de las leyes y habitualmente sus decisiones tienen un impacto limitado al caso. En el caso de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el contraste es aún más fuerte, porque sucede que el jefe de Gobierno vetó más leyes y con una capacidad de neutralizar a la Legislatura más alta que el mismísimo Tribunal Superior de Justicia (TSJ) y su especial control de constitucionalidad.
* Profesor e investigador de la Facultad de Derecho (UBA).
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