Martes, 31 de enero de 2012 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Horacio González *
Cualquier lectura de la historia de las islas Malvinas –la más recomendable es, sin duda, la de Paul Groussac, escrita en 1898, que a su ponderada visión histórica le agrega el condimento sutil de la ironía– arroja un resultado palmario. Son una pieza fundamental de la historia marítima, comercial, militar y científica de esta región del planeta. No puede haber dudas sobre los títulos de la potestad argentina sobre el archipiélago, y ellos surgen de ningún otro lugar que de la irreversible geología que las ata al continente y del combate por su pertenencia, que ocupó varios siglos, multitud de informes y escaramuzas, cambios de mano y escritos diplomáticos de las más diversas especies. Entre éstos se destaca el del doctor Johnson, uno de los mayores críticos shakespeareanos, que implícitamente valida en 1771 los derechos de España. Un océano de papeles y hasta de debates filológicos permite realizar una pregunta casi impertinente por su obviedad. ¿Por qué las Malvinas se tornaron tan esenciales, una pieza clave de la historia moderna, que es la historia de las guerras económicas expansionistas desde el siglo XVII, a pesar de tener ellas una posición marginal y aparecer tardíamente en los mapamundis? ¿Por qué su nombre permanece enigmático, y el que adoptamos como inescindible con nuestro idioma proviene, más allá de inagotables discusiones, de los navegantes bretones de Saint-Malo?
Hay un elemento utópico en todo proyecto de ocupación territorial, un sesgo inevitablemente literario que a los efectos de una historia severa de la poesía no dejan de componer una estética colonial. El expansionismo mercantil, el filibusterismo, los corsarios, las históricas usanzas de las empresas de piratería, que supieron encumbrar imperios, asimismo buscaron su validación por las grandes escrituras. Se acompañaron de distintas consideraciones utópicas, que siquiera precisaron llegar a las cumbres poéticas como las de Kipling –“Llevad la carga del Hombre Blanco”–, quien pensó el imperialismo como un sufrimiento y una necesidad. Hasta mediados del siglo XIX la fabulosa Isla de Pepys, que tuvo un supuesto avistamiento en el siglo anterior, figuró en muchos de los codiciosos cálculos científicos o políticos de las potencias de la época, y también en la publicística de Pedro de Angelis, el gran polígrafo napolitano al servicio de Rosas, que se interesó por ella. Pepys Island no existía, pero era indudable que hacía las veces de contrafigura espectral de las Malvinas, dado que su ubicación imaginaria tenía homólogas coordenadas oceánicas.
No es posible, por muchas razones, ignorar el papel que jugó Bouganville en el proyecto de poblamiento de las islas, que es el más importante antecedente del reconocimiento de la pertenencia de Malvinas a España –por consecuencia de las negociaciones posteriores para el abandono de esa colonización francesa en la segunda mitad del siglo XVIII–. Bouganville era también un gran naturalista; no solo queda en la historia como un antecedente de la atribución argentina en la posesión de Malvinas, sino como estudioso de una flor que lleva su nombre, la buganvilla –o Santa Rita–, que figura entre las preferidas por el trágico cónsul inglés Geoffrey Firmin (personaje ficcional de la gran novela Bajo el volcán, de Malcolm Lowry), que citamos no para dispersar el tema, sino para introducirle un elemento cultural que, sin dejar de ser un detalle, tiene su importancia antropológica.
Es que Gran Bretaña es una cuerda interna de las historias de nuestros países, desde las célebres y lamentables negociaciones del pacto Roca-Runciman, y si se quiere abundar en la genealogía de las grandes y complejas escenas imperiales, desde el empréstito de la Baring Brothers –que lo lleva a Rosas a dar un paso en falso cuando propone canjear la deuda por un gesto político argentino en torno de la cuestión Malvinas–. Aunque, como es sabido, su embajador en Londres, Manuel Moreno –el hermano de Mariano–, es autor de documentos importantes presentados ante Lord Palmerston, por más que Groussac prefiere señalar que eran un tanto ingenuos. Como sea, estamos hoy mucho más cerca de esos escritos de la diplomacia argentina del siglo XIX –en el momento en que se produce la ocupación británica– que del desempeño moral y militarmente desastroso de la Junta Militar que actuó en 1982. El detalle de la flor preferida por Firmin, el cónsul inglés debajo del volcán, significa que hay una “veta inglesa” a explorar.
No es ningún secreto: brota de todo aquello que compone el lenguaje y su historia real, que es la fibra interior, resistente, de la democracia efectiva argentina. Se trata de la existencia no solo de una opinión interna de un sector no desdeñable de la tradición inglesa anticolonialista. A veces se halla oculta bajo los pliegues de un interés por lo extraño, por lo “bárbaro” como equivalente de una seductora inversión del refinamiento –de ahí el coronel Lawrence “de Arabia”–, o por una civilización hindú que lejos de mostrar la dudosa eficacia del Commonwealth, dejaría ver su tozuda incomprensión cultural, tal como aparece en recordables novelas, como la muy célebre de E. M. Forster, Pasaje a la India.
Durante más de dos siglos, las cancillerías de España, Francia e Inglaterra se disputaron los mares, guerrearon entre sí, hicieron y deshicieron tratados, y se hicieron cargo también de otro convidado, el naciente poder norteamericano, que trazó también su plan de ocupación en Malvinas en 1831 –el incidente bien conocido de la fragata Lexington–, donde Estados Unidos esboza pretensiones sobre las Islas con argumentos que demuestran su falta de sustento cuando tiempos después los declina a favor de Inglaterra: era el colonialismo nuevo rindiendo homenaje al colonialismo viejo.
En eso se parecen al premier Cameron. Pero la conciencia colonialista ha dado ahora un paso tortuoso, sumida en la incapacidad de pensarse a sí misma. Este calificativo, que señala la vasta saga colonial, se les escapa de las manos. Culpabiliza, no se sabe ya a qué emplearlo, qué inédito espejo se forja para que la nación inglesa no pueda mirarse a sí misma. ¡Qué diferencia con la oscura, pero profunda conciencia que los estudios de Carl Schmitt le atribuyen a Inglaterra, a partir de una frase shakespeareana de Ricardo II: “Esta joya en un mar de plata engarzada”! Por cierto, estos estudios sobre el poder infinito del mar y el destino marítimo inglés que se desprende de muchas obras de Shakespeare –de ahí la importancia de que uno de sus mayores estudiosos, el ya mencionado doctor Johnson, a la vez lectura favorita de Borges, tomara una posición “argentinista” en el siglo XVIII– no pueden ser ahora interpretados a través de los fascinantes, pero tremendos –en verdad: riesgosos– estudios de Schmitt. Pero dan cuenta del paso que ha dado este viejo país en una parte de su clase política, desde la época de la tragedia isabelina hasta sus actuales dirigentes, desprovistos de una visión más profunda sobre el mundo que heredamos, en gran medida por la acción que durante siglos ellos mismos desplegaron.
Debemos tener en cuenta pues a la “otra” Inglaterra, la de Raymond Williams, de Eric Hobsbawn, de Daniel James, de John Lennon y de John Ward. Sí, este último es el personaje de la poesía de Borges sobre Malvinas, que traza un rumbo para el pensamiento crítico, y que hay que hacer el esfuerzo de entender. Lejos de ser Borges el “escritor inglés” que equivocadamente vio Ramos en Crisis y resurrección de la literatura argentina –en un lejano año 1952–, es portador de un criollismo universal que es necesario considerar e incorporar como pieza urgente de nuestra materia. Conocía como nadie, como argentino universal que era, la singularidad histórica inglesa. Su John Ward, lector del Quijote, y su Juan López, lector de Joseph Conrad, quedan ambos muertos en la nieve uniendo sus grandes mitos literarios, sin comprender por qué, como en una lejana escena bíblica. Son juguete de los “cartógrafos” al servicio de las fronteras creadas por los poderes bélicos y mercantiles. Ahora indican otro destino para la estrategia y significado de las Malvinas argentinas, cuyo remoto nombre holandés –acaso sus verdaderos descubridores– era islas Sebaldinas.
Recobrar las Islas presupone reinterpretar la historia moderna a la luz de una crítica al colonialismo, que debe ser nueva y original, y eso implica muchas connotaciones culturales que aun deben ser descubiertas. No es posible que este gran acto recuperatorio que cambiaría la historia misma de Latinoamérica se produzca meramente en el marco de la globalización, con acuerdos que apenas le provea la estructura abstracta de las grandes empresas tentaculares, con sus nuevas Ligas Hanseáticas. Un sentimiento público latinoamericano y emancipador, no los viejos y nuevos intereses generales referidos al petróleo y la pesca, debe ser en primer lugar el alimento de la juridicidad político-histórica que enmarque el caso. La Argentina que recibe a Malvinas debe ser a la vez una Argentina más lúcidamente internada en su proyecto de democracia colectiva, con inspirada justicia social, con originales visiones sobre su propia historia, con sus propias políticas extractivas y agropecuarias de cuño no contaminante, no depredatorias de nuestras propias montañas ni distante de la creación de una nueva lengua social para hablar profundamente con los antiguos habitantes de nuestro territorio, con una nueva empresa petrolífera estatal reconstruida, con instituciones públicas de financiamiento a través de nuevas doctrinas sobre incorporación de rentas petrolíferas y financieras, con originales construcciones políticas que revitalicen socialmente las instituciones de la representación cívica y con nuevas concepciones históricas y antropológicas no simplemente emanadas de un desarrollismo lineal.
Sabemos que la población hoy viviente en las Malvinas –descartando la Base de la Otan, que no es novedad respecto de lo que proyectaron los gabinetes europeos desde hace cuatro siglos– no puede ser un tercero necesario en la negociación que más temprano que tarde deberá establecerse por imperio de una opinión mundial cada vez más consciente del cambio que hay que operar en las condiciones universales de vida. “Donde hubo guerra hay ahora lenguajes nacionales nuevos, aptos para crear nuevas comunidades de vocación asociativa.” Ese puede ser el mensaje mundial de las Malvinas recobradas en términos de un autonomismo nuevo, también reinventado por las culturas nacionales. Pero debido a eso mismo, no nos puede ser indiferente ese asentamiento humano angloparlante de las Islas, que hoy es casi multisecular. Para interpretarlo adecuadamente Argentina debe extraer de su memoria nacional sus mejores linajes y su vocación de alteridad, con redescubiertos componentes universalistas, antropológicos y democráticos.
Recibir a los actuales habitantes de Malvinas será propio de un país que a su vez cambie al recibirlos, al meditar sobre los ámbitos receptivos de su propio idioma, sus renovaciones culturales y sus revisitadas tradiciones folklóricas. Cierto, son pocos aquellos distantes vecinos de gamulán con sus chalecitos prolijos; están enojados, tienen planes de vida de un hedonismo irreal en una factoría militarizada que emite certificados y licencias; son ínfimas piezas de poderes mundiales que los trascienden. La Argentina, con su no desmentido corazón de país de compromisos humanísticos –a pesar de los oscuros períodos vividos, que muestran las antípodas de este linaje que sin embargo hemos mantenido– los debe recibir cambiando al mismo tiempo ella, por el simple y extraordinario hecho de recibirlos. Trazar una línea de reflexión activa, de una diplomacia nacional que beba hasta el último sorbo de sus propias posibilidades expresivas –para lo cual, leer una gran novela limítrofe que piensa la guerra y el idioma al mismo tiempo, como Los Pichiciegos, de Rodolfo Enrique Fogwill, tanto como el debate sobre Malvinas que recoge León Rozitchner, es esencial–, significa que las Islas pueden ser recobradas recobrándose a la vez una nueva energía democrática nacional, siendo ambas cosas causa y complemento de la mutua posibilidad de la otra.
* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.
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