Lunes, 26 de marzo de 2012 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Eduardo Aliverti
El sábado que pasó hice mi programa de radio en el Centro Cultural Haroldo Conti de la (ex) ESMA. Necesito compartir sensaciones y convicciones. Y en tanto ello, hay en estas líneas mucho uso de la primera persona de singular y plural que, como se sabe o más o menos conoce, no es periodísticamente recomendable.
Sentado en ese lugar para conducir las tres horas de Marca de radio, con tanto invitado que compartió mesa y tanta sensación de libertad justo ahí, nada menos que ahí, en lo que fue el más terrorífico de los 364 campos de concentración de la dictadura; sentado en ese lugar frente a tanta gente que habrá ido porque es lindo ver un programa de radio en vivo, pero además porque se trataba de vivir un compromiso ideológico básico; sentado en este lugar, a 36 años exactos de comenzar la tragedia más horrorosa de nuestra historia, cabe ante todo una confesión personal. Siempre tuve dudas, prejuicios, contradicciones, con el hecho de que se llenara de tanta vida el lugar que fue atalaya de la muerte. Siempre me terminaba pareciendo que era la muerte, exclusivamente la muerte, lo que debía enseñorearse allí por los tiempos de los tiempos, como símbolo del nunca más. Siempre concluía en que la intocabilidad de los espacios y caracteres de esa muerte, de las torturas más indescriptibles, de la expresión más acabada de cómo imaginar el infierno, era lo mejor para que fuese imposible esquivar la mirada. En síntesis, siempre creí que no había que modificar ni un centímetro de la ESMA. Muchos pensaron y pensarán lo mismo. Fuertes debates dieron testimonio de eso. Y es por eso que, lejos de lo autorreferencial, admitir esos sentimientos sólo persigue dar cuenta de lo difícil que es la “administración” de estar en ese lugar. En lo que fue ese lugar. Primera vez que lo visitaba para una actividad de este tipo. Y resulta que me sentí cómodo. Tal vez feliz. Seguramente con algo o mucho de placer vengativo en nombre de tantos, haciendo una columna como ésta en una tarima apenas sobreelevada del piso donde hasta hace poco —demasiado poco, visto en su escala– circularon los asesinos. Queda implícita, entonces, otra confesión. La de creer, finalmente, que está bien que se le ponga vida, reflexiones, poética, música, a un lugar así. A una parte, por lo menos.
A la vez, se me ocurre articular esa percepción con algo que escribí para el suplemento de este diario en el aniversario del año pasado. El punto era, es, lo inadecuado de seguir hablando del golpe, únicamente, como la instancia más trágica de la historia argentina. Atrevernos a opinar que en algunos o varios aspectos pasamos a ganar. Y, caramba con la obviedad, no confundir esa apreciación con los juicios de quienes estiman que ya están podridos de que (les) hablen de la dictadura. Porque se trata justo de lo contrario. Lo que destacábamos hace un año, lo que ahora reforzamos, es la bestialidad de lo parido en 1976 como lo precisamente resaltable de algún aspecto de la actualidad. Uno se pasó la mayor parte de estas tres décadas largas, en casi cada una de estas fechas, dedicando sus artículos a advertir más que nada sobre la sobrevivencia de lo que la dictadura dejó. La destrucción del aparato industrial; el ninguneo masivo a participar o comprometerse en política, por fuera de aquella primavera o veranito alfonsinista; la profundización del desprecio ideológico hacia la actividad sindical y ante los desesperados llamados de atención de los excluidos; la discursividad facha de vasta clase media; el deterioro de la movilidad social ascendente, extinguidas las fantasías patéticas del uno a uno de la rata; la precarización laboral. Puesto en el orden que se quiera, ésos y otros componentes son inescindibles del punto de inflexión que significó la dictadura. Aun hoy, cabe o cabría la certidumbre de que en el ámbito educativo en general, por las fallas objetivas y subjetivas que fueren, permanece potente –en el mejor de los casos– la idea y traslación de que hace 36 años aparecieron, desde la nada misma, criminales lunáticos y capaces de esparcir una de las carnicerías humanas más alucinantes del siglo XX. ¿Cuántos y cómo son hoy los docentes (y comunicadores y periodistas y referentes “culturales” y etcéteras) que no saben o no quieren explicar que el mayor espanto argentino fue producto de la necesidad y vocación de la clase dominante, para acabar por medio del terror y de raíz –creyeron– con todo signo de rebeldía que anidara en las entrañas y militancia activa de una porción de esta sociedad?
Esa bestialidad de los mandantes de los milicos, de los grandes grupos económicos que pusieron todo el gabinete del golpe y toda la jerarquía eclesiástica para bendecir las torturas y toda la complicidad directa de los emporios de prensa (que viene a ser todo lo mismo), obliga a animarse no solamente a la pregunta de cuánto de aquello sigue vivo, sino, por fin, a la de cómo fue y es probable que tenga tanto de muerto. Y la respuesta directa es que apareció una normalidad, o anomalía, susceptible de sacar de quicio a quienes se acostumbraron a la victoria final e inevitable de sus intereses. De sus ganancias fáciles de país agroexportador y listo. De sus estratagemas comunicacionales. De su seguridad de tenerla más larga, invariablemente. Nadie dice que al final (¿qué es el final?) no vuelvan a tener la razón de la fuerza. Pero por lo pronto, alguien, algo, les metió una baza después de tanto tiempo. Habrá sido que se les fue la mano en su canibalismo de clase parasitaria, en su impericia dirigencial para heredarse, en su exceso de confianza. En no darse cuenta de que había espacio para la aparición de un outsider que leyera la realidad mejor que ellos. Como sea, algo (les) pasó como para que, a nada más que 36 años, lo persistente del golpe que dieron conviva casi en desventaja con lo que cambió.
Esos milicos que ya no son la última reserva de la Patria. Tantos pibes sin miedo, “militando” como sea en la esfera de lo político. Tanto que los otros dependen de unos medios y unos periodistas en los que se cree cada vez menos. Tanto que el enamoramiento de las astronómicas tasas de interés de la etapa neoliberal empieza a compartir novia con un modelo que privilegia el mercado interno, al punto de quebrarles varios de sus frentes corporativos. Tanto problema para encontrar dirigentes políticos que les obren de gerentes, que los tienen, pero no convencen a nadie. También dispondrían de caudillos sindicales del viejo o vigente aparato burocrático que se resiste a morir, pero que carece del peso de otrora. Y tanto boludo ideológico, por ser en extremo suaves, que dice que todo eso que cambió, o va cambiando, compele a dejar de hablar de la dictadura. Tanto boludo que dice eso, cuando justamente se trata de hablar más que nunca para tener noción de por qué cambian las cosas. Esto que decíamos el año anterior lo repasé con alguna lupa pretendidamente fina –o gruesa, da igual– en torno de sucesos o signos del presente. El modo en que un jefe sindical, el más connotado, se corre del apoyo al Gobierno por la única razón de los resentimientos personales. Estar discutiéndose –o incluso apenas amagando– con la estatización de YPF, a apenas unos años de que el paradigma de la derecha situara a un tema así como herejía. Los avances hacia la legalización del aborto. El registro de que la ley de medios está más bien paralizada, pero con conciencia de que hay una nueva y que la plataforma de discusión es a partir de ahí, no desde una democracia impotente para desmontar la de la dictadura. La forma, a veces orgánica (y otras a los tumbos, no importa) en que se avanza hacia la integración latinoamericana, con Argentina en rol preponderante. Pensemos en cómo todo eso, y tanto más, era sencillamente una fantasía irresponsable durante y a la vuelta de la dictadura, y de su continuación en el menemato.
Pensemos en eso y en el riesgo de perderlo de vista.
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