Lunes, 20 de agosto de 2012 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Edgardo Mocca
La queja por el carácter “binario” asumido por la política argentina ha crecido entre nosotros en los últimos tiempos. Curiosamente, abarca por igual a muchos de quienes apoyan y de quienes se oponen al Gobierno, aun cuando decirlo así parece una concesión a lo binario.
No habría, según los reclamantes, lugar para los matices, para las zonas grises. Si se apoya una medida del Gobierno, se estaría, según algunos, alimentando al monstruo autoritario y entrando en las diabólicas trampas demagógicas del Gobierno. De manera simétrica, hay quienes sostienen que la crítica a cualquiera de las medidas de gobierno alimenta a los más recalcitrantes desestabilizadores. La queja por este estado de cosas es muy seductora: se estaría reemplazando el pluralismo democrático por una visión sectaria e hiperideologizada de la política, se estaría sometiendo la naturaleza compleja y contradictoria de la realidad a una mirada miope, estructurada en torno de un esquema simplista y dicotómico. Rápidamente el objetor atrae la simpatía de quienes se sienten fatigados de tanto choque de espadas antagónicas y buscan un remanso de paz y previsibilidad cotidianas.
La política no es, efectivamente, un juego en blanco y negro. La sociedad contemporánea tiene una enorme complejidad, que no puede ser atrapada si se la reduce a un principio explicativo único y excluyente. La política tiene que vérselas con masas de millones de personas, la gran mayoría de las cuales forma su juicio de modo pragmático y no se encolumna apasionadamente detrás de una épica unificadora y excluyente. ¿Cómo es, entonces, que se ha abierto paso este nivel de polarización política de escasos antecedentes en las últimas décadas?, ¿es realmente esta situación una amenaza para el pluralismo democrático? Veamos.
El primer problema que conviene despejar es el espinoso asunto de las ideologías. Como se sabe, las ideologías murieron, según el mainstream intelectual (no solamente de la derecha) hace un par de décadas. Con la crisis del marxismo, la disolución del “socialismo real” en el este de Europa y la hegemonía incontestada del individualismo neoliberal, se abrió paso una política que, en los términos del principal intelectual de la “tercera vía” Anthony Giddens, debía colocarse “más allá de la izquierda y la derecha”. El pluralismo democrático quedaba así indisolublemente asociado a la desaparición del “conflicto central” y a la expansión libre de múltiples relatos que constituirían un espacio público indeterminado y abierto a la libertad. El correlato de esa cosmovisión en la teoría política fue el auge del institucionalismo: muertas las ideologías que encendían pasiones colectivas y “sobrecargaban” al edificio democrático, había que consagrarse a la gris tarea ingenieril de construir dispositivos institucionales que encauzaran y racionalizaran el caótico mundo de los proyectos de vida individuales. De lo demás se encargaba el mercado y la tecnoburocracia formada para interpretar sus señales.
Este es (fue) el mundo de la “pospolítica”. Una política sin antagonismos. Corrida “al centro”. Centrada en los rendimientos del sistema para los individuos, por sobre confusas y estériles construcciones ideológicas totalizadoras. Era el fin de los “relatos”. Y terminó por ser el más ambicioso relato imaginable: el que reina sobre los cadáveres de todos los demás. El enemigo político proclamado era el conflicto. No cualquier conflicto sino aquellos con pretensiones orgánicas, capaces de aglutinar colectivos humanos más allá de las demandas inmediatas y proyectarlos hacia visiones alternativas de sociedad. En la politología, el proyecto tomó la forma del elogio de sistemas de partidos políticos no confrontativos, “pluralistas moderados”, como los calificó Giovanni Sartori. Para entendernos: pluralista y moderado era, por ejemplo, el sistema de partidos de Bolivia, en el que derecha, centro e izquierda cooperaban entre sí y se alternaban amablemente en el gobierno mientras se incubaban los incendios sociales, la guerra del gas, la guerra del agua... ¿Tiene algo de extraño que la crisis y el derrumbe de ese proyecto de “paz eterna” en buena parte de los países de la región haya dado paso a la emergencia de escenas confrontativas y polarizadas? Hasta cierto punto y desde esa perspectiva hay que agradecer la polarización y el desarrollo de pujas binarias: mucho peor hubiera sido que las crisis hubieran desembocado en procesos de anomia generalizada, caldo de cultivo para el desarrollo de la violencia y la creación de condiciones para el cierre autoritario de nuestras democracias.
Esta valoración no significa que convenga auspiciar el regreso a los tiempos de la Guerra Fría y el conflicto ideológico global. Para tranquilidad de los antibinarios, la historia nunca se repite, por lo menos en los mismos términos. Más que del renacimiento de los viejos dispositivos ideológicos, hoy tendríamos que hablar de un cruce entre viejas identidades populares y nuevos problemas de época. La referencia al “socialismo del siglo XXI” o el resurgimiento de un peronismo vuelto a sus raíces originales no debería ser interpretado como regresivas nostalgias del pasado, sino como formas de recurrir a la historia de las luchas populares –o a una versión algo idealizada de esa historia– como herramienta de interpretación y de acción frente a lo que visiblemente constituye un cambio de época nacional, regional y mundial. Al fin y al cabo, el hecho de que en épocas de transformaciones los nuevos actores se vistan con los ropajes ilustres del pasado remite una y otra vez a una muy transitada frase escrita por Marx a mediados del siglo XIX.
Sin necesidad de recurrir a filosofías totales y absolutas de la historia, puede aceptarse que las demandas parciales y puntuales se articulen en discursos generales con pretensiones políticas hegemónicas. Y que, además, construyan un “otro” político de naturaleza antagónica. Nada tiene eso de contradictorio con el pluralismo constitutivo de nuestras sociedades. Si esa contradicción existiera, habría que concluir que la Argentina dejó de ser un país plural o está amenazada de dejar de serlo: ni siquiera los que afirman ese diagnóstico o ese peligro, lo creen realmente. El hecho de que seamos millones de mujeres y hombres diferentes unos a los otros, portadores de proyectos de vida y de demandas individuales y colectivas ampliamente heterogéneas no invalida la posibilidad de que se establezcan grandes líneas diferenciadoras, fronteras políticas relativamente sólidas, clivajes que agrupan a unos y otros en torno de alternativas percibidas como decisivas para el presente y el futuro.
La idea de agrupar en una misma constelación a todos los que rechazan las certezas del neoliberalismo y auspician un proyecto de desarrollo soberano e inclusivo, en contra de las fuerzas sociales tradicionalmente asociadas al privilegio no comporta de por sí una negación del pluralismo. El hecho de que en ese preciso punto de frontera el mapa político se corte drásticamente en dos no constituye una trampa del lenguaje, sino que es un efecto de la lucha política y un recurso de esa misma lucha. El gran aprendizaje debería consistir en que los actores políticos que pretenden situarse de uno u otro lado de una gran línea divisoria (de la que acaba de mencionarse nada inocentemente o de cualquier otra) no pierdan de vista la existencia de una comunidad política constitucionalmente establecida que nos incluye a todos. La idea de la destrucción del enemigo debe ser reemplazada por la institución política de una nueva hegemonía político-cultural, capaz de asegurar por igual las transformaciones y la convivencia democrática.
Esta moderada defensa de lo binario pretende no mezclarse con el abuso del consignismo y del estereotipo que atraviesan –acaso inevitablemente– momentos como el que vive nuestra política nacional. Pretende no tener nada que ver con la complacencia con una situación en la que parece legítimo rechazar la posibilidad de un debate franco, abierto y plural, en nombre de la pureza de los principios o la lealtad a una causa. Perfectamente se puede estar convencido de la justeza de un proyecto y de la legitimidad de una lucha y mantenerse constantemente abierto a los matices, a las contradicciones, a las zonas grises. Seguramente no es fácil pero parece el camino que vale la pena.
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