Miércoles, 10 de octubre de 2012 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Washington Uranga
Cualquier ciudadano observador de la política, que no necesita presumir de un alto grado de astucia o inteligencia superior, llegará fácilmente a la conclusión, a la luz de las declaraciones, los hechos y, sobre todo, los titulares de los medios de comunicación, que la fragmentación político cultural se profundiza, que las posiciones se radicalizan. No se trata de rasgarse las vestiduras tan sólo por el temor al conflicto o a la confrontación a partir de las diferencias. Sí es necesario formularse preguntas para discernir, para tratar de entender qué es lo que divide a quienes se sienten enfrentados, qué es lo que parte las aguas y coloca a unos y otros en veredas opuestas. Esto, claro está, a partir del principio de que el país se construye en la diversidad, en la pluralidad, pero no en el enfrentamiento sin sentido, en la discusión fundada en agresiones y carente de argumentos para convencer y sobre los cuales se pueda razonar. Pero también en la lucha por las ideas.
Habría que comenzar diciendo que la democracia –sistema imperfecto, pero el mejor de cuantos conocemos hasta el momento– se justifica tanto por el gobierno y la gestión de las mayorías como por el derecho de las minorías a expresarse, a opinar y a discrepar. Unos y otros forman parte del sentido democrático y la ciudadanía no se expresa únicamente en la urnas –y a través de las victorias electorales– sino en la multiplicidad de miradas, de aportes que construyen lo público, por la construcción de políticas de Estado y de políticas públicas en todos los niveles y escenarios. Ciudadanos y ciudadanas somos todas y todos. Los que ganaron, los que gobiernan; los que perdieron y están en la oposición. Son distintos los grados de responsabilidad, pero la responsabilidad les compete a todos. No es de unos la responsabilidad de construir y la de otros intentar impedir. Las mayorías (siempre circunstanciales) no confieren infalibilidad ni verdad absoluta. La gestión de lo público tiene que ser construida todos los días, revalidada a cada paso para el bien de todos y todas. Y no puede ser entorpecida, perjudicada, con el único propósito de empujar al fracaso a quienes gobiernan. Porque el eventual fracaso de los responsables de la gestión es también el del conjunto de la sociedad.
¿Discurso lírico? ¿Ingenuo? ¿Desenfocado de la política actual? Puede ser. Sin embargo, se trata de un discurso no exento de parte de verdad y que emerge en un momento de la vida política donde los enfrentamientos se profundizan, donde la fragmentación de la sociedad parece entrar más en la tozudez y en la sinrazón, en la afirmación de las posiciones propias para defender intereses antes que principios, ventajas más que derechos, prerrogativas antes que ideas y puntos de vista.
La cuestión de fondo en la Argentina de hoy es el enfrentamiento entre modelos de sociedad, entre proyectos que se plantean antagónicos por la polarización. Aunque un análisis minucioso de los dichos y las prácticas de quienes se encolumnan en uno u otro bando pueda desprender coincidencias cruzadas y también contradicciones dentro de las propias filas. Pero aún admitiendo que se trata de modelos distintos no tendría que ser este motivo de agresiones, insultos, posicionamientos irracionales. Sí, inevitablemente, de graves luchas por los intereses en juego, por el poder.
La madurez democrática se demuestra buscando alternativas para construir y convivir en la diversidad, en la diferencia. Lejos de las agresiones sin sentido. A menos, claro está, que detrás de los insultos y bravuconadas haya una intención de avasallar la democracia y sus libertades. O que otros piensen que los importantes cambios y avances logrados en estos últimos años equivalen a una revolución. Ni una cosa ni la otra. Y, para todos, la convivencia en democracia, para el bien de todos y todas, debe comenzar por admitir los propios errores, los personales y aquellos atribuibles a las propias filas. Y agregar a lo anterior, como condimento indispensable, la sabiduría suficiente para no leer con perversidad que quien admite un error está dando signos de debilidad. Los únicos débiles son los incapaces de discernir y de construir con sentido democrático, solidario y ciudadano.
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