Lunes, 11 de marzo de 2013 | Hoy
Por Eduardo Aliverti
Ya se ha dicho de todo por parte de detractores y adeptos. Veamos si se pueden agregar elementos que contribuyan, hasta ahí nomás, a una visión objetiva, pero jamás neutral.
Algunos analistas políticos internacionales –entre ellos, gente profesionalmente muy respetable y que conoce de adentro la política venezolana– sostienen que la muerte del líder deja al proceso bolivariano en medio de dos alternativas carentes de puntos intermedios: el chavismo entra en declive irrefrenable, producto de sus pujas internas y alimentadas por la ausencia del conductor indiscutido; o fuga hacia adelante y profundiza los cambios estructurales iniciados hace 14 años. Con todo respeto por esos comentaristas tan sapientes de las intrigas palaciegas de Caracas y aledaños nacionales: no hace falta ser un cirujano chavista para advertir que blanco o negro es una opción desaconsejable, como basamento analítico, cuando rigen las condiciones excepcionales de un proceso que desde el comienzo aguantó ataques sistemáticos, violentísimos, abominables. De hecho, Venezuela acaba de transcurrir casi tres meses bajo la presunción de que todo podía irse al demonio gracias a la invisibilidad de un enfermo terminal que, encima, no estaba en el país. Más de hecho todavía, el bolívar fue depreciado en lo que llamaron megadevaluación. Y resultó que Nicolás Maduro, nominado por Chávez como su sucesor pero, hasta entonces, “apenas” un ex conductor de transporte público, sindicalista del área y funcionario de perfil bajo, afrontó semejante coyuntura con una presencia política y firmeza de espíritu que nadie esperaba. O mejor dicho: que nadie quería que tuviera, entre quienes necesitan certificar que todo se vende y todo se compra; que los líderes, y cuanto más enormes peor, sólo pueden aspirar a una descendencia de casta patética; que sin Chávez no hay chavismo, o cualquiera sea la descripción que cada quien quiera darle a esta experiencia latinoamericana cuyas particularidades son ignoradas por el manual de lo que debe hacerse. A izquierda, de parte de los que siempre te corren por ahí bajo la impunidad de que cuestionar es gratis; de que nunca estuvieron ni estarán en el ejercicio del poder; de que sencillamente no aspiran a tenerlo porque la dialéctica, en tanto resolución de las contradicciones y de la que tanto se ufanan, los dejaría con el culo al norte. A derecha, porque al igual que en las sectas de izquierda se trata únicamente de demoler, de desprestigiar, de no tener honestidad intelectual bajo ninguna circunstancia. En estos días pudo escucharse y leerse que Chávez fue el único ayudador financiero de la Argentina –cuando la quiebra del país gracias a las recetas de los que siguen recetando– a tasas de interés que eran el doble de las ofrecidas por el FMI. ¿De dónde vienen esos canallas impotentes para reconocer que el financiamiento ofrecido por el Fondo era a cambio de seguir conduciendo la economía según sus dictados? Vienen de aquello: de la indecencia docta, porque no tienen las pelotas necesarias para admitir que son sujetos políticos en lucha ideológica. Se supondría que ya demasiada gente, demasiado pueblo, tiene en claro que su disfraz de “independientes” no les da ni para el corso. De lo contrario, no habría la paliza que vienen sufriendo en las urnas y en las calles. Pero no hay que cansarse de machacarlo.
Dejemos claro que uno mismo afirmó que sin Chávez no habría chavismo. Que uno mismo lo ratificó a través de sus viajes a Venezuela, y de sus contactos y entrevistas –públicas, algunas o muchas de ellas– con referentes del régimen bolivariano. Mejor saquemos “régimen” porque la palabra es una victoria semántica de la derecha, que sinonimiza gobiernos populares con dictaduras caudillistas. Sí es imprescindible señalar que muchos de los propios cuadros chavistas no confiaban, ni quizá confíen, en un después de Chávez. Y que Maduro los sorprendió. ¿Maduro o la fuerza popular? Aunque otra vez es cuestión de dialéctica, el firmante se inclina más bien por lo segundo como elemento determinante. Pongámoslo en los siguientes términos. Así fuera cierto (y en buena o gran medida podría serlo) que Venezuela corre riesgo de tensiones entre el Maduro leal a sus principios hasta las últimas consecuencias, el Diosdado boliburgués de negocios sospechosos, el Jaua de buen vuelo erudito pero sin llegada a las masas, algún sector fragotero que pueda haber quedado en las fuerzas armadas, unos amplios sectores medios de cultura rentística cipaya, y así sucesivamente; y aun contemplando que sin Chávez, ni siquiera como Cid Campeador, la oposición nucleada en torno de un blandengue Capriles unificador del odio de clase lograra ganar las elecciones, ¿cómo haría ese conjunto para retroceder las conquistas sociales de Chávez hasta su preexistencia? ¿Cómo harán para que millones de venezolanos renuncien a la dignidad de salud y educación que les dio el líder? ¿De qué manera se las arreglarán para que el carné de identidad de sus derechos vuelva a los tiempos de alternancia entre un par de partidos oligárquicos, que acabaron en el Caracazo de 1989, en la partera de Chávez, en el “acá hay olor a azufre” enfrente de Bush, en el “ALCA-rajo” de Mar del Plata? Es allí donde los análisis políticos de laboratorio se van justamente ahí, al carajo. Es entonces cuando el pueblo deja de ser objeto de estudio y manipulación, y pasa a ser sujeto de la historia. Y sus enemigos terminan preguntándose cómo es que pierden elecciones impecables. Y no saben explicar cómo es que millones –sí, millones– de gentes salen a la calle a defender utopías simbolizadas en carne y hueso. A funerales de los seres que les devolvieron la dignidad. Insostenible no recordar el golpe contra Chávez en abril de 2002. Una historiografía de derecha relativiza a los miles y miles, impulsados por las radios comunitarias, que bajaron desde los cerros para defender al comandante de sus haberes existenciales.
El colega mendocino Julio Rudman (www.julio-rudman.blogspot.com) escribió un artículo que, frente a la muerte de Chávez, contrapone una emoción necesaria, primordial, profundamente política, a la pretendida asepsia con que se desempeñan ciertos factores de poder. Esa hipocresía pasteurizada que, para el caso, se conduele del muerto mientras celebra extasiada. Rudman dice que se le dibujó una sonrisa al preguntarse cómo lo recordará la historia a Chávez. Cómo lo nombrará. Dice que se le ocurrió imaginar, justamente, las tribulaciones de algunos energúmenos al ver la alfombra roja que tapiza Caracas (lo cual, agrega el suscripto con ayuda de un amigo indignado, alcanzó en su versión local aquello de que el masivo velatorio de Kirchner lo organizó Fuerza Bruta). Dice un poco antes haber recordado que los nombres son sustantivos; es decir, palabras que sustentan. Y dice un poco después que pensó en Evita, el Che, Fidel, Cristina, Evo, Rafael, Lula, Dilma, Hugo o Comandante, Pepe, Néstor. Y se juega a que pronto o muy pronto será Nicolás. Podría ser prudente no entrar en las comparaciones, aunque no siempre sean odiosas. En cambio, como señala Rudman, es irrefutable que es así como los nombran y recuerdan sus pueblos y otros muchos pueblos. Nadie, que ni el colega ni uno sepa o imagine (“nadie” en su sentido universal, claro), nombra al presidente Sebastián o Juan Manuel. “¿Alguien recordará al presidente Fernando, o Arturo, o Eduardo, o (...)”? Imposible frenarse y no agregar si la historia nombrará a Mauricio, o a George, o a Mariano, o a Angela, o a Silvio. “La cuestión –termina Rudman– es que estos pueblos del sur del sur han hecho propios los nombres propios de sus dirigentes; los han comunizado (...). En síntesis, nombres propios devenidos comunes, poniendo patas arriba la mesa prolijita de la gramática de la vida. Enhorabuena.”
Cierro esta nota valiéndome de otra cita, que no es de un colega sino de un cura: Eduardo de la Serna, coordinador del Grupo de Sacerdotes en Opción por los Pobres. Hay varios tramos de su escrito, publicado el viernes en Página/12, que no tienen desperdicio retórico o político. De entrada confiesa que nunca se consideró “chavista” porque había cosas del Comandante que no le cerraban del todo. Que, sin embargo, lo hubiera votado porque ni por asomo lo habría hecho por Capriles, para de paso preguntarse cómo Hermes Binner puede durar un solo segundo más en un partido que se llama “Socialista”. Su nota concluye preguntándose dónde está nuestro corazón, de dónde salen nuestras palabras, para dónde se dirigen nuestras opciones. Pero la respuesta está unos párrafos arriba, tras recordar dónde están los gusanos de Miami, la prensa hegemónica, los que aquí se olvidan de que cuando estalló la Argentina y nadie le prestaba un centavo, el único que se acercó y ayudó fue Chávez. Dónde están ésos y dónde están los pobres de Venezuela. Me hizo acordar a la confidencia pública de Ernesto Sabato, gorila consuetudinario, quien tuvo el valor de reconocer que cuando cayó Perón, en el ’55, viendo festejar a toda su familia, y a todos sus amigos, y a sí mismo, mientras la mucama lloraba por los rincones, se dijo: “Estoy equivocado”. Pero volviendo al cura De la Serna: ¿dónde están los pobres de Venezuela? “Están en la calle, llorando. Listo. Para mí está claro, y sin ninguna duda, dónde tengo que estar.”
Para mí también, con el añadido de que no son solamente lágrimas. Es movilización. Es, otra vez, nunca menos.
Houston: tienen un problema.
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