Martes, 30 de abril de 2013 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Horacio González *
¿Puede un hombre bueno, llegado su momento de revisión acongojada de los episodios superados de su vida, escribir un texto tan equivocado? Creo que sí, y los profundos errores que comete serán también los errores de un hombre bueno. Héctor Leis acaba de publicar Un testamento de los años ’70, que por un lado es una interesante memoria personal, y por otro un extravío enorme que lastima. Cobra especial significación en el libro el relato de un incidente olvidado (no por todos) en un acto de conmemoración de los fusilamientos de 1956 en José León Suárez. Ese acto fue en 1973. Leis era militante montonero y portaba un arma. Al acudir en defensa de una compañera, él también debe disparar. Este hecho tiene carácter testimonial, pero se halla en su camino de revelaciones personales. Estas revelaciones, sin duda, nos deben acompañar siempre. La situación tiene cierta envergadura borgeana; se semeja al tiroteo en Tilsit que decide la vida posterior de un militante nacionalsocialista, el oficial Otto Dietrich Zur Linde. Con Héctor Leis es lo contrario, no solo por la diversidad radical del campo ideológico involucrado. Este evento adquiere estatura mítica para Leis y se inscribe en una tradición autorreflexiva, el inicio de una piedad necesaria en relación con lo que hacemos, con lo que nos hacen con lo que hacemos, y los daños que inadvertidamente podemos provocar. Una vida entera puede o no puede luego explicarlos.
La opción por las armas de toda una generación política puede poseer relatos como éste o muy parecidos. El momento iniciático de la política, si es un hecho de armas, puede desplegarse en el interior de una conciencia de múltiples maneras. Podemos optar por decir que lo explica la época, y la culpabilidad se escabulle hacia la epistemología social general en la que un historiador podrá hurgar luego. O podemos decir que nadie puede vivir la muerte ni los hechos vitales de otros, y que soy solo yo responsable de esos actos, por más que mediaran órdenes y recomendaciones organizativas. Lo que narra Leis es efectivamente interesante, tal como lo ocurrido con Hugo, en Las manos sucias, de Sartre, al exclamar “estoy solo en la historia con un cadáver”. Aunque Leis no resuelve en su relato el resultado final del disparo que saliera de su arma. No lo cuenta como el grito personal, como una hipótesis de trágica intimidad, que hace años decidió a Oscar del Barco a convertir en una escritura escueta y estremecedora el llamado a no matar, como una metafísica interior del alma política capaz de volver sobre sus pasos. No nos parece que sea el mismo caso de Héctor Leis.
Veo allí un sentido totalmente ajustado al debate actual, el sorprendente error de vaciar la historia argentina de sus clásicos enfrentamientos, no por haber sido violentos, sino por haber contado con un tipo de decisión armada por parte de los grupos insurreccionales de la época que no habrían poseído habilitación ética de ninguna especie. Esto no es así. Una cosa es condenar la violencia, sobre todo la que emana de órganos políticos que de alguna manera se burocratizan en torno de un lenguaje militar que anula la autorreflexión, y otra cosa es trocar en el alma del hablante el signo que lo hacía ser un joven militante armado (con críticas incluso muy drásticas a esas organizaciones) y asumir hoy la equívoca santidad de hablar desde el punto de vista de los otros. Para eso le sirve su tesis generacional, donde en vez de ver una tragedia de cuño elevado –como las tantas historias de esa índole que hay en la Argentina– en el cruce de vidas casi inenarrables que hay entre el general Alsogaray y su hijo muerto en la guerrilla, el ángulo de reflexión del que se parte es el que permite la figura del primero y no la del segundo. No se puede, en verdad, querer ser la voz del Padre y del Hijo al mismo tiempo. El Padre nunca lo es enteramente, y Leis comete el trágico error de querer sólo ser padre, abandonando el hijo que hay en todo padre. Abandonando así, siquiera traicionando ni desdiciendo, su propia historia.
Sería absurdo que no comprendiéramos estos dramas y no extrajéramos de allí todos los desmanes del espíritu que no estuvieron a nuestro alcance apreciar en aquel momento. Pero cuál es la razón para que, al apreciarlos ahora, cultivemos un esteticismo de la traición en vez de rodearnos de conmiseración autocrítica, menos silente que en estado de expansión. Esto nos llevaría a decisiones políticas incomprensibles. Sí, son decisiones de esa índole, querido Héctor, decir ahora que hay que hacer “una lista común de víctimas”, dejar “los muertos en paz”, “que nadie hable por mi condición humana, pues siempre puedo cambiar”, reclamar “un memorial conjunto de las víctimas que incluya desde los soldados muertos en Formosa hasta los estudiantes desaparecidos en La Plata”.
Se entiende la dificultad del problema. La que ocurrió entre nosotros no fue la que le permitió a René Char escribir el gran poemario de Feuillets d’Hypnos, en tiempos de la resistencia francesa al nazismo. La guerrilla, bajo la forma del llamado a una revolución social, corre muchos riesgos en su acción, no solo personales. Mueren inocentes a los que no se les puede aplicar, desde luego, el veredicto de la “astucia de la razón”, esos inconvenientes necesarios para que triunfe una razón superior. No lo dice sólo Leis. Es interesante que esto haya sido dicho desde las mentalidades revolucionarias del inmediato pasado. En su obra La Medida, Brecht, un comunista, trata justamente este tema. Leis no descubre nada nuevo, salvo el interés de su historia y de su escueta autobiografía, un testimonio valiente, pero que toma un partido inadecuado, ofensivo, para los que tenemos biografías parecidas, no fuimos ni somos violentos, y decidimos no tener como orgullo personal inmarcesible el “don de escapar de la historia”. No quisimos ser almas angelicales. Por eso nos tocó el llamado de Del Barco, respecto de la responsabilidad, atrevido llamado, pues incluía una autopunición espantosa de considerarnos victimarios sin haberlo sido. El vacío de justificación fáctica que tendría el proclamarnos agentes de un daño material que no hemos hecho es comprensible desde el punto de vista de una ética kantiana con cierto revestimiento válido, acaso sacerdotal.
Pero decirlo ahora, en medio de una idea de la historia paralizada, cerrando el ciclo de los juicios encarados desde los derechos humanos, ignorando que el dolor por lo pasado es transpolítico, que no solo abarca aquellos conscriptos sino cualquier otra situación de decisión política resuelta en términos de juicio sumarísimo de muerte, decirlo ahora, y decirlo en forma unilineal, es pues la peor forma de interrumpir ese río interior de la sociedad argentina, donde también se lucha por ganar el derecho de hacerse cargo de una explicación más duradera de lo ocurrido, y sostenida en antiguos saberes humanistas. El libro de Leis me suena como si esa responsabilidad por el signo de una interpretación quedase por fin en manos de las viejas fuerzas reaccionarias del país –habilitadas por una conversión sacrificial y personal que ellos publicarían muy contentos en sus diarios, impidiendo algo muy interesante en lo que hubiéramos debido esperar que alguna vez Leis participara–. La rara, póstuma e irrisoria ecuanimidad sobre la vida de los muertos, pero no antes de hacer el doloroso tránsito por la convicción de que solo desnutridas religiones mustias pueden igualar todas las situaciones. No, es preciso seguir sosteniendo que un modo de ser víctima, la de aquellos jóvenes de cuando el propio Leis era otro, que sin embargo pudieron haber matado pero estando a su vez casi todos muertos y desaparecidos, sigue sosteniendo el hilo de humanidad crítica de la nación argentina, y no el tipo de víctima que Leis dice que –fusionando todo con todo– llevaría a un “memorial conjunto”. Al desmitologizador de la historia le esperan más saludos conservadores que aplausos del historiador racionalista. Le amputarían la lengua social, crítica y democrática al país.
Me decidí a escribir estas breves líneas cuando, en la inauguración de la Feria del Libro, se escuchó al secretario de Cultura de la Ciudad, del gobierno de Macri, recomendar la lectura de Leis. Entre tantos números de libros que se mencionaron, este único libro me movió a señalar en el contexto de qué injusticia se mueve. Hay números implícitos en el libro de Leis que comienzan a manifestarse: hágase el cómputo de las balas de goma lanzadas por doquier en el Borda. En nuestras pequeñas conmemoraciones reconciliantes, ¿incluiríamos a la Policía Metropolitana en el listado común con algún sindicalista o periodista herido? Hay heridos de ambos lados, pero llamamos ética a la capacidad de condenar toda ejecución de un daño, desde un lugar explícito, humano, visible, que es único, puesto que en su excepcionalidad nos toca: el lugar que no desmantele la noción misma de justicia y de historia, que casi vendrían a ser lo mismo. Ni Borges equiparó en su famoso cuento la aparente complementariedad del traidor y del héroe.
* Sociólogo, profesor universitario, director de la Biblioteca Nacional.
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