Domingo, 15 de septiembre de 2013 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Alfredo Zaiat
El tipo de empresario de un país no se elige, o sea su burguesía, la clase social dinámica del capitalismo. El vínculo que tuvo con el Estado a lo largo de diferentes gobiernos fue moldeando el estilo de crecimiento de la economía. La historia de la elite argentina es peculiar en comparación a cualquier otra porque ha combatido cada intento de transitar un sendero de desarrollo nacional. A pesar de recibir favores en cada una de las experiencias políticas, en dictadura y en democracia, mediante amplios y diversos beneficios fiscales y financieros, no se ha convertido en un sujeto económico activo de la expansión local. Sus rasgos distintivos son el de la sistemática búsqueda de rentas de privilegios y la obsesiva fuga de capitales. En lugar de proponer una mejora en la desordenada política oficial de sustituir importaciones, se quejan por medidas de protección de sus mercados y alientan el libre cambio. En vez de invertir en ampliar la frontera productiva ante el aumento sostenido de la demanda doméstica, se molestan porque no pueden comprar dólares billetes para viajar o para depositarlos en el exterior a tasas de interés cercanas a cero. Y antes de concentrar los esfuerzos en su propio negocio, dedican horas a la intriga política y a especular sobre lo que publican los medios de comunicación. Un conocedor de la personalidad empresaria explicaba: “El brasileño dedica 90 por ciento de su tiempo a su actividad específica y el 10 por ciento restante a la política; el argentino hace lo opuesto”. Es la pauta de comportamiento de un rentista que goza de tiempo libre. Por ese motivo, aquí la elite empresaria es una restricción más que un activo para el desarrollo.
La vocación por las ideas neoliberales, que han demostrado ser un fiasco en los ’90 en América latina y ahora en Europa, es la expresión más notable de los principales representantes de la banca, la industria y el campo. Sostienen postulados conservadores, algunos encubiertos en industrialistas, con entusiasmo porque de ese modo pueden mantener sus conductas rentísticas, ya sea provenientes de la producción agropecuaria (banqueros e industriales tienen su corazón en el campo), de la explotación de recursos naturales no renovables, aprovechando desgravaciones impositivas en provincias con promoción industrial o de la especulación financiera. Hasta el empresario pyme de lonas (Texlonas, radicada en San Luis) y titular del Ministerio de Pesificación Asimétrica y Devaluación durante el gobierno de Duhalde, José Ignacio de Mendiguren, tiene parte de su capital invertido en un campo propio. Esta característica de la burguesía sólo puede expandirse con un Estado interviniendo de tal forma de no entorpecer ese régimen de acumulación. En palabras del actual presidente de la UIA, Héctor Méndez (dueño de la empresa de plásticos Conarsa, radicada en San Luis), con un ministro de Economía fuerte, subordinando de ese modo la política a la economía, o sea privilegiando los intereses de la elite empresaria.
Pese al relato oficial, que no es otro que el dominante en el espacio público definido por grandes medios, el kirchnerismo no es una fuerza política que pretenda combatir el capital, sino que en función de consolidar los objetivos económicos de su proyecto político reclama una burguesía dinámica comprometida con el desarrollo productivo, lo que ha provocado la colisión con el comportamiento tradicional de la elite empresaria. Busca a través del Estado orientar la inversión. Ante la resistencia empresaria termina interviniendo en la economía mucho más de lo deseado. Ese es el origen de las tensiones entre el mundo empresario y el kirchnerismo. Por eso parece un matrimonio desavenido. La presidenta CFK les recuerda una y otra vez lo mucho que han ganado en los últimos diez años con el crecimiento productivo. El mensaje está dirigido a una elite que quiere escuchar otra cosa. Ganar dinero es lo que saben hacer; lo que quieren es no tener exigencias de desarrollo que puedan afectar su comportamiento rentístico y fugador de capitales. Por ese motivo la respuesta ha sido morosidad inversora y fuga de capitales con la siempre oportuna excusa de la incertidumbre, que hoy resumen en las trabas para importar y, en especial, porque les afecta el espíritu, en la restricción para comprar dólares para atesorar. En esto último, una caso emblemático ha sido el del titular del Banco Macro, Jorge Brito, considerado hasta hace poco “banquero K” por los analistas de los grandes medios, fue uno de los más activos compradores de dólares en la corrida enero-octubre de 2011 que forzó el nuevo régimen de administración de divisas, al embolsar 13,53 millones de dólares.
Además de escuchar en exceso a economistas de la city, encuestadores y analistas políticos, que les dicen lo que quieren escuchar en clave política y financiera, la elite empresaria aspira a volver a la “normalidad”. Esto es que la economía (el poder económico) vaya definiendo la gestión de la política de gobierno, y regresar a un régimen de acumulación de capital que favorezca la poderosa energía rentística del empresariado, para lo cual sería necesaria la colaboración, de una brusca devaluación. En ese sentido ha resultado sintomático que los casi únicos técnicos presentados en público por fuera de la política por parte del candidato a diputado de la provincia de Buenos Aires, el intendente de Tigre, Sergio Massa, sean economistas y empresarios. Es una puesta en escena que había quedado en un lejano recuerdo, donde los técnicos se mostraban ante la sociedad como los autorizados para hacer el diagnóstico sobre lo que pasa y, fundamentalmente, los portadores del saber sobre lo que hay que hacer. Por lo pronto, lo que han presentado en estos días ese grupo de economistas como estrategia antiinflacionaria (tres proyectos de ley: nuevo Indec, área de precios en la Defensoría del Pueblo y un consejo de inversión interministerial) es cualquier cosa menos un programa técnico para abordar la cuestión de los precios. Es de una mediocridad conceptual que sólo recibe un silencio cómplice por ser parte de la campaña electoral. Existen diferentes interpretaciones desde la ortodoxia y la heterodoxia sobre el origen de las tensiones en los precios; ninguna evalúa seriamente que sean por aspectos institucionales o que por ese camino puedan ser abordadas o que el Congreso esté en condiciones de intervenir en la materia.
La figura de un ministro de Economía fuerte, como pretende Méndez para que sea vocero de los intereses del establish-ment, o rodearse de varios economistas, como hizo Massa en señal de seriedad, son muestras de una concepción que orienta a la política a arrodillarse en el altar de la economía, de lo que se considera el correcto pensamiento económico. Con receta única, como si la economía fuera una disciplina de una ciencia exacta, donde no hay margen para el disenso ni el reconocimiento de la existencia de diversos sujetos económicos con intereses contrapuestos. Es un sendero donde se plantea la evaporación de tensiones y disputas. Es el mundo ideal ofrecido por la restauración conservadora mientras va recortando derechos sociales y laborales.
Uno de los aspectos más destacables del actual ciclo político ha sido el desplazamiento de la figura del economista de los centros de decisión, lo que no significa ausencia de aportes técnicos de esos profesionales. También se ha corrido al establishment como proveedor de equipos económicos preparados en fundaciones o instituciones (Fiel, Cema, Mediterránea). La aspiración de un sector de los empresarios y de los políticos de regresar a esas fuentes perturbadoras de la estabilidad social es síntoma de una perseverancia envidiable.
El joven filósofo español Ernesto Castro, autor de Contra la postmodernidad, ofrece una incisiva descripción de ese peculiar pedestal donde se acomodan placenteramente ciertos economistas, con la complicidad de políticos y satisfacción de sus promotores del poder económico. En un reciente artículo publicado en el sitio sinpermiso, Castro escribió: “Entre los motivos que respaldan la indolencia de los intelectuales descuella la constatada desconexión entre la teoría y la praxis en materia económica. Invirtiendo los términos del dictum gramsciano, se ha producido una confrontación histórica, durante los últimos sesenta años, entre el pesimismo de la voluntad y el optimismo de la razón, entre los economistas serios y audaces que advierten posibilidades insospechadas donde los políticos sólo contemplan intereses ajenos, y los economistas acomodados a los ciclos electoralistas, quienes parecen en verdad ser unos mandaos, tal
vez sólo recibiendo y ejecutando órdenes, dado su natural servilismo”.
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