Sábado, 19 de octubre de 2013 | Hoy
La periodista Stella Calloni llama la atención sobre el rol de los medios en la difusión y utilización política de la discusión del legislador Juan Cabandié con una agente de tránsito. El sociólogo Pablo Semán reflexiona sobre la condición de “hijo”.
En estos tiempos en que se desarrolla una guerra psicológica de baja intensidad sobre nuestros países, en una lucha constante, donde se invierten millones de dólares para mentir, desinformar, minar las bases de los gobiernos, no en una lucha democrática, sino en un esquema mafioso de ataques cotidianos, como mujer, como periodista, no puedo permitirme callar ante la infamia que llevan adelante los coros de hipócritas en el caso de Juan Cabandié.
Juan Cabandié vivió un infierno en manos de su apropiador, después de ser brutalmente separado de su madre al nacer en un lugar de dolor, de muerte y exterminio como fue la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). Sus padres fueron desaparecidos en la noche y la niebla del fascismo de la dictadura de seguridad nacional. Juan fue apropiado por un criminal de lesa humanidad como un trofeo. Fue doblemente víctima del terrorismo de Estado. El y su familia.
Estuve presente el día que fue recuperado por las Abuelas de Plaza de Mayo. Creo que no hay nadie que no haya llorado allí en el predio de la ESMA, recuperada también para desafiar todos los olvidos y las desmemorias, en aquel inolvidable 24 de marzo de 2004, cuando Juan contó su historia. Fue un día de maravillosas reivindicaciones. Ahora estoy viendo la crucifixión mediática de un joven al que he visto siempre conducirse con humildad. ¿Y crucificado por quién? Por muchos de los mismos medios que no vacilan en contar guerras atroces como aventuras “humanitarias” y “salvadoras”, muchos de los que acompañaron a los militares en cada una de las dictaduras que vivió el país y en la última, la más terrible de todas. Periódicos y periodistas que mienten a los pueblos a sabiendas de que están mintiendo y lo hacen dentro de un plan para desacreditar al precio que sea, al precio de destruir vidas humanas incluso, sólo para ayudar a grupos de poder locales y extranjeros.
Paso a paso he seguido lo sucedido con Cabandié y escuché su propio relato, como debería ser si hubiera una mínima ética periodística. Escuchar las dos voces. Seguí el caso, porque desde el primer momento sonaba como una operación mediática y mafiosa. Un video que aparece repentinamente después de meses de estar guardado ¿por quién y para qué? En principio, el video registra sólo las palabras de Cabandié, después de haber sido parado en un retén, donde curiosamente lo amenazan con secuestrarle el auto ilegalmente, porque los miembros de seguridad, tanto de la policía local como de la Gendarmería, saben que no se puede secuestrar un automóvil por la falta del recibo del seguro del mes que aún está vigente. Entonces ¿era amenazante o no la actitud de un grupo de agentes que, haciendo gala de sus uniformes, armas y demás y abusando de ese poder, no sólo se disponían a secuestrar el automóvil sino que también revisaron los objetos personales de su dueño? ¿No es abuso de poder filmar a una persona en esa situación ilegalmente? Pero seleccionan lo que dice Cabandié. ¿Dónde está la parte que les corresponde a los que lo rodeaban? ¿Qué le dijeron ellos a Cabandié? Un video fraccionado no es prueba de nada. Dicen que lo filmaron como testimonio. Si son tan minuciosos para filmar a una persona y registrar lo que dice o hace –y en este caso por supuesto no es bueno, no estamos diciendo que fue “correcto”, como tampoco era correcto lo que le estaban haciendo–, ¿por qué no tuvieron la misma minuciosidad para filmar la muerte de un niño de 9 años como Kevin, que sucedió recientemente en una zona muy pobre? De esto hace muy poco tiempo y no escuché esas voces “indignadas” ante esa muerte terrible, solitaria, impune y no eran palabras las que sonaron sino balas, como denuncia la revista La Garganta Poderosa. Esto no conmueve a los opinadores de turno ni a los políticos. La muerte de un niño como Kevin no “sirve” para una operación política. Me pregunto si el doctor Raul Alfonsín hubiera actuado como están actuando en este caso políticos y periodistas, que más parecen buitres alrededor de su presa. Tomo a esta figura porque también fue víctima de muchos de los medios y periodistas que hoy se erigen en monitores de conciencia y porque era verdaderamente un político, aunque uno pudiera no acordar con su partido. ¿Qué decir del PRO, que vergonzosamente le ofrece a la policía Belén Mosquera integrarse a ese partido, solamente por el hecho de que fue agredida de palabras por un joven “kirchnerista”? De los que han tomado a Cabandié como el nuevo eje operativo para golpear al oficialismo hay quienes están procesados por temas mucho más graves, que tienen que ver con espionaje, con amenazas y maltrato nocturno, amparados en la impunidad de las noches, a mujeres embarazadas y niños indefensos que viven en las calles no por propia decisión, sino porque muchas de las acciones de algunos de estos políticos los arrojaron a los arrabales del desempleo y la miseria absoluta. Hablan de “agresión” los amigos de los torturadores que con toda la cobardía de la impunidad, secuestraron, asesinaron, violaron, arrojaban a las víctimas aún vivas a mares y ríos, como lo hicieron con madres desesperadas buscando a sus hijos. ¿De qué están hablando ahora? Cabandié pidió disculpas. Se hizo cargo de su parte. Los otros que abusaron de su poder no lo hicieron. Nadie pidió explicaciones acerca de por qué se filmó y dónde se mantuvieron estos meses esos videos para aparecer a la “hora señalada”, en el momento en que el joven Cabandié enfrentó bien a viejas figuras de la política en un debate de TV. Pocas veces he visto tanta hipocresía como en estos días y en estas horas. Y la historia se reproduce en agencias extranjeras, todas trabajando para un mando único. ¿Hablarán después de obediencia periodística debida? ¿Cuándo vamos a decir basta a esta degradación de la política que no tiene límites ni fronteras? Esto es violencia con abuso que ejerce el poder económico y político, con amparos que vienen desde lejos, “chapas” que se cuelgan algunos que no tienen reparos ni límites en su accionar hipócrita mafioso. Esto también es corrupción. Están destruyendo al periodismo, envileciendo a periodistas. Pero no sólo eso. Utilizan una discusión, una respuesta inapropiada, por lo cual se pidió perdón, solamente con una finalidad política. Lo que extraña es la rapidez con que una serie de hipócritas cuya tarea es destruir seres humanos en nombre de la supuesta libertad de expresión –que no puede jamás estar unida a la libertad de mentir, agraviar, injuriar– preparan una operación tan evidentemente grotesca que avergüenza y aterroriza por la frialdad con que ésta se diseña, se aplica y se lleva adelante.
* Escritora, periodista.
Por Pablo Semán *
Ibas por la calle y te tomabas fuerte del brazo fuerte de tus padres, que te impulsaban en el juego de saltar el charco repentino en la vereda. Con su ayuda aterrizabas, y caías como vos podías, parado, trastabillando, raspándote las rodillas o aprovechando el impulso para correr o saltar otra vez. Hacías sin querer algo que se parece a lo necesario para ese recorrido eterno que es ser hijo y dejar de serlo, en un trabajo interminable pero fructífero y vivificante. ¿O acaso Sísifo se quejaría de lesiones por esfuerzo repetitivo?
Hay algo de ese juego que hay que recuperar para toda la vida. Para ganar oxígeno, haciéndole crisis a una oscuridad que hermana a todos los hijos, de desaparecidos o no. Hay algo que se impone y va más allá de la necesidad de abandonar la posición de víctima para asumirse como sobrevivientes, tal como afirmó la diputada Victoria Donda para el caso de los hijos de detenidos desaparecidos. Habría que radicalizar eso, diciendo que más que sobreviviente se es posterior, sin dejar de ser anterior, para desactivar la amalgama que se forma entre el martirio de los padres y los desafíos de la propia vida. Camino que no debe eludirse, aun cuando para los hijos de desaparecidos, sobre todo, los más jóvenes, que tuvieron menos a sus padres, esa vida haya comenzado con el pie izquierdo. E incluso porque no tanto: después de todo muchos hallan en sus padres virtudes personales e históricas que no todos los nacidos pudieron disfrutar siquiera en miligramos con padres que los acompañaron mucho más tiempo. Dejar de ser hijo, en definitiva, no admite receta para nadie como muchas otras cosas importantes de la vida. Como todos sabemos, esas son cosas que se resuelven como cada uno quiere y puede según su recorrido único e irrepetible.
Pero hay algo que atañe a todos tanto como desasirse de la posición de víctima, y más allá de historias personales. Dejar de ser hijo es, como en el juego del inicio, anudar proveniencias y emergencias en nuestro cuerpo, en una volición, en una posición y en una dirección que un poco decidimos, otro poco asumimos y en mucho surge como el juego con cierta inercia que nos hace ser. Como en ese juego sabemos dónde empezamos, pero llegamos a un punto que no esperábamos y al que no necesariamente querían que fuésemos, más allá de todo lo que nos sirvió aquel brazo y aquella fuerza sin la cual siquiera hubiésemos dado un paso. Dejar de ser hijo no solo es el dolor del desierto, sino hacerse cargo de que los proyectos y las realizaciones vienen a sustituir las promesas y las expectativas que con todo el amor del mundo se depositaron en nosotros y que nosotros, con todo el amor del mundo, claro, empezamos a manejar.
Declararse hijo, como lo hizo Néstor Kirchner, como parte de una gran aventura política, es muy distinto que proponer que los hijos sigan siendo hijos. Ellos no pueden ser agobiados por una heráldica que los habilita para llegar a algo, pero que, si se la absolutiza, impide asumir lo que de todas maneras sucederá por acción u omisión. Aunque esas acciones y omisiones se limiten a repetir “somos hijos”, la historia, es decir, los que se fijen en ese obrar desde muy diversas posiciones, de manera diferente en cada generación, los juzgará por lo que hayan hecho en su tiempo y su espacio, por sí mismos, con sus conciudadanos y afectos. Y sería tan triste que sigan siendo víctimas como que sigan siendo sólo hijos. Sería como privarse de asumir junto con su herencia su libertad, solo para seguir esperando que se cumpla la expectativa de los progenitores transmitida por la mirada idealizante de las abuelas. Algo que sólo de niños podíamos creer: que zambullirnos en el sombrero, con palabras y conjuros, nos convertiría en Súper Hijitus.
* Sociólogo.
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