Lunes, 7 de abril de 2014 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Eduardo Aliverti
Quien firma, por razones de convicción profunda que para el caso incluyen la necesidad de preservar el estómago y cuidarse de arrebatos expresivos, no quiere atravesar ciertos límites. Más aún: desearía jugarse directamente a ignorar el asunto, a costa de parecer un marciano periodístico. Pero no le da para tanto. Sí para aquello de pararse opinativamente antes de ese límite que no se quiere trasponer. Y en el mejor de los casos, intentar cierto razonamiento, y “conclusión”, que observe desde otra perspectiva lo que es el oligopolio temático de estos días.
Lo antedicho no supone un juicio negativo sobre lo que viene diciéndose, desde la estabilidad mental, la sensatez básica, la categoría profesional, en torno de los linchamientos a delincuentes reales o presuntos. Al contrario. Todo lo contrario. Quienes prefieren ver y escuchar en vez de mirar y oír pudieron encontrarse con análisis de excelencia, surgidos en campos diferentes. El sociológico, el estadístico, el del derecho penal y por cierto que el de la prensa. Entre ellos, la nota de Mario Wainfeld en este diario del jueves, que es encabezada con el numeroso grupo de “vecinos” que asesinó a David Moreira, en Rosario. Un crimen cometido con indefensión de la víctima (alevosía) y afán de agravar el sufrimiento (ensañamiento). Homicidio calificado, para el Código. Y enseguida, el “grupo de remiseros (que) se confunde y decide que un par de jóvenes morochos que van en una moto son chorros. Los persiguen, gritan enardecidos. Las víctimas creen que quieren afanarles. La confusión sería cómica, digna de una película costumbrista italiana de las buenas... de no terminar en una golpiza salvaje a un muchacho indefenso, responsable sólo de portación de aspecto”. Más la mención al modo en que Clarín “hace escuela de nuevo, sin dilemas ni traumas”, al cerrar el círculo de su tapa del miércoles con la analogía de que “La crisis causó dos nuevas muertes”: su título cuando el asesinato de Kosteki y Santillán. Ahora el diario tituló que “Hubo otros cinco casos de palizas de vecinos a ladrones”. “Joya y bingo. Son ‘palizas’, correctivos familiares, aunque alguno deje un muerto tirado en la calle.” Wainfeld recuerda lo sencillo que lo había hecho Cesare Lombroso en la prehistoria del derecho penal, con su obra L’uomo delinquente y el imaginario de que hay seres prefigurados para el crimen, con marcas genéticas, habiéndose supuesto que teorías como ésas estaban superadas por la modernidad... siendo que parecemos estar volviendo a las fuentes. Y también el registro de las “personas que delinquen a diario sin que se los encuadre como causantes de la inseguridad. Pensemos en quienes cometen violencia de género o intrafamiliar. O en los abusadores sexuales. Ejercen su poder o explotan su posición de modo perverso. Dañan mucho, pueden tener una fachada respetable: ‘la gente’ no tiene motivos para abrazar con fuerza la cartera cuando los ve por la calle. Otro tanto podría decirse de los evasores, de los explotadores que no pagan cargas sociales. Son personas de bien, no desentonan si se acodan en un bar VIP”.
Hay un trabajo, “Acciones colectivas de violencia punitiva en la Argentina reciente”, publicado en 2011 en la revista Bajo el Volcán, editada en México por la Universidad Autónoma de Puebla. Sus autores son Leandro González, Juan Iván Ladeuix y Gabriela Ferreyra. Pertenece a la Red de Revistas Científicas de América Latina y el Caribe, España y Portugal. El documento ofrece una serie de apuntes sobre el “fenómeno de las pequeñas (y a veces no tanto) manifestaciones que familiares y vecinos de víctimas de diversos delitos intentarían realizar mediante una variedad de acciones, ‘justicia por mano propia’, en Argentina, entre 1997 y 2008”. Los autores aclaran que las observaciones son preliminares, y necesariamente fundadas en una búsqueda hemerográfica que incluyó periódicos de circulación nacional, provincial y local, a falta de estadísticas oficiales que registren este tipo de fenómenos. En tren de resumir, las acciones de violencia colectiva, verbigracia linchamiento o justicia por mano propia, se dan en todas las provincias argentinas. Pero el 60 por ciento se concentra en territorio bonaerense. ¿Cuánto es eso? 58 casos, en once años, con una mayoría que se verifica en el conurbano, La Plata y Mar del Plata. A su vez, más de la mitad de los delitos que precipitan sed de venganza o de interpelación a los poderes institucionales, como se quisiere, son homicidios. Luego continúa la violación, y en tercer lugar la violación seguida de homicidio. Hay apenas tres hechos de reacción de muchedumbre familiar o vecinal por “agresión con arma de fuego”, y sólo nueve por “robos y disturbios reiterados”. Como quedó dicho, el trabajo abarcó un arco entre 1997 y 2008, pero, así se le sumara, en crecimiento exponencial, la cantidad de casos que en los últimos días parecen acercarnos a una renovada y comprensible vigencia de la ley de la selva, cualquiera advertirá que se trata de unos amuchamientos socialmente irrepresentativos, por completo, en términos de acciones colectivas de revanchismo. Quizá fuera diferente si hablamos de intencionalidad piripipí en franjas de clase media asustadas. Sin ir más lejos, el odio irracional que abunda hasta el asco en las redes sociales hablaría una sociedad grandemente dispuesta a los pogromos. Es eso lo que los medios trasladan en estas jornadas de frenesí victimario: la predisposición masiva, de una ciudadanía agotada, para mutar al salvajismo ante el primer ratero que se cruce. No es así. No hay absolutamente ninguna realidad, ni estadística, ni presunción que lo demuestren. Lo ha dicho con todas las letras Roberto Carlés, quien coordinó la comisión elaboradora de la reforma al Código Penal que nadie leyó entre quienes la cuestionan: “Son hechos concretos de violencia tumultuaria, mucho menos frecuentes que los hechos de violencia institucional, y de tortura, que ocurren a diario en las calles, en las comisarías y en las cárceles” (“Una confusión de ideas”, Página/12, viernes pasado).
Es el show. Entonces o como siempre. Es un espectáculo que, desde ya, tiene su línea de acción conceptual. ¿O acaso no se repara en que venimos del invento de Sergio Massa, esparcido impunemente por sus medios adictos, elogiado como muestra de “iniciativa política”, acerca de que el borrador de nuevo Código Penal es una garantía de delincuentes a sus anchas? ¿Justamente después de eso irrumpe como por arte de magia que “la gente” se cansó, para transformarse en hordas de sanguinarios a los que debe comprenderse? ¿Es tan difícil advertir el elefante que está en el living informativo? Volviendo unas líneas: no es que no hay, ni muchísimo menos, argumentaciones sólidas a las que recurrir para desmontar el andamiaje de la marcha sistémica; la brutalidad enano-fascista; esas caras y esas voces por un lado tan compungidas, y por otro tan dispuestas al festín que se ofrece, de quienes dicen saber cómo se resuelven las cosas de “la inseguridad” en un santiamén. No es que no tienta valerse de lo fácil con que surten la réplica algunos personajes públicos, capaces de satisfacerse porque por suerte sus hijos no están acá, entre nosotros, sino afuera y a buen resguardo. No es que no pueda creerse que hablen de la necesidad de un Estado fuerte los liberales privatizadores. No es que no deba percatarse que la emergencia de seguridad en la provincia de Buenos Aires convoca a miles de policías retirados, bien que entre otras medidas: ¿retirados por qué? ¿Provenientes de dónde? Es uno, nada más, que siente y piensa que no tiene ganas ni tripas para cruzar el límite de discutir sobre comprender linchamientos.
Y a uno se le ocurre, también, que al fin y al cabo hay una demostración inexpugnable. Una evidencia cuya fortaleza es superior a la de todo repaso, relevamiento, argumentación sociológica o jurídica. Mañana, pasado, en la semana, pero siempre muy pronto, de manera inminente, ahora mismo si es que está brotando o provocándose otro objeto a exprimir, los linchamientos van a desaparecer de la escena mediática. Son episodios que no tienen con qué sostenerse en la función comunicacional, televisada, al consistir precisamente en eso: en ser episodios, tan repugnantes y graves como para no olvidar que hay masacrados de por medio, pero socialmente irrelevantes, si es por su cuantía. Los linchamientos se extinguirán, literal y mediáticamente, o en verdad en orden inverso, porque es la clonación de eventos falsamente asimilables a lo que determina el rango mediático. Decir que “la inseguridad” es una sensación, o que se debe exclusivamente al accionar de los medios, es tan una tontería como desconocer el rol clave que juega lo mediático en la amplificación irresponsable de los sucesos. La “moda de linchar” quedará sumergida por nuevas tandas de montañas fugaces. Cualesquiera. Podrá ser una peripecia que involucre a algún famoso. Alguna denuncia de corrupción que para variar sólo afectará al Gobierno. No es muy larga la lista. Lo largo es la necesidad de producir escándalo y morbo, incluso sin importar, ante hechos como los pasajeramente difundidos, que puedan estimularse actitudes repetitivas por parte de energúmenos que nunca faltan. La pregunta que sí debería subsistir es cuán seria es la solidez de impactos y argumentos que desaparecen de la noche a la mañana, cuando otros bombazos los reemplazan como si tal cosa.
Ya, al toque, cuando esto suceda de modo inevitable, cuando ya no hablemos de interpretar linchamientos, no por la vergüenza ajena que debiera dar sino porque la prensa abandonó el tema y “la gente” dejó de hablar de eso, quedará al descubierto lo que jamás deja de estar a la vista. Que ciertos medios, que no son todos los medios, no tienen escrúpulo alguno para manifestar su ignorancia. O su interés de clase, mejor. Y que cierta gente, que no es toda la gente, tampoco.
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