Martes, 29 de abril de 2014 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Lía Méndez *
Decía mi maestro Silo que “un número es distinto a sí mismo según tengas que dar o recibir”. Igual concepto podemos aplicar en términos de derechos. Distinta vara aplicamos según se trate de ejercer los propios derechos o aceptar, en igualdad, que otros ejerzan los suyos.
“Libertinaje” no es ni más ni menos que el término que acuñaron los precursores, sostenedores y justificadores de la desigualdad a la hora de referirse a la libertad de los “otros”. Gran parte de la conflictividad social de nuestros días tiene como base esa mirada naturalizadora de la desigualdad y por tanto de la violencia.
Los defensores de la libertad de expresión (para sí), que manipularon tan elemental derecho para defender los monopolios de la información y la comunicación reaccionaron de modo virulento frente a lo que consideraron la afectación, limitación o cercenamiento del derecho ante la normativa promovida por el Estado. No hay límite a la libertad de expresión, ni siquiera cuando en su nombre se difama, se miente, se acusa falsa e impunemente, envenenando la vida de millones de personas. Es el derecho a la libertad de expresión.
Y sí. Aun a riesgo de estos atropellos, elegimos, por sobre todo, defender el pleno ejercicio de ese derecho.
La protesta social en espacios públicos no es ni más ni menos que el ejercicio del derecho a la libre expresión cuando se vulneran o desconocen derechos humanos básicos. Personalmente, creo que es necesario inspirarse para diseñar nuevas metodologías, propias del momento actual, del país actual. Los piquetes como forma de protesta nacieron en una época en que no estaba la posibilidad de efectivizar derechos básicos, ni existían ámbitos donde participar, discutir nada, ni políticas, ni salarios, ni nada, ni siquiera dónde defender el patrimonio de todos, del que fuimos salvajemente despojados. Un tiempo donde no había soberanía ni dignidad.
Negar las abismales diferencias entre aquel país y éste es caer en la insensatez. Entonces se cortaba una ruta frente a la sordera mental de políticos y funcionarios, muchos de los cuales hoy, en el discurso, se suben al caballo del combate de la pobreza y la desigualdad.
La no represión de la protesta social fue una decisión de gran trascendencia tomada por el gobierno de Kirchner, tan trascendente como riesgosa en tanto pudiera ser utilizada (y lo fue) por los detractores para ponerla a prueba mediante la provocación permanente, buscando doblar la vara hasta romperla. Es ese intento el que hoy vemos en muchas manifestaciones que no nacen de un conflicto social ni son espontáneas.
Las manifestaciones callejeras de los conflictos verdaderos –que los hay, y enhorabuena ya que motorizan el cambio– buscan hacer socialmente visible el conflicto y llamar la atención de quienes deben atenderlo y resolverlo, y no lo hacen.
Y no hay medio de comunicación que tenga un canal abierto para ello. El canal se abre (a veces) cuando el conflicto está en la calle. En este tópico considero que la plena vigencia e implementación de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual cumplirá en gran medida con esa función para que todos los sectores tengan voz, posibilitando dar otra dirección a los reclamos. Entre tanto, hay extremos.
Muchas veces hasta en los conflictos entre particulares terminan utilizando los mismos métodos o bien se opta por saltar instancias de diálogo y negociación para instalar primero el conflicto en la calle, y desde ahí pedir el diálogo. Hace tiempo que esta metodología de reclamo y visibilización se ha ido desgastando.
En 2001, los vecinos daban ayuda solidaria y acompañaban a quienes acampaban en un corte de ruta. Hoy los repudian y terminan deslegitimando reclamos absolutamente justos. Reglamentar ese derecho como se pretende corre el riesgo de caer en situaciones de cumplimiento imposible o absurdas. Creo que tenemos un problema cultural que no se resuelve con reglamentación. Hay una sociedad que tendrá que empezar a mirarse un poco a sí misma, y empezar a tomar conciencia de los riesgos que está corriendo empantanada como está en un individualismo sin salida.
Más que reclamar por nuevas normas necesita tomar conciencia del rol social que le toca en el cumplimiento de la ley. De lo contrario vamos en el mismo camino que con los linchamientos. Estos actos primitivos no se producen por defecto de la ley o la Justicia como falsamente se invoca para tratar de justificarlos. Son actos que denotan el grado de violencia que hay en las conciencias. Cuando los manifestantes piqueteros arrojan por un puente a una persona, no es porque les indigna que no respete su derecho a protestar, es porque el germen de la violencia está instalado, es esto lo que resulta urgente empezar a reconocer al interior de nuestra sociedad, de nuestro medio inmediato y de nuestra propia conciencia.
Y no hay justificación alguna para la deshumanización, tiene causales que explican que hayamos llegado a esta situación, pero no tiene justificación en tanto implica la negación misma de la vida, de la propia y la de otros. Ese no es el camino, eso es el abismo.
Y el cambio de dirección no está ni en una ley ni en un gobierno, está en nuestras manos. Hay que animarse y humanizarse. Hay que animarse a correrse del camino que nos marcan los envenenadores de la vida y elegir definitivamente la construcción de una cultura no violenta.
* Dirigente del Partido Humanista. Directora general de Relaciones Institucionales del H. Senado de la Nación.
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