Sábado, 24 de mayo de 2014 | Hoy
EL PAíS › PANORAMA POLITICO
Por Luis Bruschtein
El primer capítulo de la serie favorita de Barack Obama, House of cards, comienza con una operación mediática que le hace el político villano Francis Underwood a uno de sus adversarios. Le filtra a un periodista un proyecto progresista de reforma educativa. El terrorismo mediático destroza el proyecto calificándolo de izquierdista y denunciando que se financiará con aumentos de impuestos. El resultado es una reforma educativa conservadora. Las operaciones mediáticas, la manipulación de la información en función de disputas de poder político o económico están absolutamente visualizadas por la sociedad, no se puede decir que se practican en forma clandestina o ante la ingenuidad pasiva de la comunidad. Lo extraño es que al mismo tiempo que se visualizan esos mecanismos, se ha podido construir una especie de religión mediática, de mito urbano, que se basa sobre la fe en la palabra de los medios y en sus sacerdotes o periodistas, que resultan más creíbles cuanto más ocultan lo que es tan visible: que los medios son grandes empresas con intereses políticos y económicos, y que en ese sistema, la información circula como una moneda de poder. Si un periodista que no profesa esa religión dice que las cosas son así, que son como son, entonces es rápidamente calificado de “periodista militante”, una especie de apóstata que ha perdido el cielo. Lo del cielo es discutible. Lo que sí perderá ese periodista son muchas posibilidades de trabajo.
En esa serie sobre la política en Estados Unidos, capítulo por medio está dedicado a operaciones mediáticas: la fotografía desnuda de la esposa del vicepresidente, la militancia juvenil izquierdista de un aspirante a secretario de Estado, la hija extramatrimonial de un jefe de bancada. Algunas son ciertas, otras falsas y otras exageradas, pero todas tienen un objetivo político o económico. Para que una serie popular como House of cards describa con tanto desparpajo estos mecanismos es porque todo el mundo ya sabe que existen y que se trata de una práctica extendida.
En Argentina no hay una serie de televisión de ese tipo, pero en cambio en la vida real se produjo una saga todavía más reveladora, un escenario que dejó expuestos casi con obscenidad estos mecanismos. La guerra entre los grupos de medios más importantes y el gobierno nacional arrasó hasta con los mínimos resortes profesionales de resguardo de la credibilidad. Desde antagonismos ideológicos hasta disputas de poder y diferencias por la pauta publicitaria llevaron a estos grupos de medios a salirse de su Iglesia, ese lugar “independiente” y “aséptico” que habían construido como parte del mito sistémico, para ocupar un espacio en la tribuna política y conformar una oposición abierta y expuesta. El Gobierno no debate con ellos como si todavía fueran aquella “Iglesia mediática”, sino como con una oposición política.
La serie de televisión no existe aquí, pero sí esta saga de varios capítulos de la política de los últimos años, que se polarizó aún más con el debate por la ley de medios. Los medios opositores ocuparon un espacio tan claro que es muy difícil negarlo desde un lugar racional. La información aparece en ese cuadro subordinada absolutamente a este antagonismo y la credibilidad quedó restringida a una pura creencia por afinidad ideológica. Todos los resguardos profesionales o de oficio quedaron a un lado. Ni siquiera dejaron en pie al famoso dicho “dos de cal y una de arena”. Todo lo que publican es contra el Gobierno y no hay la mínima concesión a su favor. Se sabe que todo lo que se publica es para eso. Se trastrocaron funciones que siempre existieron, pero en otro orden: La prioridad no es “informar”, sino desgastar y destruir al Gobierno.
No es difícil coincidir con un cuadro de situación tan evidente. En ese contexto se involucra la Justicia, que en las últimas décadas se fue haciendo cada vez más sensible a los medios que pueden levantar o destruir la carrera de los funcionarios judiciales. La convergencia de esos dos procesos –la polarización mediática como partido de oposición y la mayor proximidad de la Justicia con los medios– es letal para la Justicia. En esa confluencia se produjo la acusación contra el fiscal José María Campagnoli. Una de las acusaciones más graves es que el borrador de un dictamen de Campagnoli, relacionado con casos que estaba ventilando Clarín, había sido parte de la presentación de los abogados de Clarín en otra causa previa. Una de dos: o Campagnoli presentó después, como propio, un dictamen que le habían confeccionado los abogados de Clarín; o antes de presentarlo, Campagnoli les había dado el borrador a esos abogados. En ambos casos se plantea una relación problemática entre un fiscal y una empresa de medios. Por otra parte, ese borrador fue leído en uno de los programas de Canal 13 al mismo tiempo que era presentado en la causa, por lo que se presume que Clarín lo tenía antes de que eso sucediera. En un cuadro de guerra contra el Gobierno por parte de ese grupo mediático cuya credibilidad ya sólo es aceptada por afinidad ideológica, esa relación del fiscal no parece ingenua. Y menos si se tiene en cuenta que su hermana, Marcela Campagnoli, es dirigente bonaerense del partido político de Elisa Carrió, que defendió la posición de Clarín contra la ley de medios y que ha sido la encargada de presentar denuncias judiciales con las denuncias mediáticas que hace el Grupo Clarín contra funcionarios del Gobierno. El móvil de un fiscal no puede ser que el investigado se relacione o piense políticamente distinto que él.
Es un capítulo del House of cards argentino. Otro fue la aparición repentina de un testigo de la causa Ciccone, otra de las que fogonean los grupos de medios opositores. Sospechosamente, apareció una entrevista en Clarín, pero por Skype, a José Capdevila, ex director de Asuntos Jurídicos del Ministerio de Economía. Misteriosamente, Capdevila aseguró que se había tenido que escapar de la Argentina porque lo amenazaban. Pero Capdevila es testigo de la defensa. Respaldó el consejo que envió Amado Boudou desde Economía a la AFIP para que no cierren Ciccone. “¿Usted va a cambiar su declaración?” “Por ahora no.” “¿Entonces no fue gente del Gobierno la que lo amenazó?” “Tampoco se puede descartar, las cosas han cambiado mucho.” “¿Si usted no cambiará la declaración, qué es lo que cambió?” “Yo antes era empleado del ministerio, después me echaron, ahora estoy en banda.” Es un diálogo que publicó el diario La Nación. Capdevila dice que va a pensar si cambia su declaración. No dice que la va a cambiar. Y en todo caso dice que si lo hace será porque lo trataron mal. Es todo muy oscuro, lo suficiente como para ensuciar mediáticamente a Boudou sin necesidad de acciones judiciales que podrían comprometer al prófugo Capdevila.
La culpabilidad o la inocencia de Lázaro Báez y de Amado Boudou no tienen nada que ver con estas movidas protagonizadas por Campagnoli y Capdevila como si siguieran un guión escrito previamente por los medios. Con ese material se podrían hacer algunos capítulos de House of cards: la confrontación entre un gobierno con una poderosa corporación mediática que, a pesar de haber perdido la puja por la desmonopolización del grupo a partir de la aplicación de la ley de medios, mantiene una ofensiva capítulo tras capítulo. En la primera temporada perdió la puja después de dar batalla no solamente en el plano mediático sino también usando jueces y políticos amigos que defendían sus intereses. Y con esos respaldos logró retrasar cuatro años la aplicación de una ley que había sido aprobada en forma democrática y que planteaba la democratización de la información al cuestionar la posición dominante del Grupo Clarín y de otros grupos de medios en el mercado.
En la segunda temporada está usando las mismas influencias judiciales y políticas en un momento que tiene como horizonte el 2015 y es esencialmente electoral.
El papel determinante que han comenzado a jugar los medios de comunicación en el mundo está pasando por su cenit. Es un momento en el que se producen desequilibrios profundos en las sociedades a partir de los cuales los gobiernos deberán intervenir para regular, democratizar, equilibrar y establecer nuevos consensos para el flujo democrático de la información. La herramienta más fuerte para consolidar ese proceso será garantizar la diversidad y al mismo tiempo es la condición más difícil de preservar en un sistema donde el medio más fuerte tiende a hacer desaparecer a los más chicos.
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