Jueves, 6 de noviembre de 2014 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Martín Granovsky
En este oficio no basta con tener fuentes. Hace falta estar cerca de gente normal, o sea inteligente y sensible. La gente normal ayuda a entender un tema, a convertir en un problema complejo la percepción de que pasa algo raro, y después transformar ese problema en una investigación, y después traducir esa pesquisa en una nota. A veces incluso la gente normal, la que no es periodista, entiende el oficio de periodista y hasta disfruta haciendo reducción de daño ante una burrada inminente.
Alicia Oliveira, quien murió ayer en Buenos Aires, era la persona ideal para pedir un consejo al paso, para preguntar por el enfoque de una nota al borde del cierre y también para conversar largo, muy largo, sobre la historia y la vida.
Chiquitita, movediza, pícara, agudísima, Alicia era una enciclopedia. No tenía falsa modestia pero tampoco era arrogante. No podía serlo, con esa ironía tan suya de la que no se salvaba ni ella misma.
De Alicia se podía aprender sobre chicos porque había sido jueza de menores con menos de 30 años, hasta que la dictadura la echó. Era muy práctica en estas cuestiones. Contaba que siempre escuchaba a las víctimas. Les ponía el oído a los chicos. En lugar de tutelarlos, los ayudaba a ejercer sus derechos y los comprendía. Sabía perfectamente que un reformatorio o un instituto eran (son) instrumentos para terminar de embromarle la vida a cualquiera y se salía de las abstracciones. Bajar la edad de imputabilidad, nunca. ¿Discutir un régimen penal? Puede ser. Pero antes, ya mismo, ¿qué hacemos?
Alicia respetaba y admiraba a Emilio Mignone. Lo acompañó en el Centro de Estudios Legales y Sociales, fundado en 1979. Fue una de las primeras abogadas de derechos humanos que comenzó a armar, pedacito por pedacito, el rompecabezas de la Escuela de Mecánica de la Armada y a querellar a los marinos del grupo de tareas. Investigaba con mucha prolijidad, ponía el cuerpo y siempre confiaba en algo que puede sintetizarse en una frase que solía repetir de muchas maneras. Una , ésta: “Nene, los Estados siempre escriben”. Explicaba que, como existe una burocracia estatal, al final todo sirve para llegar a la verdad. Sirven los libros de entrada de los hospitales, los registros de las morgues, los sumarios internos, los legajos de las Fuerzas Armadas y los archivos de inteligencia de las policías conservados en masa como en Buenos Aires y en Santa Fe.
En la Defensoría del Pueblo porteña aplicó desde 1998 parte de esa convicción sobre la posibilidad cierta de la reconstrucción histórica al litigar en favor del derecho a la verdad. Y fue una defensora creativa y universalista. Se metió con Edesur, por los cortes de luz del 2000, y ganó. En 2001 fue clave en la defensa de los reprimidos por el estado de sitio ilegal dispuesto por un Fernando de la Rúa en el tramo más cruel de su extinción. Resultó decisiva en el retiro del represor Eduardo Cabanillas, que luego terminaría detenido por su participación en el secuestro de la nuera del poeta Juan Gelman y el arrebato y la supresión de la identidad de su bebita, Macarena Gelman, la misma que acaba de ser electa diputada en Uruguay por el Frente Amplio.
Alicia se definía como “muy peronista, querido”, una identidad política que pareció reforzar en los últimos meses. Contaba que se había reafiliado al Partido Justicialista. Más contenta se ponía cuando recordaba que los viejos dirigentes de la resistencia peronista o de los gremios, como el metalúrgico Sebastián Borro, en sus reuniones de veteranos la sentaban a un costado para que escuchara, como una alumna muy querida que podía y debía transmitir las historias.
Su catolicismo era sentido, y a la vez nada invasivo. Alicia tenía una concepción laica del Estado y secular de la sociedad. Cada cosa en su sitio. Lo más conocido de su relación en la Iglesia Católica es, claro, su antigua amistad con Bergoglio, a quien trataba de usted y llamaba afectuosamente “Jorge”. Es menos conocida su preocupación práctica por ayudar a que quedaran fuera del juego de poder sectores como la organización fascista italiana Propaganda Dos y sus ramificaciones en el Vaticano, en la Argentina de antes y en la Argentina de los últimos años. Esteban Caselli, por ejemplo, embajador de Carlos Menem ante el Papa y alfil del antiguo secretario de Estado Angelo Sodano, no era un santo de su devoción.
Como periodista aprendí mucho de Alicia. Quererla, ya la quería de antes. De cuando mi tío Gregorio Lerner se puso a investigar el asesinato de mi primo Mario a manos de una patota del Ejército y fue Alicia Oliveira la que patrocinó el caso y consiguió probar la culpabilidad de la línea de mandos desde Jorge Rafael Videla y Carlos Guillermo Suárez Mason para abajo.
Tenía los pies sobre la tierra y una mirada concreta sobre la pobreza. Es difícil olvidar su relato de cuando viajó a Haití como directora de Derechos Humanos de la Cancillería, a comienzos del gobierno de Néstor Kirchner. “En poco tiempo vi tres huracanes”, decía. “¿Y sabés qué pasa? Que en los huracanes las casitas se vuelan.” Alicia hablaba con bronca pero siempre con datos. Como si juntara evidencias.
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