Jueves, 26 de marzo de 2015 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Jorge Alemán *
El modo de acumulación del capital que conocemos bajo el nombre de neoliberalismo, más allá de sus distintas caracterizaciones, se puede entender como un “estado de excepción”. No olvidemos su origen como experimento previo en Chile y en Argentina. Sin embargo, este “estado de excepción” ya no funciona bajo su modalidad clásica pues ahora se apropia de la forma democracia para extender planetariamente sus valores. Esos valores que nutren lo que podemos denominar “individualismo de masas”. La democracia neoliberal es un “semblante” de democracia que, como es bien sabido, excluye que los sectores populares intervengan de modo soberano en su destino colectivo. A su vez, el neoliberalismo actual no sólo es un modo de explotación de las oligarquías dominantes, también está habitado por una voluntad ilimitada de destrucción del planeta y de la vida, muy acorde con el programa de la pulsión de muerte descrito por Freud en el Malestar en la cultura. El capitalismo sólo quiere morir a su manera, y en su modalidad específica de extinción, se ponen en juego distintos procedimientos no necesariamente tortuosos, existiendo distintos imperativos de “goce”, de modos de satisfacción, que permiten entender que el neoliberalismo no sólo somete, también y esto de un modo agudo y particular, establece dependencias, marcos de conducta, encuadramientos mentales y corporales, donde la subjetividad queda inscripta en una nueva versión de la servidumbre voluntaria. Incluso en un apego apasionado a la misma. Por último, el neoliberalismo no permite pensar a través de ley alguna, cuál puede ser su superación histórica o su salida hacia otro orden social.
Desde esta perspectiva, el término emancipación debe ser examinado con cuidado. No es muy fácil determinar qué se desea emancipar y si se cuenta con los recursos suficientes para dicho acto. En primer lugar, se debe admitir que el término emancipación testimonia por parte de la izquierda, el duelo por la palabra revolución y todo el aparato conceptual y político que el término vehiculizaba. La revolución sí creía saber de qué quería desconectarse, incluso disponía de una figura histórica que iba a realizar como sujeto histórico dicha desconexión. Finalmente, podía nombrar “objetivamente” a qué nuevo orden social se iba a acceder. Este modo radicalmente moderno e ilustrado de interpretar el anudamiento entre una voluntad colectiva, una convicción política y el proletariado como sujeto orientado por una ley histórica, concluyó en el oscuro desastre totalitario. Por ello, en primer lugar, la emancipación, valga la redundancia, debe emanciparse de la “metafísica” histórica que la tenía capturada bajo el nombre de revolución. La emancipación no tiene ninguna ley histórica que asegure su acontecer, es una contingencia radical que se puede volver “necesaria” a partir de prácticas instituyentes que sólo tienen como material común la lengua que se habita. En el común de la lengua es donde se encuentran los distintos legados simbólicos, que se oponen a la deshistorización, a la “desimbolización”, que los distintos dispositivos de dominación neoliberal promueven. La emancipación es una apuesta sin garantías que no dispone de ninguna fórmula a priori de desconexión del capital y que por lo tanto, no presenta un sujeto constituido, ya que él mismo debe advenir. El sujeto emerge a partir de las prácticas instituyentes en el común de la lengua realizadas colectivamente. En esas superficies de inscripción emancipatoria, los sujetos, sin perder su singularidad irreductible y de origen, pueden articularse en una voluntad política hegemónica. En este punto, hay que precisar que hegemonía no significa aquí una mera voluntad de poder. Si hablamos de hegemonía, es siempre para indicar que no se puede realizar una contraexperiencia del neoliberalismo que se postule sin más como universal. La universalidad es imposible si a su vez no atraviesa el momento hegemónico. Precisamente, el espejismo revolucionario consistía en llegar a la universalidad de la sociedad sin clases disolviendo el momento hegemónico definitivamente. La lógica emancipatoria debe admitir en su ética que la hegemonía no se disuelve nunca, es el “real” y por lo mismo, síntoma, de toda construcción política. El momento “poshegemónico” no deja de ser una fantasía que imagina un mundo acéfalo sólo entregado al cultivo de sus pulsiones. Pero eso mismo lo está realizando mejor que nadie el propio capitalismo que, para cumplir con sus imperativos de goce, como lo supo anticipar Pasolini, es capaz de destruir todos los lazos sociales. Por ello, y para concluir, la nueva lógica emancipatoria debe saber discutir qué se debe conservar, qué se debe impedir que se desvanezca en el aire y, por tanto, saber localizar qué elementos intervienen en la constitución de la existencia hablante, sexuada y mortal, que se resisten a ser integrados en el circuito de la mercancía.
Ninguna fuerza política actual, incluso las que hoy en día combaten al neoliberalismo, son en sí mismas emancipatorias. Pero pueden ofrecer, siempre en una tensión irreductible, un lugar de objeción al verdadero anhelo del capital, a saber; tocar, alterar y producir al propio sujeto para situarlo por fuera del campo de experiencias de lo simbólico, ese campo que aún eventualmente, le permite diferenciar el deseo del consumo.
* Psicoanalista y escritor. Consejero cultural en la embajada argentina en España. Variante de la intervención en el Foro Emancipación e Igualdad.
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