EL PAíS › PANORAMA POLITICO
ALUMBRAMIENTOS
Por J. M. Pasquini Durán
El impresionante alzamiento popular en Bolivia tiene su historia y no se agota en los sucesos del último mes. Para mencionar sus antecedentes más próximos, habría que remontarse a la “guerra del agua”, en abril de 2000, cuando la población de Cochabamba salió a la calle, levantó centenares de barricadas y ocupó la plaza central durante días hasta que retrocedió el gobierno de Hugo Banzer, anuló la privatización de los recursos hídricos y canceló la concesión otorgada a una corporación transnacional. En el bimestre septiembre/octubre de ese mismo año, el “ensayo de abril”, como les llamó el dirigente campesino Felipe Quispe a los sucesos cochabambinos, se repitió pero en todo el territorio del Altiplano. Esta vez fueron bloqueos masivos de carreteras, encabezados por la rebelión comunitaria Aymara, pero que fue afirmando una alianza social de campesinos, trabajadores urbanos informales, pequeños comerciantes, maestros, transportistas y mineros. En febrero de este año hubo una huelga policial con apoyo del movimiento popular y, en estos días, volvió a fracturarse la policía de La Paz porque una fracción se negó a reprimir. En octubre de 2000 firmaron un convenio de cincuenta puntos con el gobierno nacional que debían se discutidos en comisiones técnicas con la supervisión de la Asamblea Defensora de los Derechos Humanos, la Iglesia católica y la Defensoría del Pueblo, pero al final no llegaron a resultados concretos.
En la fragua de ese proceso, que incluyó una serie de actos menores, se templaron dos organizaciones sociales que se pondrían a la cabeza de la protesta social. Son la Federación de Plantadores de Coca del Chapare, liderada por el diputado Evo Morales, y la Confederación Sindical Unica de Trabajadores Campesinos de 1979, nacida en 1979 bajo el auspicio de la COB (Confederación Obrera Boliviana), que dirige Federico Quispe, que hoy se define como “una organización indígena que agrupa a todos los pueblos y naciones indígenas y originarias de Bolivia”. La definición tiene su miga: la reivindicación histórico-étnica supone la apropiación de tierras y la participación en la gestión de los recursos naturales, como los yacimientos de gas que por su volumen ocupan el segundo lugar en el ranking internacional.
Las características de los reclamos y del sujeto social que los enarbola implica que el eje central de la movilización social pasó del obrero urbano a los trabajadores rurales o semiurbanos, también los más empobrecidos, con un gran peso de la nación aymara que se identifica con la “whirpala”, en su lengua bandera del arco iris, y tiene epicentro en El Alto, la ciudad más pobre del continente, emplazada a cuatro mil metros de altura y a doce kilómetros de La Paz, donde seis de cada diez de sus 800 mil habitantes vive con menos de un dólar diario. En todo el proceso fueron determinantes las políticas neoliberales que, al igual que en el resto del continente, dominaron las últimas décadas del siglo XX, con todas las terribles secuelas conocidas. Así como las protestas pasaron del ámbito comunal al regional y luego al nacional, también el movimiento social construyó sus propias expresiones políticas, el Movimiento al Socialismo de Morales y Pachakutik de Quispe, que en las elecciones reunieron uno de cada cuatro votos y estuvieron a punto de quedarse con el Poder Ejecutivo frente al candidato de la Embajada de Estados Unidos, el actual presidente Gonzalo Sánchez de Lozada.
Si el número de muertos sirviera para medir la intensidad de la confrontación, los números trazan una definida curva ascendente. Seis en el “ensayo de abril”, alrededor de una decena en septiembre/octubre de 2000, treinta tres en febrero de este año y en los episodios actuales,aunque la cifra es imprecisa y provisoria, se cuentan alrededor de ochenta. Según testimonios de prensa, los cadáveres, envueltos en mantas multicolores, son velados en las polvorientas calles de El Alto, entre las casas de adobe, rodeados por niños de ambos sexos, a la manera de simbólicas guardias de honor. Como cualquier ciudadano con sensibilidad social es comprensible que los presidentes Kirchner y Lula hayan confesado sus “desgarramientos”, aunque en ambos los sentimientos son más complejos puesto que pesan sus convicciones y gestualidades lo mismo que los compromisos derivados de sus respectivas investiduras y de las relaciones con Estados Unidos. La posibilidad de una guerra civil de dimensiones y alcances imprevisibles los desafía a contribuir con propuestas que permitan salvar la constitucionalidad político-institucional, pero que a la vez tome en cuenta las reivindicaciones populares, cuya prioridad en la última semana era la inevitable renuncia de Sánchez de Losada. Hasta Juan Pablo II, en medio de las emociones por el 25º aniversario de su papado, hizo espacio en sus discursos para manifestarse respecto de la tragedia boliviana.
De a poco van derrumbándose los personeros de la hegemonía neoliberal conservadora, bajo la presión de movimientos populares que expresan, junto a sus reivindicaciones específicas, un creciente sentimiento antiimperialista, así sea a veces a partir de la recuperación básica de dignidades nacionales. El “Consenso de Buenos Aires”, documento que rubricaron anteayer Kirchner y Lula, trata de reflejar esta nueva época, en la que lo nuevo y lo viejo, que todavía confía en el “Consenso de Washington”, se entrecruzan y superponen en la puja por el control del futuro. Otra característica de la época surgente es la pérdida de protagonismo de las fuerzas armadas en la resolución de las crisis de poder. La historia boliviana registra 180 golpes de Estado, pero esta vez las masas empobrecidas y el Congreso tienen la palabra, mientras los militares están reducidos a funcionar como aparatos represivos. En la tarde de ayer, el propio Evo Morales aseguró que el Movimiento al Socialismo, su partido, haría todo lo posible para que la sucesión presidencial siga el trámite que manda la Constitución de ese país.
En ningún lado, la última palabra está dicha. Por ejemplo, habrá que esperar los próximos movimientos norteamericanos para salvaguardar la influencia en Bolivia, porque si el sentimiento hostil hacia las prácticas imperialistas sigue extendiéndose, el proyecto original de la Asociación de Libre Comercio (ALCA) seguirá modificándose al vaivén de las hegemonías en pugna. Por otra parte, en el interior de cada país tampoco están terminadas las relaciones de poder a favor de una tendencia neta. La aprobación en el Senado de la nominación de Eugenio Zaffaroni a la Corte Suprema puso sobre la mesa los límites de la voluntad presidencial, a pesar de su indiscutida popularidad. La propuesta no hubiera pasado sin negociaciones, a puertas cerradas, con legisladores del duhaldismo y aun del menemismo. Hay una relación directa entre la adhesión social y la capacidad de negociación del Gobierno, porque si mengua una sucederá igual con la otra. Para sostener la relación favorable en la sociedad, es obvio que los discursos y los consensos son importantes, pero los ciudadanos necesitan advertir las consecuencias concretas en la vida cotidiana. De lo contrario, más tarde o más temprano, desde lo alto o desde el llano se abrirán las compuertas de esos torrentes populares que de vez en cuando miden fuerzas con la historia.