Sábado, 29 de agosto de 2015 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Claudia Feld y
Valentina Salvi *
El argumento de que los represores de la dictadura dirían la verdad sobre sus crímenes si no fueran perseguidos penalmente es tan falaz como el que sostiene que la acción penal impide que ellos rompan el silencio. Estos argumentos, que se presentan como dos caras de lo mismo, se desarman con sólo examinar qué dijeron públicamente los represores cuando contaron con impunidad para sus crímenes.
Entre el indulto de Menem y la reapertura de los juicios por crímenes de lesa humanidad, muchos represores rompieron el silencio. Desde las declaraciones negacionistas de Massera hasta los exaltados ataques contra los organismos de derechos humanos de Etchecolatz, pasando por la defensa de la tortura del Turco Julián en Telenoche y de Astiz en la revista Tres Puntos, durante los ’90, los represores hablaron, sin condicionamientos y sin amenazas de castigos, y lo máximo que les ha ocurrido, en tal contexto, fueron juicios por apología del delito. Lo que hicieron, en todos los casos, fue poner en duda la verdad obtenida por la Conadep y el Juicio a los ex comandantes, negando lo que ya a esa altura era innegable y cuestionando el testimonio de sobrevivientes y familiares de desaparecidos. Y, por cierto, ninguno se arrepintió.
Ni siquiera Scilingo, cuyas declaraciones reimpulsaron el debate público sobre el pasado reciente en 1995, brindó informaciones que no se supieran: los llamados “vuelos de la muerte” que describió eran conocidos por declaraciones de sobrevivientes desde mucho antes. Tampoco dio los nombres de las 30 personas que dijo haber arrojado al mar. Si bien fue el único represor llevado a la Justicia en aquellos años, ya que fue citado por el juez Garzón en España y accedió voluntariamente a viajar (recordemos que Argentina respondió negativamente a todos los pedidos de extradición de los países europeos para juzgar a los represores), la experiencia demuestra que las declaraciones de represores que no se encuentran sometidos a un proceso judicial no incluyen necesariamente informaciones novedosas ni verdaderas; y mucho menos listas sobre lo ocurrido a los desaparecidos –tanto las personas adultas secuestradas y asesinadas como los niños apropiados–, de los que todavía hoy no se conoce su destino.
Sin embargo, a pesar de esta experiencia, muchas voces están tratando de instalar la idea de que los juicios por crímenes de lesa humanidad se hacen en detrimento de la verdad sobre los hechos. Los dichos del obispo Casaretto en un panel organizado por la UCA, diciendo que “cuando más justicia aplicamos, parece que menos verdad recuperamos, y cuanta más verdad queremos recuperar, más suaves tenemos que ser en la justicia aplicada”, son sólo una entre muchas expresiones que van en ese sentido, publicadas mayormente por el diario La Nación.
Los juicios son escenarios de construcción de una verdad que surge por la confrontación de distintos testimonios y documentos. Tal como afirma el CELS, permitieron aportar una gran cantidad de información sobre el sistema desaparecedor. En ese marco, los tribunales constituyen un escenario particular de enunciación de la palabra de los represores. Si bien muchos acusados permanecen en silencio o reponen sus desgastados argumentos justificatorios y reivindicativos, unos pocos han roto el “pacto de silencio”. En la causa conocida como “Guerrieri I”, Eduardo Costanzo acusó a los miembros de la patota de la Quinta de Funes y aportó información –sólo conocida por los responsables, porque no hay sobrevivientes– para averiguar la identidad de una nieta luego recuperada. Otro ejemplo es el del cabo Miguel Angel Pérez que dio detalles, acusó al Ejército y lloró, moralmente abatido, frente a los jueces cordobeses que lo juzgaron.
¿En qué condiciones hablarían entonces los represores? ¿Lo harían seducidos por esta suerte de “cultura del diálogo” tal como propone la UCA? En Argentina, ya hubo escenas de diálogo que, sin embargo, estuvieron lejos de generar las condiciones para que los represores dijeran la verdad. Durante los años ’90, los conductores de los programas Tiempo nuevo, Hora clave y Hadad & Longobardi presentaron a su audiencia, en varias oportunidades, mesas en las que ponían a dialogar a represores, integrantes de Famus, miembros de organismos de derechos humanos, familiares de desaparecidos, sobrevivientes de centros clandestinos y exmiembros de las organizaciones armadas. La imposibilidad de un diálogo, concebido en estos términos voluntaristas y al amparo de la impunidad, es decir sin un marco judicial que sustente las declaraciones efectuadas y proteja a las víctimas, llevó los dichos al sinuoso terreno de lo opinable. El punto más álgido fue cuando, en el programa de Grondona, Etchecolatz se cruzó en una fuerte discusión con el diputado Alfredo Bravo, quien fuera secuestrado y torturado por un grupo de tareas al mando de Camps, jefe directo de Etchecolatz. Revirtiendo las culpas y las acusaciones, Bravo tuvo que (volver a) defenderse de su torturador. La “cultura del diálogo” que esos programas promovieron otorgó a los represores el derecho a dar su opinión como un camino legítimo hacia la “reconciliación”, lo cual significó escuchar cómo, impiadosamente, revictimizaban a sus víctimas y a los familiares, echando sobre ellos un manto de sospechas e incluso amenazándolos.
Descalificando el escenario judicial, donde deben comparecer víctimas y victimarios, la UCA y otras universidades privadas proponen hoy un diálogo entre víctimas. Así intentan producir el pasaje, según el título de la mesa en la que se encontraron Larrabure y Morandini, “de la lógica del enfrentamiento a la cultura del diálogo”. Pero, ¿qué nueva verdad podrían decir las víctimas en ese encuentro con otras víctimas?, ¿qué verdad puede surgir de la igualación de las personas por su sufrimiento?, ¿es posible averiguar la verdad cuando ni siquiera es requerida la palabra de los responsables de la desaparición de personas y de la apropiación de niños? Esta propuesta de “diálogo” parece, por lo tanto, ubicar el terreno de la verdad fuera de las responsabilidades concretas: se trata del triunfo de la regla de “nadie”, donde todos son víctimas y nadie es culpable. Los voceros de esta propuesta no están intentando, por lo tanto, conocer información hasta hoy desconocida, que los represores siguen ocultando, sino instalar una verdad exculpatoria. Esta es la verdad que propugnan, la que justifica el camino a la impunidad.
* Investigadoras del Conicet.
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