Sábado, 22 de octubre de 2016 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Ricardo Forster
Joseph Vogl es un filósofo y profesor de literatura alemán que, entre su múltiples intereses, se detuvo a estudiar el carácter fantasmagórico de nuestra época dominada por la expansión ilimitada del capitalismo en su fase neoliberal. Buscó, recurriendo a una compleja amalgama de información financiera y de interpretación teórica y literaria, penetrar en la trama simbólica de un orden económico que vino a transformar, de manera radical, no sólo las estructuras materiales de la sociedad sino que también proyecta, y para muchos ya lo logró, modificar el sentido común y el horizonte de inteligibilidad que las sociedades construyen de sí mismas. Desentrañar el funcionamiento de la máquina financiera, penetrar en sus formas laberínticas y opacas, descifrar la telarañas de su lenguaje numérico y especulativo, es parte de su intento de comprender la actualidad de un sistema que penetra la totalidad de la vida. La digitalización del mundo de la información y el consiguiente abandono del paradigma analógico, constituye uno de los puntos cardinales de la nueva configuración de una humanidad que cada vez comprende menos el sentido de los cambios que vive cotidianamente. Un frenesí enloquecedor atraviesa cuerpos y fantasías, lenguajes y sentimientos hasta hacer estallar valores y creencias que hasta antes de ayer constituían las brújulas orientadoras de nuestras sociedades.
Para Vogl el neoliberalismo –porque de esto se trata– es mucho más que un giro en el patrón de acumulación, hay en él una potencia disruptiva que lo coloca, como en otros momentos de la historia del desarrollo del capitalismo, en la vanguardia de una colosal mutación de usos y costumbres apuntalada por una expansión tecnológica que vuelve obsoletas las prácticas y los saberes que definieron la autocomprensión de la sociedad en un pasado reciente. Así como Karl Marx explicó en apenas una frase –extraordinaria en su vuelo metafórico y anticipador– la esencia de la modernidad burguesa cuando sostuvo que “todo lo sólido se desvanece en el aire”, Vogl que no es Marx, analizando el carácter de nuestro tiempo dominado por lo espectral del capital, dirá que lo fugaz, lo insustancial, lo veloz, lo inmediato, lo narcotizante, constituyen el meollo de una sensibilidad que expresa el rasgo volátil, inasible, fantasmal, despersonalizado, desterritorializado y descorporalizado del viaje por el éter de los flujos financieros que marcan los rasgos decisivos del capitalismo contemporáneo.
En uno de sus libros, el que despertó mi interés desde su título con reminiscencias shakespereanas –El espectro del capital–, Joseph Vogl recurre a una novela de Don DeLillo –Cosmópolis– para introducir al lector en la psicología de los “emprendedores” de Wall Street, esos jóvenes aventureros que viven siguiendo el ritmo frenético de los bits de información y de los flujos etéreos de riquezas desmaterializadas capaces de cambiar el destino de millones de seres humanos en apenas un instante y de acuerdo al ingenio, a la toma de riesgo y a la amoralidad del agente de bolsa. “Sueña –el personaje de la novela de DeLillo– con la extinción del valor de uso, con el eclipse de la dimensión referencial de la realidad; sueña con que el mundo se disuelva en flujos de datos y con que se imponga la tiranía absoluta del código binario, y tiene su fe puesta en la espiritualidad del cibercapital, que se transpone en luz eterna a través de los resplandores y centelleos de los gráficos que brillan en innumerables monitores […]. Las palabras y los conceptos del lenguaje coloquial, dice en cierto momento, aún están demasiado cargados de restos históricos de significado, son demasiado ‘premiosos’ y ‘antifuturistas’. En contraposición, a una velocidad de nanosegundos, tal como lo dictan las oscilaciones de la maquinaria bursátil, se erradica todo rastro de la historia, que queda arrasada por el vendaval de los futures y sus derivados. El presente ‘resulta succionado del mundo para hacerle lugar a un futuro de mercados incontrolados y de un desmesurado potencial inversor. El futuro resulta insistente’. Así como el mercado no tiene ningún interés ni en el pasado ni en el presente y sólo hace foco en la perspectiva de ganancia a futuro, el sueño de este capital es el olvido. Habla del poder del futuro y se consuma en el fin de la historia”. ¿Alguna relación con nuestra actualidad nacional? ¿Le recuerda, estimado lector, algunos de los golpes de efecto para resaltar la imagen de Macri construidos desde la ficción y la impostura por los agentes publicitarios del duranbarbismo?
DeLillo nos describe, con minuciosidad no carente de perversidad, el terrible día de este joven que ha pasado una noche de insomnio, que sólo piensa en expandir sus inversiones especulativas hasta el punto de vivir en una suerte de realidad virtual que, sin embargo, determina el destino, glamoroso u horroroso –las diferencias entre una y otra posibilidad dependen del azar o del ingenio del inversor– de un sinnúmero de seres humanos de carne y hueso. Vértigo, violencia, armazones tecnológico-informacionales que controlan todo a través de cámaras y dispositivos comunicacionales que, de modo omnipresente, colonizan todos los aspectos de la vida (la enorme limusina blanca, suerte de oficina-casa-madriguera del joven agente de bolsa, es una máquina inconcebible en donde hay todo lo que necesita para desplegar su aventura financiera, su saber holístico de los meandros del universo del capital). Más allá de su itinerario psicótico y destructivo que finaliza en el cierre de su propio destino al encontrarse con su asesino, lo que DeLillo busca mostrar –y eso es lo que le interesa a Vogl– es el proceso caótico que caracteriza al capitalismo actual. Novela de iniciación y de final de viaje donde el tiempo fluye del mismo modo aniquilador al de un sistema económico que se mueve al ritmo de la obsolescencia permanente de las cosas-mercancías y, claro, de los seres humanos que apenas si son números descartables en el juego del mercado global. Creación fantasmal de riqueza que se consume en el altar de la especulación sin que nada ni nadie pueda frenar esta locura destructiva.
Siguiendo los movimientos erráticos y aparentemente irracionales –del mercado y de la economía mundial–, en Cosmópolis DeLillo “trae a la memoria las crisis financieras que se sucedieron a gran velocidad desde el siglo XX hasta el XXI: desde el colapso de Wall Street de 1987 y la crisis de Japón de 1990, la debacle de los mercados de bonos en 1994 y la crisis rusa de 1998, hasta lo que se dio en llamar la burbuja tecnológica o burbuja puntocom de 2000 y el desastre de 2007 y 2008 y los años posteriores, todos hechos que, de acuerdo con las probabilidades económicas, nunca deberían haber ocurrido o a lo sumo podrían ocurrir una vez cada varios miles de millones de años”. Esa profusión de inesperados cimbronazos, que se parecen a vientos huracanados que golpean con furia la supuesta solidez de los mercados globales, constituyen una extraña dialéctica, al decir de Vogl, a través de la cual el sistema se sigue reproduciendo exacerbando su potencial disgregador, pero también son la evidencia de la anarquía que hoy domina lo que supuestamente era una lógica económica que prometía la racionalidad como núcleo de su despliegue y que sin embargo dibuja los trazos de un final posible. Recurriendo nuevamente a una metáfora literaria, Vogl dirá que al igual que “el Fausto de Goethe, este homo economicus (actor central de la fase actual del anarco-capitalismo financiero) pasa a ser entonces un tipo que siente la carencia en la abundancia y que, en la falta, reconoce el condicionamiento de su deseo para manejar, finalmente, el arte de la insuficiencia: querrá, desde el anhelo infinito, bienes finitos y siempre escasos. Esa sería la máquina deseante del homo economicus, que, con sus preferencias egoístas, efectos involuntarios, conocimientos limitados y, finalmente, un deseo que no conoce límite, quiere lo que no puede y hace lo que no quiere” (resonancias de otra frase de Marx en la que el autor de Das Kapital decía que los seres humanos desatan fuerzas que no controlan y que “lo hacen pero no lo saben”). “Eso implica, en primer lugar, que ese homo economicus moderno no entra en escena como mero sujeto racional, sino como sujeto pasional que a lo sumo regula sus pasiones aplicando una mecánica de intereses. En segundo lugar, actúa como sujeto ciego, con un saber reducido. Gesta, precisamente desde su ceguera (sin voluntad ni conciencia), la armonía de la interacción social. Por eso su hoja de vida es particular, intramundana: adquiere sabiduría desde la falta de saber y avanza con una conciencia reducida y desde un horizonte estrecho”. Así como las sociedades de una remota antigüedad creían que las fuerzas de la naturaleza remitían a poderes anímicos y a potencias sobrenaturales, los hombres y mujeres de la actualidad se sienten pequeños e insignificantes ante las tormentas que los dioses del mercado desatan sobre sus frágiles cuerpos. Que el amigo lector haga las comparaciones que crea convenientes entre este análisis de un filósofo alemán que se inspira en un novelista estadounidense y la vertiginosa entrada de nuestro país, de la mano de Macri y de sus ceos amorales, en ese doble movimiento de apropiación por unos pocos de la riqueza generada por los muchos y la puesta en funcionamiento de una tómbola en la que esos muchos son los que pierden sin terminar de comprender quién ni cómo desató esa tormenta que los deja, una vez más, desamparados ante los dioses inescrutables del mercado.
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