EL PAíS › A VEINTE AÑOS DE LA MUERTE DE
CORTAZAR, FIGURA FUNDAMENTAL DE LA LITERATURA
Julio el perseguidor, o la mentira del tiempo
El mismo juego que alimenta varios de sus textos permite desarmar la efemérides oficial y descubrir uno, dos, varios aniversarios posibles. El aspecto de eterna juventud de Julio Cortázar fue sólo una de las muchas maneras en que se expresó su carácter atemporal, de libertad en la vida y las letras.
Cortázar jugó mucho con el tiempo; y el tiempo jugó y juega todavía con él, según costumbre. Hoy su ingenio tan temido no se privaría de jodas y paradojas ante tanto criollo fervor encendido por el burocrático calendario, se reiría del homenaje puntual por los aniversarios en cero: veinte de muerto, casi noventa de nacido y justo cuarenta de Final del juego, si nos ponemos finos. Disueltas o postergadas hasta nuevo aviso o coyuntura las discusiones sobre migraciones paranoicas y compromisos más o menos aparatosos, para esta hora del unánime festejo Cortázar, como el Mudo, cada día escribe mejor. Y hasta tiene una calle, hasta tiene su plaza. Como si el tiempo lo hubiera alcanzado. Pero es mentira, claro.
Los que lo conocieron –y las fotos, que hacen lo que pueden– atestiguan que además de ser un lindo tipo, interesante y altísimo, Cortázar tenía un aspecto extraño, de descolocadora eterna juventud. En una foto que se sacaron junto a Aurora Bernárdez –que le quedaba tan chiquita– sentados y rígidos como una pareja egipcia tallada en la roca frente al Nilo, tiene el aire marciano de un pendejísimo suplente blanco de un equipo de la NBA. Y ya no era pibe. Y más aún sucede con las primeras fotos de famoso, las excelentes que le hizo Sara Facio a mediados de los sesenta después de la publicación de Rayuela –la que tiene el Gauloises sin encender en los labios, por ejemplo– y sobre todo las de José Gilbert, mordisqueando los anteojos, no son las de un tipo de más de cincuenta años. Que los tenía. Cosa de la piel, dicen; y esos ojos tan separados, también. Cuando se dejó una barba tardía, casi programática, y asumió constantes anteojos de grueso marco negro –su look asociado con los años setenta y los últimos años– no envejeció precisamente, y sólo la leucemia que lo devastó al final hizo que entonces “casi por primera vez –como dice un biógrafo–, empezara a parecerse a su edad”. Y tenía setenta años. Otra vez, mentira.
Me animo a decir, haciendo un paralelo con su apariencia física, que Cortázar estuvo (está) como desfasado. La palabra es horrible y él hubiera preferido titular con “De la capacidad de estar al día llegando tarde” o “Cómo mariposas, elefantes y cronopios miden (y tejen) el tiempo con distintas agujas”. Pero el primer dato es que Cortázar –que no era lerdo ni perezoso– es en apariencia un escritor tardío; de publicación y reconocimiento demorados. Raro para un tipo moderno, que lo era, o –mejor– que lo fue paradójicamente ya de grande. Porque en Cortázar hay una cuestión de aceleración. Sería así: arrancó lento, tardó en calentar (se), y sólo alcanzó su velocidad máxima, su plenitud, cuando la mayoría ya afloja, se repite o se retira de la Historia para mirarla pasar desde la silla en la vereda. Ahí, en cambio, como el famoso Halcón Milenario que manejaban Harrison Ford y su mecánico peludo en La Guerra de las Galaxias, Cortázar se tomó el piro. Acaso por eso uno siente como cierta urgencia de saldar asignaturas pendientes –consigo mismo y con la Historia, no con la literatura– en sus gestos de los últimos quince años.
Poniéndolo en fechas, si se exceptúan –sin pérdida mayor– los poemas prehistóricos que firmó Julio Denis y la edición paquetísima y casi secreta de Los reyes, el primer libro de Cortázar en que ya es él son los cuentos de Bestiario, una obra maestra del ‘51. Y tenía 37 años. Claro que nos hemos enterado –después y sin (su) permiso– que existió El examen y que hubo un Diario de Andrés Fava que bien podrían haber quedado ahí encajonados, que no había necesidad –más allá del negocio editorial– de raspar la olla.
La cuestión es que tras hacer su catálogo de monstruos ajenos y permitirse soltar los interiores, ante el país irremediablemente tomado él se toma el buque, tira la piedra y se lleva a esconder la mano a París. A pucherear primero y a vivir bien después como traductor. A diferencia delos yanquis de la generación perdida, que cayeron muy jóvenes, Cortázar en los cincuenta –como Henry Miller en los treinta– llega grande y tarde a una Capital del Mundo que empieza a serlo menos. De ahí que, cuando una docena de años después termine y publique esa especie de triatlón narrativo que es la extraordinaria Rayuela –ambientada en esos primeros años de anclaje– haya, junto a la audacia de las ideas y la escritura deslumbrante, algo de déja vu, de rancia impostación en esa bohemia tardía y literaria del Club de la Serpiente. Aunque París haya sido siempre A moveable feast –es paradójico que la tardía evocación de Hemingway sea contemporánea de Rayuela– Cortázar no la vivió; tampoco dijo haberlo hecho en su momento: el joven Julio, a los veinte años no estaba ni en París ni On the road sino en Chivilcoy o Bolívar, chatos pueblos donde se gestaba La traición de Rita Hayworth. Quiero decir: Rayuela –por la que da la cara a los cincuenta años– es más un texto programático que un registro existencial, como diría un fama impostadamente crítico. Pero creo que algo de eso hay.
Volviendo a las fechas y a los (aparentes) atrasos: si el reconocimiento le llega, en el ’63, con Rayuela –tarde en el almanaque pero coincidente con su máximo esfuerzo en todo sentido– hay otra fecha más importante que me animaría a postular como bisagra personal sin temor a errarle el vizcachazo: 1959, cuando publica en Buenos Aires Las armas secretas. Para ese entonces –el testimonio de Paco Porrúa, amigo y sagaz editor de Sudamericana es revelador– Julio Cortázar no existía en las librerías ni en el reconocimiento crítico. Había publicado fantasmalmente unos cuentos más en México –que después engrosarían Final del juego en el ‘64– pero su realidad editorial eran las pilas y pilas de ejemplares del pequeño Bestiario que languidecían desde hacía ocho años, en sintomática e inmejorable compañía de otros tantos de Nadie encendía las lámparas, La vida breve y Adán Buenosayres en el increíble depósito de un sello que vendía Lin Yutang a patadas mientras Felisberto, Onetti y Marechal se morían de frío tras una década de telarañas en el sótano. Hasta ese año 59.
Ahí me gustaría poner el corte básico. Porque hace ahora 45 años, porque él también tenía 45 años, y porque es la obvia mitad de los noventa que hace que nació belga. Ese año, en el volumen Las armas secretas, Cortázar publicó un cuento largo, casi una nouvelle, que no se parecía en nada a los perfectos relatos fantásticos que había tallado hasta entonces: El perseguidor. Y a partir de ahí nada sería igual. Ni para él ni para los lectores. La historia de Johnny Carter, el saxo alto obsesionado por el tiempo, capaz de decir “esto lo toqué mañana” y de llegar con su música a patear la puerta que da al Otro Lado, abrir una rendija, una grieta en la Gran Costumbre de la baba cotidiana y la mentira racionalista es de las que no se olvidan. Para Cortázar significó en sus palabras –sin mayúsculas sabatianas– simplemente el descubrimiento del prójimo. Por primera vez el personaje determinaba la forma y estructura del relato y no ilustraba las necesidades de una trama.
Es sabido: la historia que cuenta Bruno –el crítico de jazz, el biógrafo, el eterno espectador, el condenado a explicar tarde y mal lo que el otro simple y dolorosamente vive– sigue con apenas distorsionada puntualidad los últimos tramos de la vida de Charlie Parker –in memoriam Ch. P. dice un acápite– y el histórico episodio del colapso nervioso durante la interpretación de Lover man es aquí una versión de Amorous. Transcurre en París y no en New York; su mujer Chan es Lan en el cuento, pero la hijita se le muere igual y la baronesa Pannonica –convertida en la marquesa Tica– presta su departamento para el último acto. Johnny, como Charlie, muere mirando la tele. Por piedad o pudor, Cortázar no habla de heroína. Alcanza con alcohol más marihuana. Todos los temas de Rayuela están ya en El perseguidor. Y como Johnny, el mismo Cortázar se asumirá perseguidor, no perseguido. Abandonará cierto esquematismo de la mayoría de sus relatos, susceptibles de ser leídos en clave sociológica o psicoanalítica paranoica, para zambullirse –una vez que hay un otro, un prójimo– en la Historia y la jodona y nunca solemne busca metafísica. No siempre los resultados literarios estarán a la altura del gesto. Pero responderá al mandato apocalíptico –es el otro acápite de El perseguidor–: Sé fiel hasta la muerte.
Tres propuestas para el final. Una: si tuviera que recortar un corpus julius, yo cortaría y me quedaría con el segmento 1951-67. De Bestiario al extraordinario La vuelta al día en ochenta mundos. Ahí no sobra nada. Y es un bazar de maravillas, con sus cuatro libros de cuentos perfectos, las mejores novelas –Los premios y Rayuela– y la mejor miscelánea con las Historias de cronopios y de famas y La vuelta.... Son, en general, las cosas que escribió entre los treinta y los cincuenta años. El resto bastaría para hacer dos o tres buenos escritores más, pero no un Cortázar mejor.
Otra: leer a Cortázar al revés, de atrás para adelante, viaje a la semilla. Empezar por los efusivos y desparejos poemas de Salvo el crepúsculo, las ideas fragmentarias de Los autonautas de la cosmopista escrito con la amada Carol Dunlop, los cuentos de Deshoras y los chistes algo ingenuos de Un tal Lucas. Ilusionarse con los relatos de Alguien que anda por ahí pero no con Octaedro. Acompañarlo en su fervor militante y obsesión erótica de Libro de Manuel para –tras soslayar Ultimo round– encontrarlo pleno de brillo, gracia y sabia pedantería en La vuelta al día en ochenta mundos y, a partir de ahí, disfrutarlo en plena madurez de su obra mayor hasta incluso lo último, el despojamiento clásico de Los reyes. Este juego –un poco cruel– no le desagradaría.
La última: leer a Cortázar a contratiempo y a contrapelo, con un tablero de dirección como el de Rayuela que arranque con El perseguidor como vértice inferior y vaya abriéndose en ramas como un arbolito –uno para adelante, uno para atrás– como quien teje y mira el dibujo después a ver cómo queda.
Síganlo. No los va a defraudar.