EL PAíS › REFLEXIONES TRAS UN CAFE CON EL CANCILLER FRANCES
Pensar (otra vez) América latina
La pregunta fue: si hubiera un conflicto entre los Estados Unidos y América latina, ¿por quién se inclinaría Francia? Y la respuesta fue una boutade: “Francia no se inclina”. El análisis, más allá de la ironía.
Por José Pablo Feinmann
La reunión es en el Club Francés. Se trata de conversar (o de eso que suele también llamarse “intercambiar ideas”) con un ministro francés elegante, simpático, rápido y envidiablemente pintón. Por fin, ahí estamos: seremos unas ocho personas alrededor de una mesa y algunas tacitas de café.
Son las cuatro de la tarde y no es mi mejor momento del día, sobre todo porque aún es de día y yo carezco de un “mejor” o siquiera de un “buen” momento durante esa tosca temporalidad llena de luz, de estridencias y definitiva falta de matices, de susurros. Sin embargo, nos han encerrado en un salón secreto o casi y el salón tiene cerradas sus ventanas, y unas arañas y unas esbeltas lámparas iluminan artificialmente la escena, por decirle así. Sea la hora que fuere, la llamada “luz artificial” (fruto de la creatividad humana, a diferencia de la llamada “luz natural”, hija de la inmediatez de lo “natural”, ese mundo sin sujetos, sin proyectos, sin tiempo, sin historia, sin metafísica, ese lugar horrible en que, según certeramente dijera Baudelaire, “todos los pollos andan crudos”) activa mi espíritu, y hasta, a veces, mi ingenio o algo parecido a lo que eso debiera ser. Qué buen momento, pienso. Aquí estoy con un ministro francés, el tipo se ve abierto, lúcido, y hasta se me pide que le hable sobre la influencia de Francia en la cultura argentina. Bien, al grano.
Le digo que sólo me interesa mencionar algunas cuestiones muy recientes de la cultura francesa en la Argentina. Usted sabrá, digo, que la ideología de su país actualizó a Heidegger desde hace ya más de treinta años, que Heidegger cae en manos de Derrida y éste transforma el concepto de “destrucción” (Herr Heidegger, casi nada, se propone destruir la metafísica de Occidente) en el de “deconstrucción” y aquí, durante los ochenta, la academia alfonsinista asume con entusiasmo esa tarea y se lanza a “deconstruir” un país destruido. El ministro, ahora, mira con interés, lo noto en sus ojitos ágiles, traviesos: caramba, piensa, “deconstruir” en la Argentina no es lo mismo que “deconstruir” en Francia, país europeo, central, reconstruido con el Plan Marshall y con la fantástica mitología que hizo Hollywood de la “resistencia”, lavando nuestro honor nacional para tenernos junto a ellos en la Guerra Fría. Pobres argentinos, piensa piadoso, no sólo no tuvieron Plan Marshall, tampoco Hollywood, luego de la “ocupación” del país por Kissinger, y el Ejército nacional-videlista les lavó la culpa del colaboracionismo creándoles un Victor Laszlo nativo, propio, que cantara –en 1977, pongamos– una canción de Nicanor Parra o Silvio Rodríguez en el bar La Paz. Todo esto, lo juro, pensó el ministro. Luego continué: ustedes (digo) y la entera academia occidental se han largado a destrozar el sujeto cartesiano con todo tipo de argumentos. Ese “sujeto fuerte”, dicen desde, en verdad, ya demasiado tiempo, es totalitario, antidemocrático, aniquila lo plural, la multiplicidad de los puntos de vista y... me detengo porque los cargos son interminables. (Pobre Descartes: al fin y al cabo sólo les hizo posible la Revolución Francesa.) Pero, señor ministro, ataco de nuevo, nosotros nunca tuvimos un “sujeto cartesiano”, fue de ustedes. Nosotros nunca tuvimos un sujeto fuerte. Y hoy, señor ministro, porque alguna vez tiene que ser, América latina tiene que construir un sujeto fuerte, una centralidad, una totalidad no totalitaria, pero, al menos, regional. (La palabra “regional” expresa el colmo de mis esfuerzos diplomáticos.) El ministro sonríe, como si aceptara. La conversación grupal continúa y no digo que no se hayan dicho cosas tal vez fascinantes, sólo que aquí, como el autor de esta nota soy yo, voy a decir las que yo dije. Lo dije al final, ya nos íbamos, los mozos retiraban las tacitas de café (o los “pocillos”, como diría Benedetti) y el ministro se preparaba para su próximo evento, satisfecho con éste, gente educada, argentinos cultos, hasta franceses parecen. Entonces, muy seriamente y ya casi despierto del todo, planteo al ministro algo que me preocupa y sé que preocupa a muchos tipos de este país, el nuestro. “Como usted sabrá, América `latina y Francia comparten ahora una misma condición: somos territorios periféricos. Ustedes ya no son el centro de la cultura universal, los pintores de hoy y los artistas en general ya no hacen el obligado ‘viaje a París’, van a New York. Les han metido EuroDisney. Hollywood los sofoca con su cine idiota de explosiones y efectos especiales, que ustedes ven, como nosotros vemos, como ven todos. El francés ya no es el idioma de la diplomacia. Si usted no hablara el magnífico español que habla, yo le estaría hablando en inglés. Un inglés áspero que aprendí de chico con Gary Cooper y Humphrey Bogart, no con Olivier o Gielgud. En suma, Francia, hoy, pertenece al mundo de la periferia. Un mundo arrasado por la globalización del Imperio bélico comunicacional norteamericano. Francia, hoy, está más cerca de América latina que de Estados Unidos.” Me detengo, el ministro está serio, sé que no está de acuerdo con nada de lo que digo. Yo, en rigor, tampoco. O no con todo. Se trata, veremos, de una “construcción” para formular una pregunta incómoda pero, creo, importante. Es así: “Señor ministro, en caso de un conflicto entre el Imperio y América latina, ¿por quién se inclinaría Francia?”. El ministro, inteligente y rápido, advierte que la “construcción” (Francia y América latina comparten ahora la misma condición periférica) fue hecha para condicionar la respuesta. Que, según la “construcción”, debía ser: “Por América latina, claro”. Pero no. El ministro –por decirlo en porteño– se manda una chicana. Una boutade. “Francia no se inclina”, dice. Todos sonreímos por su ingenio: somos amables, educados, el ministro es un encanto y nadie le recuerda al mariscal Pétain. “De acuerdo”, acepto. “Digamos entonces: ‘¿a quién elige Francia’. O también: ‘¿de qué lado se pone?’” Aquí termina la narración.
Política multipolar
La respuesta del ministro Villepin (de él se trata) fue la respuesta francesa de un ministro francés: fue la respuesta de Francia. Habló del surgimiento de un nuevo espíritu y espacio político, la multipolaridad. En este mundo (que ya asoma dejando atrás el de la “globalización”) los conflictos “bipolares”, entre “bloques”, entre, digamos, un Imperio y su Periferia, tienden a desaparecer. El mundo de la multipolaridad garantiza las relaciones “horizontales” entre países, reduce o elimina las hegemonías, democratiza el mundo. Un mundo multipolar es un mundo democratizado.
Bien, no es difícil ver el nuevo mecanismo. Se trata de volver a la multiplicidad posmoderna, a la pluralidad infinita de los puntos de vista, a los dialectos, a las diferencias (a la exaltación de las diferencias) y al caleidoscopismo. A todo ese universo conceptual (creado para destronar la noción hegeliano-marxista de “totalidad”, abaratándola groseramente) que luego del posmodernismo y del posestructuralismo heredan el multiculturalismo y los estudios culturales de la academia occidental. Si la “globalización” se tradujo como “Imperio” volvamos a lo “múltiple”. Se trata, en suma, de defenderse de la “globalización imperial” casi con las mismas herramientas que se utilizaron contra la “totalidad” marxista. De esta “totalidad”, la marxista, se tomó su versión burocrático-estaliniana: la de totalidad cerrada, totalitaria. O (como se trataba de barrer con el Estado nacional) la totalidad encarnada en el Estado totalitario. Sobre estas tosquedades no vamos a volver aquí. Las filosofías POST, el “giro lingüístico” o los meros ideólogos (neo)liberales se encargaron de decir todo lo que era posible decir. Luego vino el capital desterritorializado, la revolución comunicacional, la conquista cultural planetaria de los norteamericanos, el aplanamiento mediático de las subjetividades y la “sociedad transparente” post se hizo añicos. El mundo se globalizó (se totalizó) en versión estadounidense. Luego, las Torres. Luego, la Guerra de Irak. Y todo claro: la “guerra preventiva”, el “ellos o nosotros” de la administración Bush planteó la realidad tal como es: el Imperio es el Imperio y no habla dialectos, no respeta la autonomía de los “polos”, arrasa con las identidades nacionales, los Estados nacionales, la Nato, el orgullo europeo y las vidas iraquíes o las vidas de quienes diablos se le opongan.
No hay política multipolar. Las naciones se polarizan y someten a las que no lo hacen o –si son más débiles– las suman a “su” polarización. El capitalismo es un sistema totalizador. Lo fue desde 1492, cuando nace, y lo es hoy, más que nunca, por medio de la gran revolución de este tiempo, que no es la del proletariado marxista, sino, otra vez, la del burgués conquistador: la comunicacional. Días después de la reunión con el amable ministro francés salió en los diarios una foto (digámoslo suavemente) desagradable: siete ministros de potencias europeas reunidos para, entre otras cosas, representar ante la Argentina los intereses de los acreedores. Eran, sin más, empleados del capital financiero, virtual, desterritorializado, que gobierna el mundo. ¿Ese “polo” no es un “polo”? ¿Esos siete ministros eran lo multipolar o estaban “polarizados” (totalizados) por los intereses de la banca acreedora? Seamos claros: eran un enorme polo acreedor acorralando a un empobrecido país sudamericano, en tanto pequeño polo solitario y deudor.
Esclavos y monstruos
El capitalismo debiera ser respetuoso con América latina. Nos “descubrieron” (es cierto: nos “descubrieron” para el capitalismo que fue, así, desde sus orígenes, globalizador, sistema-mundo) y el genocidio americano (que permitió incorporar a “esta” periferia al “progreso capitalista”) llegó a sumar decenas de millones de muertos. Y no tuvo (como tuvo Auschwitz) un Adorno para pensarlo, ninguna Escuela de Frankfurt lo señala como una “ruptura civilizatoria”, ningún Kafka lo prefiguró, no tuvo un Primo Levi, un Jean Améry, un Paul Celan, ninguna niña le escribió un “Diario”, describió la cotidianidad de su horror, porque hasta Anna Frank le faltó, y, acaso, sobre todo Anna Frank. No le faltó el último filósofo urbano, no académico y, por lo tanto, prolijamente olvidado por la filosofía del Occidente de los papers, de las cátedras ilustres, del lenguaje y sus juegos infinitos, el Occidente académico donde la filosofía se ha refugiado, y donde agoniza. No le faltó Sartre. (“Sartre es uno de los últimos casos en los que la filosofía no estuvo en la Universidad, sino que estuvo presente en la ciudad. Alguien que está en las encrucijadas de la ciudad; de la vida política, de los periódicos. Es uno de los pocos casos y tal vez el último en la historia de la filosofía”, Jorge Alemán, Derivas del discurso capitalista, p. 11, 2003.) En un prólogo “maldito” al libro de un escritor “maldito”, en el prólogo al libro de Fanon, Sartre, a los europeos, ya que a ellos se dirige, les escribe: “Ustedes saben bien que somos explotadores. Saben que nos apoderamos del oro y los metales y el petróleo de los ‘continentes nuevos’ para traerlos a las viejas metrópolis (...) Puesto que el europeo no ha podido hacerse hombre sino fabricando esclavos y monstruos”. Un pensamiento latinoamericano (tarea otra vez posible, insoslayable, que recupere para hoy a Alberdi, Mariátegui, Manuel Ugarte o Vasconcelos) hará de ese texto de Sartre un elemento de su corpus. No de otros: Sartre, en 1961, podía creer en una violencia humanizadora, liberadora. Nosotros no. Tanto conocemos a los asesinos, de tan cerca nos llegó su pestilencia, que el proyecto de nuestra autonomía, nuestro humanismo ontológico, nuestro ser-posibles, abomina de la violencia. Rebeldes, pero no asesinos. Si América latina tiene todavía que hacerse no se hará como se hizo Europa, “fabricando esclavos y monstruos”. Lo que hacemos con nuestras víctimas es lo que hacemos con nosotros, con nuestra condición moral, humana. “Nuestras víctimas (escribe Sartre) nos conocen por sus heridas y por sus cadenas (...) Basta que nos muestren lo que hemos hecho de ellas para que reconozcamos lo que hemos hecho de nosotros mismos.”