EL PAíS › MIRIA CONTRERAS, “LA PAYITA”, DISCRETA PROTAGONISTA DE LA HISTORIA
El gran misterio de Salvador Allende
A los 74 años Miria Contreras es una fina mujer que aún conserva su belleza y su vitalidad. Pero es, también, una de las últimas que vio a Salvador Allende con vida el 11 de septiembre de 1973. En esta nota publicada en versión más extensa en el nuevo semanario chileno “Siete+7” dos periodistas (Mónica González, la directora, y Patricia Verdugo) cuentan ese día y reconstruyen, junto con la propia Payita, una hermosa historia de amor que cruza los últimos 40 años de América latina más allá de cualquier pacatería.
Por Patricia Verdugo y Mónica González
“Hola, buenos días, soy Salvador Allende.”
Ahí estaba, “entero vestido de blanco, de terno blanco, fue la primera vez que lo vi”. Recuerda el episodio, más de 40 años después, con la precisión que la memoria reserva para los momentos claves de la vida. “Fue la primera vez que lo vi”, repite con voz serena, y la sonrisa ancha se le abre en el rostro, levantando sus pómulos y transformando sus ojos en dos guiños verdes, luminosos, juguetones.
Obviamente Allende no sabía que su visita iba a abrir otra puerta que cambiaría su vida hacia fines de la primavera de 1958. Ni vio la punta del andamio, cuando dio un paso al frente –casi un salto– y su cabeza chocó contra la estructura metálica. Saltó la sangre desde la herida en la frente, manchando su albo traje. Y ella, alarmada, lo hizo entrar a la casa sin imaginar que lo estaba haciendo entrar en su vida para anclarse por siempre. “Le limpié y le curé su herida, con agua oxigenada.”
Chile de fines de los años ‘50. Dos vecinos de la comuna de Providencia, ambos casados, ambos con tres hijos. Un senador de la República y una dueña de casa. Una historia de amor que la dictadura buscó transformar en baldón y que la pacatería chilena optó luego por silenciar en aras de las buenas costumbres y lo “políticamente correcto”.
De él, todos sabemos. ¿Quién es ella? Cuando apenas se empinaba sobre los dos años, fue su cotidiana insistencia porque la llevaran a la playa la que le dio el sobrenombre. “A la paya, a la paya”, decía. Y quedó como “La Paya”. Payita, en amoroso diminutivo. Miria Contreras Bell nació en 1928 en Taltal, al norte de Chile. Su padre fue José Angel Contreras, abogado, radical y masón, que sin embargo internó a su hija en el colegio de las Monjas Alemanas del barrio Bellavista, a tres días de barco de Taltal. “A pesar de ser comecuras, mi papá nos puso en ese colegio porque era muy estricto”, recuerda.
Cuando terminó su enseñanza media, Miria ni pensó en una carrera universitaria. Sus padres habían enfermado, la situación económica se hizo estrecha y la Paya optó por el mundo del trabajo.
En algún vericueto de su aventura capitalina, se le apareció por delante el ingeniero Enrique Ropert. Vino el pololeo, presentaciones formales de las familias, noviazgo y “¡se terminó la sandunga! Me casé a los 22 años, por la iglesia, con vestido largo y blanco, con todo. Entre que estaba feliz y que me sentía ridícula, llegué a la iglesia riéndome a carcajadas. ¡Cómo no me iba a reír con tanta faramalla!”.
La nueva familia Ropert Contreras se instaló en un departamento del Parque Forestal y después se lanzó a la búsqueda de una casa en Santiago para comprarla, dando finalmente con la de calle Jorge Isaacs, casi esquina de Guardia Vieja, en la comuna de Providencia.
Esquina de amor
Guardia Vieja y Jorge Isaacs hace más de cuarenta años. Con sus veredas a la vista, sin hileras de automóviles estacionados, con vecinos que salían por las tardes a regar antejardines, con gente que tenía tiempo para conversar y donde el vecino Allende podía permitirse tocar el timbre muy de mañana para dar la bienvenida.
“Hola, buenos días, soy Salvador Allende.”
La amistad se fue tejiendo punto a punto, en perfecto entramado. A veces compartían comidas –los dos matrimonios– en sus casas. A veces él salía a pasear a su perro, después de cenar, veía luces en el living de los Ropert y tocaba el timbre. Más de una vez encontró a la noctámbulaPaya en entretenida conversación con su hermana Lina y Pablo Burchard. Y se sumaba hasta las tantas de la noche.
Mujer de izquierdas, sin militancia en partidos, ella lo amó a corazón abierto. Y él, manteniendo esa fina coquetería que seducía por doquier, la tomó por mujer y compañera. Ni la muerte del presidente Allende rompió la fidelidad de ella por él.
¿Y cómo vivía esa historia Salvador Allende? “Ella representa un conjunto de valores que para Salvador Allende fueron fundamentales en su vida”, dijo Víctor Pey Casado, el mejor amigo del Presidente y quien compartió desde la intimidad de la pareja hasta los cotidianos juegos de ajedrez en Tomás Moro y El Cañaveral. “Para el doctor Allende la masonería –de la que su admirado abuelo fue Serenísimo Gran Maestre– representaba el eje ordenador de sus valores. El ingresó a la masonería a los 26 años y perteneció a ella hasta su muerte. La masonería fue la que protegió a su familia cuando su abuelo murió. Le dio dos casas a la viuda: una para vivir con sus hijos y otra como renta para sostener a la familia Allende. La Paya, además, encarnaba la lealtad a toda prueba. Ella fue también la fuente de una inconmensurable ternura. Y la ternura es justamente una cualidad que el doctor conoció a fondo en la mujer por quien sentía una verdadera devoción: su madre. Agreguen a todo eso que ella compartía y disfrutaba de su sentido del humor”, dijo Pey.
Allende era capaz de disfrazarse en el antejardín de la familia Gumucio Rivas –sus grandes amigos– y meterse por la ventana del dormitorio de los dueños de casa mientras hacían la siesta, despertándolos con un grito selvático. O de enamorarse del saco o de la corbata de un amigo y hacer el trueque en medio de una fiesta. O de descolocar al presidente Eduardo Frei Montalva, mientras éste se paseaba, manos entrelazadas en la espalda, en su despacho de La Moneda un crítico día de septiembre de 1970. Allende ya era presidente electo, faltaba la ratificación del Congreso y Nixon, en la Casa Blanca, movía ya los hilos para desencadenar la tragedia.
Frei era su amigo de largos años, una amistad que había cuajado en el Parlamento y en el balneario de Algarrobo, donde ambos tenían casas de playa. Así que eran dos amigos compartiendo el análisis de la delicada situación política. Frei repetía, paseándose por la sala, que obviamente no podía dudar de sus credenciales democráticas (“¡Imagínate, con lo que te conozco”!) y que el punto de tope estaba en la presencia de los comunistas en la coalición de la Unidad Popular. Y de repente, Allende se levantó y de dos saltos se instaló en el sillón presidencial.
–¿¡Y!?... ¿cómo me veo de Presidente? –exclamó moviendo la cabeza en dos posturas, como si estuviera frente a las cámaras.
Frei se echó a reír, Allende se levantó y se fundieron en un abrazo.
La Paya y Allende compartían la sintonía fina. En la risa, en la ternura, en las lágrimas. En las casas de Guardia Vieja y Jorge Isaacs que luego se unieron por los patios, mediante una puerta que él ideó y que ella instaló. En la parcela de El Cañaveral, después, donde compartían los fines de semana cuando él ya era Presidente y ella estaba ya separada de su marido. En el Palacio de La Moneda, donde ella manejaba la agenda presidencial, las pautas de discursos y las delicadas conexiones políticas con la izquierda. En la decisión de vivir su historia de amor con discreción.
La historia le costó muy cara a Miria Contreras. Pero ella dice tener muy claras las razones de por qué todo fue como fue. Y si pudiera rebobinar la cinta de su vida, “volvería a hacer todo igual”.
Los dos quedaron atrapados en la tupida red de sus afectos, lealtades y deberes.
“Yo diría que los Allende Bussi y los Ropert Contreras eran dos matrimonios rotos desde mucho tiempo antes pero en los que había respeto, historia, mucho cariño, además de haber formado familias sólidas. Eran dosparejas progresistas y laicas, por lo que no estaba en juego la condena católica. Pero fueron víctimas de la presión social de la época”, asegura hoy una amiga muy cercana.
“Estaban en juego muchos factores que determinaron sus vidas. Para empezar estaban los hijos de ambos matrimonios que, de una u otra manera, por su sola presencia, presionaban para que los padres no se separaran. Y estaba también el cariño que ambos sentían por sus cónyuges. Porque Allende quería y respetaba a la Tencha, y la Paya también sentía un profundo cariño y respeto por Enrique Ropert”, explica otro amigo.
“No hubo aquí cálculo político por parte de Allende, respecto del costo que una separación pudiera tener en su candidatura presidencial. Me consta que él lo planteó varias veces, pero fue la Paya quien rechazó la idea. Ella lo protegía; no, lo sobreprotegía”, dice una amiga de la pareja.
Si en 1970 era difícil pensar que un socialista entrara a La Moneda aun cuando así lo estipulara el voto popular, para un socialista anulado (en Chile no había ni hay, aún, divorcio civil, y solo cuenta la anulación eclesiástica del matrimonio) era imposible.
Igual, impulsada por el deseo de participar en la gran tarea de cambiar el rostro de la pobreza, ella llegó a conducir el auto que lo llevaba a las reuniones con obreros, estudiantes y campesinos.
Cuquita, la mecanógrafa
Tras ser Allende elegido Presidente de la República, la Paya encontró la casa de Tomás Moro –en Las Condes– y propuso la compra, por parte del Estado, como residencia presidencial. Y una vez que se firmaron las escrituras, organizó la mudanza de la familia Allende Bussi al tiempo que ella se iba a la parcela de El Cañaveral, camino a Farellones, ya separada de su marido. Por su parte, el ingeniero Enrique Ropert –consecuente hombre de izquierda– abandonó la empresa privada para ayudar al gobierno de Allende desde la Empresa Nacional de la Construcción.
Cuquita, la mecanógrafa. Así la apodó el periodista Augusto Olivares, aludiendo al simpático personaje de una tira cómica de la época, de tanto verla teclear en la máquina de escribir. Porque, en La Moneda, la Paya tenía su oficina al lado del despacho presidencial y allí también estaba el escritorio de Beatriz Allende, la Tati. Ambas, junto a Víctor Pey, conformaban el círculo más íntimo del Presidente.
Mujer de izquierda, la Paya no militaba en partidos y era, por sobre todo, allendista. Inteligente, discreta y leal, conseguía lo que nadie en la enmarañada trama política de la Unidad Popular. Hasta el MIR y el PC confiaban en ella a la hora de desenredar entuertos. “Jugaba un rol político clave. Era fiable para todos, incluso para los que estaban enfrentados”, asegura un testigo de su quehacer en La Moneda.
Otro testigo agrega: “Era una trabajadora incansable. No tenía horario. Ahí estaba, dale que dale, mañana, tarde y noche si era necesario”. Le llevaba la agenda de reuniones de Allende, le escribía las notas –con letra muy grande– que conformaban la columna vertebral de sus discursos, resolvía emergencias de todo tipo. Y dejó su huella en el Museo de la Solidaridad que permitió a grandes pintores del mundo, donando cuadros, adherir a la nueva experiencia de socialismo democrático.
Si eso ocurría en La Moneda, en El Cañaveral –propiedad que antes fue de una hermana de la Paya– el ingreso era restringido al círculo más íntimo. Allí vivía el Presidente, desde el viernes por la noche, su descanso de casi todos los fines de semana. Allí llegaba cada domingo Beatriz Allende, con su marido y su hija, para almorzar con su padre. Allí, la Paya, recuerda un testigo, “pasaba a ser la tierna cuidadora del Presidente, protegiendo su descanso de las llamadas e interrupciones. Hasta lo mimaba con sus comidas favoritas y la torta de merengue con lúcuma era memorable”.
El último día
Alertada del golpe en marcha, el martes 11 de septiembre de 1973 Miria Contreras bajó rápidamente de El Cañaveral en su pequeño Renault blanco, acompañada de su hijo Enrique, estudiante de economía y de sólo 20 años. Cuando llegó a la residencia de Tomás Moro supo que el Presidente ya había partido a La Moneda.
Ordenó, entonces, que diez miembros de la guardia privada (GAP) se trasladaran con ella al palacio de gobierno. El veloz recorrido por las avenidas Apoquindo, Providencia y Alameda terminó a pocos metros de la meta. Miria descendió presurosa. Segundos después, un grupo de carabineros de las Fuerzas Especiales, a cargo de los tenientes José Martínez Maureira y Patricio de la Fuente, irrumpió por el costado del edificio de la Intendencia y rodeó la camioneta y el pequeño auto que conducía Enrique Ropert. Cuando Miria volvió la cabeza para mirar a su hijo, observó con horror que éste era sacado con brutalidad del auto por el grupo armado. Giró sobre sus pasos para intentar liberarlo, pero fue imposible. Gritos y forcejeos fueron inútiles. Impotente, vio cómo los sublevados lo arrastraban junto al grupo y se internaban en el edificio de la Intendencia.
Miria ingresó al garaje presidencial, al frente de la puerta de Morandé 80 y desde allí se comunicó con el palacio. Habló con Eduardo Coco Paredes. La desesperación aumentaba segundo a segundo. Paredes le dijo que el Presidente, informado de los hechos, le pedía que subiera a su despacho para actuar desde allí. Ingresó por la puerta principal. En el camino se cruzó con el edecán naval de Allende. Le pidió ayuda. Ambos regresaron hacia la Intendencia. Pero en el camino el marino desistió. En pocos minutos, ella estaba con Allende y, enfrente, el general José María Sepúlveda, general director Carabineros. Conseguir la liberación de Enrique Ropert y los jóvenes del GAP fue la petición.
Sabiendo que la vida de su hijo y de once jóvenes estaba en riesgo y que debía rescatarlos, la Paya no esperó. Volvió a salir del palacio y sólo el general Urrutia –segundo al mando de Carabineros– aceptó realizar la gestión. Pocos minutos después, volvió cabizbajo: “Lo siento, pero ya no obedecen a mi general Sepúlveda. Sólo reciben órdenes del general Mendoza”.
Miria intentó una y otra vez regresar al lugar por donde vio desaparecer a su hijo a pesar de que ya entonces La Moneda sitiada se había transformado en un campo de batalla. De su angustia fueron testigos Isabel y Beatriz Allende, dos de las hijas del Presidente, la última con más de siete meses de embarazo, y el centenar de leales colaboradores que decidieron acompañar hasta el final al Presidente en su voluntad de impedir el golpe y defender su juramento constitucional con su propia vida. Junto a Isabel y Beatriz lo escuchó hablar por teléfono con el almirante Patricio Carvajal y rechazar tajante la oferta golpista de un avión para sacarlo del país.
Y supo de qué se trataba cuando lo oyó decir en su último discurso: “Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano. Tengo la certeza de que, por lo menos será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición”.
Cuando La Moneda fue atacada con tanques, él se escabulló y, tendido en el piso de una oficina, le disparó a los golpistas. Cuando lo encontró, sus ruegos para que se retirara a un sector más seguro fueron desoídos.
–La Paya fue a pedirme que la ayudara. Me deslicé gateando por la pieza hasta alcanzar sus tobillos y empecé a jalarlo hacia atrás. El se resistió y finalmente aceptó salir de esa oficina cuando le dije que necesitábamos hablar con él –asegura el doctor Arturo Jirón.
La historia registra su decisión de morir con él y cerca de su hijo. Cuando el Presidente pidió una tregua para que salieran las nueve mujeres,ella se escondió en los subterráneos de La Moneda. Y allí se quedó hasta el final.
Dieciocho rockets cayeron sobre el palacio, remeciendo su esqueleto centenario. Las columnas de humo se elevaron, anunciando a los cuatro puntos cardinales que la democracia chilena agonizaba. Los testigos la recuerdan, junto al Presidente, en el comedor del personal de La Moneda. En una silla agonizaba el periodista Augusto Olivares tras dispararse un tiro en la sien.
–Lo tendimos en el suelo y murió unos segundos después. Alguien dijo al Presidente: “Está muerto, ya no hay nada que hacer” –recuerda el doctor Jirón.
Allende se quedó con los ojos fijos en el cuerpo inerte en su amigo y antes de que cundiera la desesperación, levantó la voz y tranquilizó a todos pidiendo un minuto de silencio en su memoria. “Nunca se me olvidará su cara de angustia y tristeza al ver sin vida al amigo querido”, recordó la Paya en el exilio.
El humo se colaba por cuartos y pasillos. El aire ya era irrespirable. Se fue corriendo la voz: “El Presidente dice que nos rendimos. Vamos a salir”. Algunos buscaron su mirada para rastrear un gesto que confirmara su decisión. Dicen que él asentía. Todos necesitaban creer que era cierto.
Dicen que dijo: “La Payita primero, yo saldré último”. Y mientras se ordenaba la fila y las pocas máscaras anti-gases pasaban de boca en boca, ordenó que se le entregara a ella el original del Acta de Independencia, salvada del fuego. La Paya escondió el histórico pergamino en el saco que cubría sus hombros, el del periodista Olivares, que llevaba para su viuda.
Todo indica que ella quería creer, pero sabía en lo profundo que no era cierto. Y se quedó rezagada en la escalera, mientras otros salían por la puerta de Morandé 80, esperando por él. Allí supo de su muerte anunciada. La separaban muchos metros del Salón Independencia y la ráfaga suicida se confundió con la balacera que arreciaba en la calle. El intendente de Palacio, Enrique Huerta, gritó “¡el Presidente ha muerto!” y esas cuatro palabras bajaron rodando la escalera hasta dar con el corazón de la Paya.
Dicen que ella intentó subir, que alguien la retuvo con un grito más de ruego que de mando: “¡No, el doctor no hubiera querido que lo viera así!”. Se dejó llevar hasta la puerta de salida donde los gritos de los soldados ordenaban ¡contra la pared, manos arriba, abran las piernas, rápido!
Un soldado registró el saco y encontró el pergamino. El inspector de Investigaciones Juan Seoane recuerda haberla escuchado gritar: “¡No, soldado, no! Es el Acta de la Independencia, ¡no la rompa!”. Pero ya era tarde.
Minutos más tarde, los sobrevivientes de La Moneda estaban tendidos en la vereda. Fue entonces cuando el uniformado doctor Jaime Puccio, dentista del Ejército y de La Moneda, la descubrió. Y pretextando que estaba herida, ordenó que la subieran a una ambulancia. En la Posta Central, otras manos amigas actuaron con premura y la Payita inició su clandestino peregrinaje que culminó en el asilo, bajo bandera sueca, en la embajada de Cuba.
Pero el duelo recién comenzaba. El 19 de septiembre, una llamada anónima alertó a Mitzi, hermana de Miria, del hallazgo del cuerpo de Enrique Ropert en las orillas del Mapocho, cerca del Puente Bulnes. Esa misma noche la casa de Mitzi fue allanada por fuerzas del Ejército. Su hijo y su yerno fueron detenidos. A pesar del duro golpe emocional, Mitzi fue al día siguiente a la Morgue. Cientos de cadáveres en fila hicieron muy difícil el reconocimiento. Pero lo encontró: con seis balas en la cabeza y múltiples hematomas en el cuerpo. Enrique fue enterrado el 3 de octubre y su sepelio fue vigilado por un fuerte contingente policial que frustró su intento de atrapar el trofeo principal: Miria Contreras.El padre de Enrique, el ingeniero Enrique Ropert Gallet, tampoco puso asistir al sepelio de su hijo: estaba detenido en el Estadio Nacional.
Al dolor y la traición ella le puso su marca: el silencio y la lealtad. Una rúbrica que la acompaña desde entonces y que nada indica que abandonará.
“El sitial del Presidente Allende en la galería de los inmortales es inamovible y está por encima de toda tentativa de mácula”, aseveró una vez, rompiendo su silencio. Y a dedicó varios párrafos a la esposa del Presidente, Hortensia Bussi: “Yo respeto mucho a Tencha y ella lo sabe, por lo demás. Pero no es eso lo más importante. Lo que cuenta es el respeto que tienen por ella todos los chilenos demócratas (...) Ella era ya antes una mujer sobresaliente, pero en el exilio su imagen -con razón- ha adquirido un relieve mucho mayor (...) Eligió luchar, participar, convertirse en portavoz y abanderada infatigable de la causa chilena más noble”.
Al retornar del exilio, mantuvo su rechazo a dar entrevistas. Por respeto a su familia, a doña Tencha y a la memoria del Presidente. “Mi presencia al lado del Presidente Allende fue una coyuntura, un azar de la historia que no me faculta ni me avala para tener un papel protagónico”, aseguró en 1988.
Así sea.