EL PAíS › OPINION: UN BALANCE DEL PRIMER AÑO DE GOBIERNO DE KIRCHNER
La hora de saber cambiar
El Presidente fue un buen lector de la realidad y un dirigente hábil para modificarla. Tuvo un año de hegemonía, pero aunque sigue en la iniciativa, parece que lo mejor ya pasó. Los desafíos en materia económica y política. La resurrección de la derecha y los cambios del escenario internacional.
Por Mario Wainfeld
Cuatro presidentes peronistas ha tenido la Argentina desde 1983. De ellos uno solo, Adolfo Rodríguez Saá, no detectó dónde estaba parado y fue impotente para garantizar la gobernabilidad de su mandato. Los otros tres –Carlos Menem, Eduardo Duhalde y Néstor Kirchner– se procuraron una virtud esencial, primaria, de un gobernante: la viabilidad. Ellos sí registraron el signo de los (variopintos) tiempos que les tocó vivir y comandar. Los tres hicieron políticas (ciertamente bien diversas y merecedoras de valoraciones surtidas) tras computar las correlaciones de fuerzas y el signo de sus épocas. “Leyeron” bien el partido antes de jugarlo, más allá de discurrir para qué arco patearon. Hasta para cambiar de equipo y no morir en el intento, como hizo Menem, hay que entender hacia dónde sopla el viento.
El acierto fundacional de
Kirchner, que de él queremos hablar tras el introito general, fue haber percibido mejor que sus eventuales antagonistas o competidores la coyuntura que le cayó en suerte. Llegado al gobierno tras una enérgica conjura de azares, comprendió de un vistazo el mapa de su hora, lo modificó a su guisa. Así como los incas desterraban a las tribus rivales más belicosas que, cambiado su contexto, atenuaban su belicosidad, Kirchner dibujó un nuevo mapa confinando a sus opositores en estado de confusión y debilidad.
A vuelo de pájaro, reseñemos qué es lo que entendió Kirchner mientras desembarcaba en la Casa Rosada:
u Entendió que el movimiento “que se vayan todos”, a despecho aún de la percepción de sus militantes, no iba en pos de un asambleísmo irrealizable. Que su reclamo –si se prefiere la única traducción realizable de su reclamo– era de otra forma de gobernar, presente, atenta a la voz de la calle. Duhalde había intuido que no se podía litigar contra las cacerolas y los piquetes, pero no llegó mucho más lejos. Kirchner decidió, porque vio que había margen para eso, ponerse a la vanguardia de la sociedad civil.
u De la mano con lo anterior, el Presidente se percató de que la regeneración institucional, el cambio de plantel en la Corte y la lucha por los derechos humanos eran ítem de primer nivel de la agenda pública.
u Escarmentado por la visión de un presidente con votos que licuó su legitimidad en meses por falta de gestión y decisión (Fernando de la Rúa) y otro sin votos que creció en la consideración pública por haber al menos empuñado el timón con firmeza (Duhalde), Kirchner definió que la legitimidad de origen vale mucho menos que la de ejercicio, que se mide día a día y no al momento de los comicios.
u Acompañado en este caso por Roberto Lavagna y Alfonso Prat Gay, el Presidente pronosticó el futuro inmediato de la economía argentina con mucho más acierto que los opositores, los acreedores externos, los integrantes de los organismos internacionales de crédito y aun que los propios sectores productivos o financieros afincados en Argentina. Prever el crecimiento autosustentado le permitió definir una táctica dilatoria eficaz, en la idea de que el transcurso del tiempo mejoraba la reputación del Gobierno de cara a su pueblo, consolidaba su estabilidad económica y hacía (si no más atractiva) más soportable su oferta a los acreedores. La sustentabilidad política y económica de la gestión Kirchner creció mes a mes y la astucia (apenas inconfesa) de patear la pelota al lateral todo lo que se pudiera, derivó en un escenario algo menos ominoso.
u Kirchner y junto a él los demás negociadores argentinos se percataron de la crisis que aqueja a los organismos internacionales de crédito. Y al unísono atisbaron que la escena internacional propicia el resurgimiento de bloques regionales que contradijeran la lógica de los ’90. Bloques regionales más dignos, más coherentes en sus respectivas políticas interiores, más unificados de cara a los poderes exteriores. Una revelación que también va de la mano con el sentido común de la mayoría de los argentinos, violentamente reactivo contra las fantasías neoliberales y primermundistas que abrazó años atrás.
Tras leer mejor el mapa.
Kirchner se abocó a modificarlo. Se empecinó en una cotidiana búsqueda de ratificación de consenso que le imprime a su gestión un tono de vértigo, a veces cansador para propios y extraños. Pero está claro que su gobierno se expone a un plebiscito cotidiano, lo que expresa una alta ponderación de la opinión pública.
En una decisión exótica para un peronista, aun para un peronista comprometido con los derechos humanos, Kirchner los ranqueó en el primer lugar de la agenda pública, junto con la higiene institucional.
En otra decisión exótica para un peronista, Kirchner postuló, con sus gestos y su discurso, una autoridad política independiente (así fuera como designio) de los lo- bbies empresarios, de los partidos políticos, de la Iglesia, de los sindicatos.
La autoridad presidencial recuperó centralidad y consenso, la higiene institucional catalizó buena onda entre el Gobierno y la sociedad, el crecimiento económico (aun con sus cargas de desigualdad) calmó los nervios. Kirchner se quedó dueño de la escena durante casi un año, del que emerge con más poder, más legitimidad, más superávit primario, más excedente del superávit primario, más reservas en el Banco Central y más capital simbólico que lo que era imaginable en 2003.
Un gobierno atento al humor social, con reflejos veloces ante los reclamos de la calle, un Presidente querido y a la vez cuidadoso de los equilibrios fiscales fueron demasiados cambios en el mapa político. Quien los generó lógicamente los fue muñequeando, no siempre bien, como ya se dirá. Igual, les sacó un campo de ventaja a sus adversarios políticos. Arrebatadas que le fueron sus banderas fiscalistas por un gobierno que “secó” las cuasimonedas y obtuvo superávit homérico, los dirigentes políticos de centroderecha quedaron como un nazi privado de la cuestión judía.
El centroizquierda, habituado a la oposición permanente y desesperanzada, no dio con un registro adecuado a las nuevas contingencias. Ni el ARI ni la CTA, por dar dos ejemplos con predicamento público, han podido ubicarse en las nuevas coordenadas. Elisa Carrió ha optado por un rol profético y agorero, que no parece incluir alguna participación positiva en el mientras tanto y menos aún una alternativa de gobernabilidad después de la catástrofe en ciernes. La CTA, en algún sentido, quedó peor, sin tener un discurso público preciso. Algunos de sus integrantes han encontrado posturas opinables pero dotadas de coherencia interna y comprensibles “desde afuera”. Tal los casos de Luis D’Elía (un oficialista sin fisuras) o Claudio Lozano (un diputado crítico con propuestas). Pero Víctor de Gennaro, líder de la CTA, se ha diluido como referencia política para los no iniciados (algo que venía siendo para muchos), seguramente limitado por las tensiones de su espacio y por un –estimable pero por sí solo insuficiente– afán de no dañar de más al Gobierno.
Con sus más y sus menos, el Gobierno anduvo mejor de lo esperable en su primer año. Dueño de la iniciativa, con un desempeño económico inesperado, desafiado sólo por los poderes económicos y por su propia gestión fue el mejor baqueano en su propio mapa.
Los últimos meses han sido, empero, más cuesta arriba. La gestión reveló límites. Las crisis de seguridad y energética le estallaron al Gobierno y tributaron en parte a errores de sus políticas y de sus funcionarios. Una nueva etapa, más ripiosa, ha comenzado.
Decir, respecto de lo reseñado, que “fue hermoso mientras duró” podría sugerir un abrupto final, una declinación imparable. No hay tal. Es más ajustado pensar que quizá lo mejor ya pasó y que, para seguir en el mismo camino, la administración Kirchner deberá cambiar algunas prácticas, algunos estilos, algunos tics, quizás alguno de sus funcionarios de primer nivel, que no resintieron el score final del primer año pero que pueden costarle mucho de acá en más.
Luces de alarma en la economía
La crisis energética, amén de imprevisiones, desnudó la precariedad de un implícito con el que trabajaba el Gobierno: el crecimiento de la economía era invulnerable en el corto plazo, que podía extenderse dos años, tal vez tres. Supuestamente no habría “cuellos de botella” financieros, ni de provisión de mano de obra ni de capacidad instalada. Pero los hubo de energía. El sosegate revela que es muy difícil la estabilidad y por ende la predicción en un país pequeño, colgado de un piolín del mundo global.
La energía expuso carencias de gestión del Gobierno, falta de previsión y un déficit de comunicación severo en cabeza del ministro del área, quien no anticipó la emergencia, ni la comunicó, ni siquiera se hizo conocer por la ciudadanía como sería de desear.
El curioso modelo argentino de crecimiento de estos años puede verse afectado por otras crisis. La puja distributiva entre sectores de la producción, desaparecida de la escena nacional por años, puede volver a la escena en ciertos sectores. En declaraciones a este diario (ver páginas dos a cinco) el Presidente juzgó como positiva esa eventual resurrección. Esa mirada, compartida por el ministro de Trabajo, Carlos Tomada, interpreta el conflicto social como síntoma de la mejora relativa de los trabajadores y alude a una sociedad más igualitaria. Una lectura progresista con la que solo cabe coincidir. Pero es del caso señalar que el renacimiento del conflicto social perturbaría el modo en que funciona la economía actual, sobre todo en lo que hace al control de la inflación. Y que, dialécticamente, la inflación previa, consecuencia de aumentos de precios por la emergencia energética o por otras liebres que pueden saltar por ahí, puede ser un cebador excesivo del conflicto social.
La puja distributiva concierne a sectores en auge. Otros reclamos puede (y francamente merece) recibir el Gobierno en el futuro, referidos al reparto de la torta, que sigue siendo muy inequitativo. El crecimiento ha impactado menos de lo deseable respecto de la desigualdad. La necesidad de un ingreso mínimo ciudadano, como prenda de equidad y como motor del crecimiento con justicia social, es una asignatura pendiente de este gobierno. Con la amenaza del “estallido social” el duhaldismo sacó plata de donde no había para diseñar el Plan Jefas y Jefes de Hogar. Este gobierno intenta una política más prolija, más ambiciosa, ligada a la actividad productiva de los humildes pero de lento impacto en el enorme universo de la pobreza realmente existente.
El derrumbe de la economía brasileña algún coletazo traerá por acá. Como mínimo perjudicará a los exportadores argentinos. Es bien posible que, de ahondarse la depreciación del real, haya que intervenir contra las importaciones brasileñas, medidas acaso inexorables pero que significarán (explican en Economía) “poner un poco entre paréntesis” el proyecto estratégico de integración regional.
En la negociación por la deuda, el Gobierno ha perdido la “ventaja comparativa” de tener una mejor profecía sobre el futuro de la economía local. Su diagnóstico, ahora, es “patrimonio de la humanidad”, con dos repercusiones inmediatas y contradictorias. La primera es que los acreedores husmean sangre, creen que pueden ir por más, pues su contraparte no es un país hundido sino uno en crecimiento. La segunda es que, desde la perspectiva de los del Norte, la crisis energética desata muchas dudas acerca de esa sustentabilidad futura. Con acreedores y organismos más avezados y ya hartos de las demoras, los márgenes de los negociadores locales se acotan. Y la verba presidencial se autoimpuso límites muy severos.
Luces de alarma en la política
Kirchner, no bien llegó, le puso cerrojo a su despacho y transformó en hazaña lo que era hábito para corporaciones y protagonistas políticos, entrar a la Rosada. En el corto plazo, fue pura ganancia. Revalidó la autoridad presidencial y su predicamento con la gente del común, le fijó límites al establishment. Dejó en claro que no estaba dispuesto a la promiscuidad con los poderes fácticos, y lo bien que hizo.
Pero esa gestualidad corre el riesgo de anquilosarse o derivar en la exageración de cerrar canales al diálogo. El desdén presidencial por el “toma y daca” parece prorrogarse a cualquier forma de negociación o intermediación. Los “Consejos federales” de lo que fuera son mal vistos desde la Rosada, los gobernadores son recibidos con cuentagotas. Desde las provincias la “mesa chica” a veces es percibida más como un grupo aporteñado encerrado en la Plaza de Mayo que como un conjunto de políticos provenientes del interior y por eso reconocedores de su lógica y su pertinencia.
No debería interpretarse como mero producto del azar que en los últimos tiempos se hayan topado con problemas dos ministros muy miméticos con ese estilo presidencial renuente al diálogo. Gustavo Beliz y el ya mencionado De Vido, cada uno a su manera (más expansiva y declaracionista Beliz, más hosca De Vido) eligieron una actitud cerrada, de confrontación con todo lo que viene de afuera. Con buena lógica, al primer traspié recogieron tempestades. Una cosa es mandar y otra construir consensos. Beliz tropieza puesto a conseguir avales para el Plan de Seguridad, buena parte de cuyas iniciativas están en el limbo.
La vocación oficial de centralizar todo, delegar poquísimo y no abrir el juego, hasta ahora le ha irrogado costos menores. Es que, mientras la marea sube, todo flota. El éxito oficial diluye las críticas o las torna ineficaces. Rezongos hay, pero los quejosos siguen siendo traccionados desde Balcarce 50. Pero es de temer que, a menor crecimiento económico, a mayor protesta social, a mayores borrascas políticas, haga falta algo más que llevar de la nariz a aliados disconformes. Un apoltronamiento en ciertos tics puede significar pelotazos en contra en el porvenir.
Un reto no padecido en el primer año acecha al actual oficialismo. La derecha política y sociológica argentina empezó a reaparecer buscando su lugar bajo el sol. Lo hizo en forma extraña, asistiendo a la convocatoria de Juan Carlos Blumberg. Estaba fuera de foco, desleída por la falta de liderazgos políticos, dada la relativa debilidad de Ricardo López Murphy, Mauricio Macri y Jorge Sobisch. Pero es una realidad política que por un tris no llegó a ganar las presidenciales del 2003 donde, así y todo, se alzó con un montón de votos. Y que perdió la Capital en segunda vuelta. Con peso social e ideológico, ese sector que “no puede” bajar del 20 por ciento del padrón nacional si se organiza mínimamente está en latencia. Y ha encontrado un atajo para ocupar la calle. Con lo cual también puso en crisis a un gobierno popular pero muy delegativo, muy ajeno a toda instancia de movilización popular. El desdén oficial por todas las mediaciones o pendiente de la movilización piquetera terminó su primer año con el espacio público ganado por la derecha. Y cómo.
Kirchner cambió el mapa, lo que fue una hazaña política. Pero una hazaña no llega a ser un milagro: el mapa sigue mutando, es magmático, volcánico, en permanente cambio. Mucho erraría el Gobierno si creyera dominar esa realidad cambiante encaprichándose en no retocar las tácticas y los recursos que tanto le rindieron hasta ahora.
Convicciones y algo más
Tres presidentes de cuatro entendieron de qué se trataba. Si las matemáticas no engañan, los presidentes peronistas son duchos en eso de la gobernabilidad y en acomodarse a los vaivenes de la historia. Kirchner ha incorporado una fresca novedad, que es la de intentar modificarla en concordancia con sus convicciones. El Presidente explicitó un núcleo de convicciones que enraiza en la tradición nacional y popular. Le agrega un valor contemporáneo: los equilibrios de caja. Y lo enriquece con una bandera progresista bien de época: el respeto de las instituciones y los derechos humanos. Puede discutirse la coherencia y hasta la sinceridad de este credo, pero cabe convenir que es deseable y que el Gobierno se ha sometido a ser juzgado a la luz de sus compromisos.
Como ningún presidente peronista en los últimos 20 años,
Kirchner se ha comprometido a ser fiel a un sistema de convicciones. Su desafío es doble: se lo juzgará como a ninguno por su coherencia. Y, así la tuviera, se lo juzgará como a todos por su eficacia.